Alberto Fuguet
Tinta roja
© 1996, Alberto Fuguet
Quién sabe si vivimos siempre nada más que alrededor de las personas, aun de aquellas que viven con nosotros años y años, y a quienes, debido al trato frecuente o diario y aun nocturno, creemos que llegaremos a conocer íntimamente; de algunas conocemos más, de otras menos, pero sea cual fuere el grado de conocimiento que lleguemos a adquirir, siempre nos daremos cuenta de que reservan algo que es para nosotros impenetrable y que quizás les es imposible entregar: lo que son en sí y para sí mismas, que puede ser poco o que puede ser mucho, pero que es: ese oculto e invisible núcleo que se recoge cuando se le toca y que suele matar cuando se le hiere.
MANUEL ROJAS, Hijo de ladrón
Verano
Nací con tinta en las venas. Eso, al menos, es lo que me gustaría creer. O lo que algunos entusiastas decían de mí cuando mi nombre aún poseía cierta capacidad de convocatoria. Nunca he tenido muy claro qué fluye exactamente por mis venas (mi ex mujer se ha encargado de esparcir el rumor de que no es más que un suero frío y gelatinoso), pero sí estoy convencido de que la tinta fue un factor decisivo en la construcción de mi personalidad, mi vida y mi carrera.
Carrera. Ya estoy usurpando términos. Verán, carrera no es el tipo de palabra que yo use con frecuencia. No como lo hace Martín Vergara, mi joven alumno en práctica. Como todos los que se han desarrollado pero aún no se forman, Martín es bastante cándido, aunque no por eso menos incisivo.
A tal grado llega su inocencia que está convencido de que perder un verano da absolutamente lo mismo. «Total», me dijo, «me quedan miles por delante». Comete un error, claro, pero es muy joven para entender que lo único que a uno no le sobra es tiempo y veranos.
Martín se saltó el vagabundeo generacional por Perú y Ecuador. Gloria, su supuesta novia, viajó sola con el resto de sus amigos de la universidad. Vergara decidió que era más rentable quedarse acá en Santiago durante estas vacaciones para aprender el oficio y sumar contactos.
¿Cómo sé todo esto? Lo intuyo. Verán, años atrás, cuando recién comenzaba a afeitarme, también yo decidí saltarme una expedición con mochila al hombro por la entonces recién inaugurada Carretera Austral. Consideré que pasar el verano en la sala de redacción de un tabloide sería mucho más iluminador que un paseo por los hielos. Y acerté. Por única vez en mi vida. Martín Vergara, en cambio, se está perdiendo una gran aventura, y por algún motivo me siento culpable. Doblemente culpable. Por mucho que lo intente, yo nunca podré hacer por él lo que Saúl Faúndez hizo por mí. Faúndez me moldeó a punta de gritos e insultos. Convirtió a un atado de nervios autista y soñador en algo parecido a un hombre. Faúndez me tiró agua a la cara cuando yo aún estaba durmiendo.
El asunto es que continúo trabajando en Santiago como si tuviera mil veranos por delante. Aquí estoy, fondeado, esperando mis vacaciones de marzo en Europa vía canje publicitario, viático incluido. Pero marzo ni siquiera se vislumbra todavía en mi agenda. Mientras tanto, mato el tiempo, edito números anticipados en esta oficina con vista al cerro Santa Lucía y converso con Martín Vergara como si fuera un viejo amigo perdido al que he echado mucho de menos.
Desde el instante en que se presentó ante nosotros como alumno en práctica, Martín Vergara se transformó en el centro de la atención de esta predecible y curiosamente admirada revista de tarjeta de crédito con pretensiones literarias, turísticas y encima culturales que tengo la suerte (no el honor) de dirigir.
Obtuve este puesto gracias al gerente general del banco que emite la tarjeta. Leyó mi libro y concluyó que en mí confluían los dos mundos que él deseaba aunar en su proyecto: el sentido práctico y perspicaz del periodista, y la creatividad, el caché y el status de un escritor. Con la insistencia de un nuevo rico, el gerente se empeñó en conseguir lo que deseaba. Y, como buen escritor en crisis, acepté. Tuvo que pagar, claro, pero bastante menos de lo que gasta en los cuadros de pintores de moda que colecciona y que, no por casualidad, ilustran las páginas de arte de Pasaporte.
No hace mucho, en un almuerzo que clausuraba un abierto de golf, el gerente general me confesó por qué se había fijado en mí a la hora de reemplazar a su antiguo editor. El gerente, por cierto, no estaba deslumbrado con mi primer y único libro (encontró los cuentos raros y difíciles); tal como intuí, era un entusiasta admirador de mi primera (y también única) telenovela donde, entre los cientos de personajes que chocaban entre sí, había algunos periodistas de dos o tres medios de prensa ficticios que cautivaron su atención.
No solamente el gerente del banco se cuenta entre mis fans. Región Metropolitana ha sido el culebrón que más sintonía le ha dado al canal. O a cualquier canal. Han pasado más de diez años desde el histórico último capítulo y aun así todas las producciones dramáticas se siguen midiendo con esa vara que tuve la desgracia de poner tan alta. El éxito de la serie (inspirada en Manhattan Transfer, de Dos Passos) fue tan abrumador que la alargué. Lo que concebí inicialmente para tres meses terminó durando más de un año y medio. Dicen que en todo arte el verdadero talento consiste en saber cuándo parar. Yo no me detuve nunca. Seguí y seguí. Supongo que entretuve a muchos, pero no emocioné a nadie. Algunas veces culpo al medio. La mayoría de las veces a mí mismo.
Martín no oculta su aprecio y su admiración por mí, lo que no deja de conmoverme. Me ha llenado de un inesperado sentimiento de responsabilidad que ojalá me lo hubiera gatillado el nacimiento de mi hijo Benjamín.
No estoy de acuerdo con Martín. La verdad es que nunca he sido el que él cree que soy, ni menos el que a mí me gustaría ser. Mi actual estado es, según el día, de parálisis total o entumecimiento severo. En un principio me pareció inconcebible e intolerable. Pero la mediocridad es más sutil de lo que uno cree y a veces te abraza con el manto de la seguridad. Uno se acostumbra y sigue adelante. La vida creativa puede ser activa e intensa, pero carece de la estabilidad del pantano. Uno, al final, puede vivir de lo más bien sin estímulos. El hombre es un animal de costumbres y yo me acostumbré.
Hace tres noches, en un bar con mesas al aire libre, Vergara me confesó que si no lograba transformarse en escritor antes de los treinta, cambiaría su meta por la de ser un editor top.
– Si no te armas profesionalmente, Alfonso, todo se viene abajo. Es como una casa con malos cimientos. Tu mina te tiene que admirar. Si no sientes orgullo y entusiasmo por lo que haces, terminas sin hacer nada. Te paralizas y todo el resto te da lo mismo. De qué te sirve tirar todas las noches, tener feroz billete, aparecer en los diarios, si no eres capaz de mirarte al espejo y sentirte bien. A cargo. ¿Me explico?
Se explica. Perfectamente.
Martín adolece de muchas cosas, pero posee el don de intuir lo que no sabe. Es certero y tiene olfato; creo que será un gran periodista.
Yo, una vez, como tantos otros que se han sentido desplazados o no tomados en cuenta, intenté primero poner las cosas por escrito. Pensé que me podrían querer más si en vez de vivir las cosas, las escribía. Fue un error, pero a esa edad me parecía la mejor idea y abracé la causa con sangre. Por un tiempo breve las palabras brotaron y lo inundaron todo. Comencé a ganar concursos de cuentos como quien programa estaciones en la radio del auto. Antes de saber qué hacía exactamente un editor, varios de ellos me llamaron a mi casa y me invitaron a almorzar a restoranes ubicados en calles por las que yo nunca había caminado. Me ofrecieron drogas, consejos, amigas, adelantos, corbatas y casas en la playa para refugiarme y escribir. Lo fui aceptando todo por orden de llegada, y antes de que mi primer libro apareciera en la portada del suplemento literario de El Universo, ya era una estrella, un enfant terrible hecho a medida, el alma de las fiestas, los lanzamientos y las páginas de vida social.