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La señora Parker no se había percatado de que sólo había retenido una pequeña parte de la atención de Mary y seguía parloteando libremente sobre la insensibilidad del varón común corriente, bebiendo una taza de té tras otra y contestando sus propias preguntas cuando Mary no lo hacía. Al fin se puso en pie y se dispuso a marcharse.

– Me voy ya, querida, y muchas gracias por la tacita de té. Si en su refrigerador no tiene nada que a él le guste, mándemelo y yo le daré algo de comer.

Mary asintió con la cabeza de una manera ausente. Luego, mientras su visitante descendía por los escalones, ella retornó a la contemplación de Tim. Echándole una mirada a su reloj, se dio cuenta de que ya iban a dar las nueve y recordó que los trabajadores al aire libre como el que tenía en su jardín tomaban el té más o menos a esa hora. Entrando en la casa, preparó una nueva tetera, descongeló un pastel de chocolate y lo cubrió con crema recién batida.

– ¡Tim! -llamó, poniendo la bandeja sobre la mesa, bajo la enredadera; el sol empezaba a asomarse por el borde del techo y en la mesa que estaba cerca de los escalones hacía ya demasiado calor como para estar a gusto.

El muchacho alzó la cabeza, le hizo un ademán con la mano e inmediatamente detuvo el tractor para oír lo que ella le decía.

– ¡Tim, ven a tomar una taza de té!

El rostro del joven se iluminó como el de un cachorro al que ofrecen un bocado, descendió del tractor dando un salto, ascendió por el patio, se metió en la casita de los helechos, reapareció con una bolsa de papel en la mano y subió los escalones de dos en dos.

– ¡Qué bien! Gracias por llamarme, señorita Horton; no me había dado cuenta de qué hora era -dijo alegremente, sentándose en la silla que ella le indicaba y esperando dócilmente hasta que Mary le dijo que podía empezar.

– ¿Sabes leer la hora, Tim? -le preguntó con gentileza, sorprendida de poder dar a sus palabras esa inflexión.

– Pues… no, realmente no. Más o menos me doy cuenta de a qué hora tengo que irme a casa; eso es cuando la manecilla grande está en la parte de arriba y la chica tres rayitas detrás de ella. Ahí es cuando son las tres. Pero no tengo reloj propio porque papá dice que lo perdería. Por eso no me preocupa. Siempre alguien me dice la hora, como cuándo hay que hacer el té para el smoke-oh o cuándo es hora de almorzar o de irse a casa. Soy tonto, pero como todo el mundo lo sabe, no importa.

– No, supongo que no -contestó ella en tono triste-. Come, Tim. El pastel es todo para ti.

– ¡Oh, qué bueno! Me encanta el pastel de chocolate… ¡especialmente con mucha crema encima, como éste! ¡Gracias, señorita Horton!

– ¿Cómo te gusta el té, Tim?

– Sin leche y con mucho azúcar.

– ¿Mucho azúcar? ¿Cuánto es mucho?

Tim alzó el rostro para mirarla, frunciendo las cejas y con crema en toda la cara.

– Pues no me acuerdo -dijo-. Yo lleno la taza hasta que el té se derrama en el plato. Entonces sé que así está bien.

– ¿Has ido alguna vez a la escuela, Tim? -sondeó Mary, volviendo a sentir interés en él.

– Fui durante un tiempo, pero no pude aprender nada y ya no me obligaron a que fuera. Me quedaba en casa a cuidar a mamá.

– Pero tú entiendes lo que se te dice y tú solo pudiste manejar el tractor.

– Hay algunas cosas que son fáciles, pero leer y escribir es muy difícil, señorita Horton.

Sorprendiéndose de lo que hacía, Mary le acarició la cabeza mientras movía la cuchara dentro de su taza de té.

– Bien, Tim -dijo-. Eso no importa.

– Eso es lo que dice mamá.

El muchacho se terminó todo el pastel, luego recordó que había traído de casa un bocadillo y también se lo comió, acompañándolo con tres tazas grandes de té.

– ¡De veras, señorita Horton, todo estuvo colosal! -suspiró al fin, sonriendo beatíficamente.

– Me llamo Mary y a ti te será más fácil decir Mary que señorita Horton, ¿no crees? ¿Por qué no me llamas Mary?

El muchacho la miró con aire de duda.

– ¿Está usted segura de que eso está bien? -interrogó-. Papá dice que a la gente vieja no debo llamarla de otra manera que señor, señora o señorita.

– Algunas veces puede hacerse, como entre amigos.

– ¿De veras?

Mary probó de nuevo, expurgando mentalmente de su vocabulario todo polisílabo.

– Realmente, no soy tan vieja, Tim. Es simplemente que el cabello blanco me hace parecer vieja. No creo que tu papá se enfadara si me llamas Mary.

– ¿Entonces tu pelo blanco no quiere decir que eres vieja, Mary? ¡Yo siempre pensé que así era! El pelo de papá es blanco y también el de mamá y sé que son viejos.

«Tiene veinticinco años, pensó ella, por lo tanto, su padre y su madre serán apenas un poco mayores que yo.» Sin embargo, dijo:

– Bien, yo soy más joven que ellos; por lo tanto, todavía no estoy tan vieja.

Tim se puso en pie.

– Ya es hora de que vuelva a trabajar -dijo-. Tienes un jardín muy grande, Mary. Espero poder terminar a tiempo.

– Bien, si no terminaras, hay muchos otros días. Si lo prefieres, puedes venir a terminar algún otro día.

Tim consideró el problema gravemente.

– Creo que me gustaría volver -concedió- si papá dice que puedo venir. -De pronto, le sonrió ampliamente-. Me gustas mucho, Mary -dijo-. Me gustas más que Mick y Harry y Jim y Bill y Curly y Dave, me gustas más que todos, excepto papá, mamá y mi Dawnie. Eres bonita y tienes un pelo blanco muy hermoso.

Mary tuvo que luchar con cien indefinibles emociones que la acosaban desde muchos puntos y por fin se las arregló para sonreír.

– ¡Vaya, muchas gracias, Tim! -dijo al fin-. Eres muy amable.

– ¡Oh! No es nada -repuso él con indiferencia y bajó de un brinco las escaleras con las manos abiertas sobre las sienes y el trasero levantado-. ¡Ésa fue mi imitación especial de un conejo! -gritó desde el césped.

– Fue muy buena, Tim. Supe que eras un conejo desde que empezaste asaltar -replicó ella; luego, recogió la vajilla del té y la llevó adentro.

Le era terriblemente difícil conversar como si él fuera una criatura porque Mary Horton nunca había tenido nada que ver con niños desde que ella misma había dejado de serlo. Y, de cualquier manera, nunca había sido realmente joven. No obstante era lo bastante sensible para percibir que a Tim podía lastimársele fácilmente, que tenía que tener cuidado con lo que le dijera y controlar su carácter y su exasperación; que si le dejaba sentir el dardo de su lengua, él adivinaría la intención de sus palabras aunque no comprendiera el sentido de éstas. Se sintió mortificada al recordar cómo se había impacientado con él el día anterior cuando Tim se había mostrado, por lo menos así lo había creído ella en esos momentos, deliberadamente obtuso. ¡Pobre Tim, tan profundamente inconsciente de los matices y de las corrientes subterráneas que había en la conversación de los adultos y, por lo mismo, tan completamente vulnerable! Ella le gustaba; él pensaba que era hermosa porque tenía el cabello blanco, igual que su papá y su mamá.

¿Y por qué era tan triste su boca, si él sabía tan poco y funcionaba a una escala tan limitada?

Sacó el automóvil y se dirigió al supermercado a comprar algo para el almuerzo pues en la casa no tenía nada que a él le atrajera especialmente. El pastel de chocolate era su fondo de emergencia para alguna eventualidad como la de esa mañana; la crema, una equivocación fortuita de parte de su lechero. Tim, según ella sabía, había traído consigo su almuerzo, pero tal vez no fuera suficiente, o tal vez pudiera ella halagarlo ofreciéndole algo así como hamburguesas o salchichas calientes, el encanto de toda fiesta de niños.

– ¿Has ido alguna vez a pescar, Tim? -le preguntó mientras almorzaban.