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– Bien. Ahí lo dejo. Si necesita algo, llame a la puerta de atrás.

– ¡Muy bien, señora! -dijo él en tono alegre, sonriendo.

– ¡No soy señora! -replicó ella-. Me llamo Mary Horton. ¡Señorita Horton!

– ¡Muy bien, señorita Horton! -enmendó él al instante, sin desconcertarse en absoluto.

Cuando regresó a la casa, Mary estaba ya totalmente despierta y había abandonado la idea de quedarse en la cama dos o tres horas más. De un momento a otro, él echaría a andar el tractor y ahí terminaría todo. La casa tenía aire acondicionado, por lo que siempre estaba fresca y seca sin que importara cuáles fueran la humedad y la temperatura en el exterior, pero mientras se preparaba algo de té y ponía pan en la tostadora, Mary decidió que sería muy agradable desayunar en la terraza, desde donde podría ver a su nuevo jardinero.

Cuando salió con una pequeña bandeja en las manos iba ya completamente vestida con su uniforme de fines de semana en casa, el cual consistía de un vestido de algodón gris oscuro, sin ningún adorno pero tan perfecto y sin arruga alguna como todo lo que siempre se ponía. El pelo, que ella dejaba en una larga trenza para dormir, lo traía arreglado en el moño que usaba durante el día. Mary jamás usaba pantuflas ni sandalias, ni siquiera cuando estaba en su cabaña de la playa cerca de Gosford; siempre, en cuanto salía de la cama, se vestía con toda formalidad, lo cual significaba que también se ponía sus medias elásticas y los resistentes zapatos negros.

Hacía veinte minutos que desde el patio trasero se dejaba oír el zumbido de la segadora cuando Mary tomó asiento ante una mesa de hierro forjado, pintada de blanco, junto a la balaustrada, y se sirvió una taza de té. Tim estaba en esos momentos trabajando en el extremo más lejano, donde el patio se inclinaba sobre la hondonada de lo que había sido la ladrillera, y hacía su trabajo de una manera lenta y metódica, como si estuviera trabajando para Harry Markham; se bajaba del tractor cuando completaba una pasada, para de esa forma asegurarse de que la siguiente cubriría en parte la que acababa de hacer.

Mary seguía mordisqueando las tostadas y sorbiendo su té sin que sus ojos abandonaran ni un solo instante la distante figura del joven. Como no era dada al autoanálisis y ni siquiera a la introspección, no se le ocurrió preguntarse por qué lo miraba con tanta fijeza; ya era bastante el comprender que el muchacho la fascinaba, pero en ningún momento se le ocurrió que dicha fascinación fuera atracción.

– ¡Buen día, señorita Horton! -llegó la ríspida voz de la señora Parker y, al momento, ésta se dejó caer con su vestido estampado en colores en la silla vacía.

– Buenos días, señora Parker. ¿Le gustaría tomar una taza de té? -ofreció Mary, en tono más bien frío.

– Sí, querida; es una idea buenísima. No, no se levante usted. Yo puedo buscar otra taza.

– No. Por favor no lo haga. De todas maneras tengo que hacer más té.

Cuando regresó al patio con una nueva tetera y un poco más de pan tostado, la señora Parker había acomodado la barbilla en una mano y miraba fijamente a Tim.

– Ésa fue una buena idea -dijo-, la de contratar a Tim para que le cortara el césped. Ya me había dado cuenta de que el hombre que acostumbra venir ha dejado de hacerlo desde hace tiempo. En eso sí tengo suerte. Siempre viene uno de mis hijos a cortarme el césped, pero usted no los tiene, ¿verdad?

– Bueno; hice lo que usted me pidió ayer y me aseguré de que todo estuviera bien con los albañiles y la basura que habían dejado. Así fue como me encontré con Tim, al que habían dejado para que barriera. Creo que le encantó la idea de ganarse un dinero extra.

La señora Parker pasó por alto la última frase de la señorita Mary.

– ¡Como si no fuera eso algo muy típico de esos haraganes! -vociferó-. No contentos con hacerle la vida imposible al pobre desgraciado todo el día, corren a la taberna en cuanto dan las tres y lo dejan para que les termine el trabajo. ¡Y tuvieron la frescura de decirme que todos iban a regresar a limpiar! ¡Se me está ocurriendo rebajarle unas cuantas libras a la cuenta del señor Harry Markham!

Mary dejó su taza de té en el plato y, sorprendida, miró a la señora Parker.

– ¿Qué es lo que la enoja tanto, señora Parker? -preguntó.

Las flores amarillas y moradas que enfundaban el amplio busto de la anciana subieron y bajaron.

– ¡Vaya! -exclamó-. ¿Y a usted no le sucedería lo mismo? ¡Oh! Me olvidaba que no la vi anoche para contarle lo que esos miserables le hicieron al pobre muchacho. ¡Hay ocasiones en las que mataría a todo hombre nacido! Parece que no tienen la menor pizca de compasión o de comprensión para los desvalidos, a menos, ¡claro!, que se trate de un borracho o de un infeliz como ellos. ¡Pero de alguien como Tim, que se gana la vida decentemente y se porta bien, no sienten la menor lástima en absoluto! Se convierte en objeto de burla y se lleva todos los golpes, ¡y el pobre inocente es demasiado tonto para comprenderlo! No es culpa de él el haber nacido así, ¿verdad? Bueno, espere a que le diga lo que le hicieron ayer a la hora del refrigerio…

La voz vulgar y de tono nasal de la señora Parker zumbaba mientras le relataba su pequeña y sucia historia a Mary, pero esta última apenas si la oía, con los ojos clavados en la inclinada cabeza dorada que se movía en el fondo del patio.

La noche anterior, antes de irse a acostar, había revisado en los estantes de su pequeña biblioteca y había hojeado algunos libros en busca de una cara que se pareciera a la de él. ¿Boticelli?… después de examinar algunas de las reproducciones de las pinturas de éste, las había hecho a un lado despectivamente. Los rostros que dicho artista había pintado eran demasiado suaves, demasiado femeninos, demasiado sutilmente arteros y felinos. Al final había abandonado la búsqueda, completamente insatisfecha. Sólo en las antiguas estatuas griegas y romanas había encontrado algún parecido con Tim, tal vez porque esa clase de belleza podía plasmarse mejor en piedra que en el lienzo. Era una criatura tridimensional y ella había deseado fervientemente que en sus torpes manos hubiera habido el arte necesario para poder inmortalizarlo.

Mary se percataba de que había sufrido una violenta y terrible desilusión y de que sentía ganas de llorar; la presencia de la señora Parker parecía haberse retirado al trasfondo de sus pensamientos. Era una especie de anticlímax irónico el descubrir ahora que la trágica boca de Tim y los nostálgicos ojos interrogantes conducían interiormente a la nada, que su chispa interna había sido extinguida mucho antes de que hubiera alguna posibilidad de tragedia o de pérdida alguna. Tim no era mejor que un perro o que un gato, al que uno conservaba porque era algo hermoso de mirar y un animal ciega y amorosamente leal. Pero incapaz de pensar, que nunca podría contestar inteligentemente ni hacer despertar una respuesta temblorosa en alguna otra mente. Todo lo que la bestia hacía era estar ahí, sonriendo y amando. Al igual que Tim; Tim, el idiota. Engañado para que comiera excremento, ni siquiera lo había vomitado como cualquier ser pensante lo habría hecho; en lugar de eso había llorado, del mismo modo que un perro hubiera aullado, y había sido nuevamente inducido a que sonriera otra vez ante la promesa de algo sabroso para comer.

Sin hijos, sin amor, desprovista de cualquier influencia humanizante, Mary Horton no contaba con ninguna pauta emocional con la cual medir ese nuevo y pavoroso concepto de un Tim sin inteligencia. Tan retrasada en lo emocional como él lo era intelectualmente, no sabía que Tim podía ser amado precisamente a causa de su retraso mental, no sólo a pesar de eso. Había pensado en él a la manera cómo Sócrates debió haber pensado de Alcibíades; viejo y feo filósofo enfrentado a una juventud de insuperable belleza física e intelectual. Ella se había imaginado a sí misma introduciéndolo al mundo de Beethoven y Proust, ampliando su descuidada mente juvenil hasta que ésta abarcara la música, la literatura y el arte, hasta que llegara a ser tan hermoso por dentro como lo era por fuera. Y, sin embargo, era un simplón, un pobre tonto, medio retardado.