Cuando Tim la vio sentada en la silla, esperándolo, tuvieron que sujetarlo para que no saltara a abrazarla.
– ¡Mary! -exclamó-. ¡Cómo me alegra que hayas venido! Pensé que pasaría mucho tiempo sin verte.
– ¿Te sientes bien, Tim? -preguntó ella, besándolo en la frente porque había dos enfermeras mirándolos.
– Me siento muy bien, Mary. El doctor me compuso el brazo; cosió muy bien el corte que le hizo el cuchillo, y ya no hay sangre ni nada de eso.
– ¿Te duele?
– No mucho. No como la vez que se me cayó una carga de ladrillos en un pie y me lo fracturó.
Temprano, a la mañana siguiente, Mary recibió una llamada del hospital comunicándole que ya podía pasar a recoger a Tim. Deteniéndose apenas lo suficiente para darle a la señora Parker la buena noticia, corrió al automóvil con una pequeña maleta con las ropas de Tim en una mano y la última rebanada de pan tostado en la otra. La hermana la recibió en la puerta de la sala, tomó la maleta y luego la pasó a una sala más pequeña para que ahí esperara a Tim.
Ya empezaba a impacientarse cuando entraron el doctor Minster y el empleado de admisión.
– Buenos días, señora Melville. La hermana me avisó que usted había llegado. Tim no debe tardar, así es que no se preocupe. Antes de salir tiene que bañarse y hay que cambiarle el vendaje.
– ¿Está bien Tim? -preguntó ella ansiosamente.
– ¡Absolutamente! Le va a quedar una cicatriz como advertencia de que no ande jugando con cuchillos en el futuro, pero todos los nervios de la mano están intactos, así que no va a perder ni fuerza ni sensibilidad. Tráigamelo al consultorio dentro de una semana para que lo examine. Tal vez para entonces, ya pueda quitarle los puntos o dejarlos otro poco, dependiendo de cómo se vea.
– ¿Entonces está realmente bien?
El doctor Minster echó atrás la cabeza y rompió a reír.
– ¡Oh! -exclamó-. ¡Ustedes, las madres! Todas son iguales, llenas de preocupación y de ansiedad. Lo que ahora tiene usted que prometerme es que no va a andar aleteando a su alrededor, porque si él se da cuenta de que su estado la afecta tanto va a preocuparse por su brazo más de lo debido. Sé que es su hijo y sus sentimientos de madre tienen que ser muy fuertes, especialmente porque, por otro lado, él depende enteramente de usted, pero tiene que resistir la tentación de mimarlo demasiado.
Mary sintió que la sangre le encendía el rostro, pero apretó los labios y alzó la cabeza orgullosamente.
– No ha comprendido usted bien, doctor Minster. Es curioso que no se me haya ocurrido, pero supongo que lo mismo les pasa a todos ustedes. Tim no es mi hijo, es mi marido.
El doctor Minster y el empleado se miraron, mortificados. Todo lo que trataran de decir sería peor y, al final, no dijeron nada; simplemente se dirigieron a la puerta y desaparecieron. ¿Y qué podía uno decir después de un error tan grande? ¡Qué confesión tan atroz y cuán embarazosa! ¡Pobrecita, qué mal se sentiría!
Mary se sentó con los ojos empañados, reprimiendo las lágrimas con un gran esfuerzo. Sintiera lo que sintiese, Tim no debía verla con los ojos enrojecidos, y tampoco ninguna de esas lindas y jóvenes enfermeras. Ahora se explicaba por qué ninguna de ellas había ocultado, frente a sus propios ojos, la admiración que Tim les causaba. Una cosa es lo que se les dice a las madres y otra a las esposas y, ahora que recapacitaba, en verdad la habían tratado como a una madre, no como a una esposa.
Bueno, todo había sido culpa suya. Si hubiera conservado la calma acostumbrada, si se hubiera dominado durante esas largas horas de espera y de agonía, no habría escapado a su observación el hecho de que todos creían que ella era la madre de Tim. Hasta era posible que, si se lo hubieran preguntado, ella hubiera contestado afirmativamente. Recordaba ahora al joven interno que se había acercado para preguntarle si era el pariente más cercano de Tim, pero no recordaba qué era lo que le había contestado. ¿Y por qué no iba a suponer que era la madre de Tim? En su mejor forma, ella se veía precisamente de la edad que tenía, pero con la impresión y la angustia por el accidente de Tim, por lo menos parecería como de sesenta años. ¿Y por qué no había usado algún pronombre personal que les hubiera dado a los demás alguna pista? ¡Qué raros eran los caprichos del destino! Tal vez había dicho o hecho algo para reforzar la idea equivocada y no había hecho nada por aclarar las cosas. La señora Parker había actuado igual, y Tim, el pobre Tim, tan ansioso por agradarla, había aprendido la lección demasiado bien cuando ella le había dicho que no comentara con nadie lo de su matrimonio. Los empleados del hospital pensaron probablemente que Tim la llamaba Mary por simple costumbre. Y nadie le preguntó siquiera si era soltero o casado. Al saber que el muchacho no era normal, daban por sentado que no estaba casado. Los retrasados mentales no se casan: viven en su casa con sus padres hasta que quedan huérfanos y hay que enviarlos a morir a algún instituto.
Tim la estaba esperando en su cuarto, ya vestido y ansioso por irse a casa. Revistiéndose de una calma externa aparente, ella le tomó la mano y le sonrió tiernamente.
– Vamos, Tim -dijo-; vámonos a casa.
Colleen McCullough