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A su lado, como chofer, está Emiliano Sanhueza Godoy, alias «el Camión». A Sanhueza le dicen el Camión no por ser el chofer oficial de la camioneta A-1, designada en forma vitalicia para movilizar a los de la crónica roja, sino por su enorme tamaño. Es un apodo que le sienta, puesto que posee la flexibilidad de un neumático para tractor. Es áspero, gris acercándose al carbón, con una desequilibrada melena blanca plagada de canas negras. Sus espaldas parecen un montón de ladrillos amontonados y su vientre es una amalgama de grasa y piedra.

– ¿A La Pesca, Jefe?

– A La Pesca.

Alfonso se fija en cómo los inflados músculos del Camión se escapan por debajo de la tiznada camiseta blanca que apenas cubre sus tatuajes de mujeres desnudas, dragones orientales y un ancla que atraviesa la Portada de Antofagasta.

– ¿Un puchito, Camión?

– Vale.

Faúndez prende un Liberty, y con el mismo cigarrillo enciende otro y se lo pasa al Camión.

Sanhueza, antes de manejar camiones, fue estibador en su Mejillones natal y luego en Antofagasta. Cargaba las barras de cobre al hombro y las depositaba dentro de los barcos. Hasta que un buen día se quedó en el interior del vientre de un carguero liberiano. De polizonte pasó a marino mercante y terminó navegando los sietes mares.

– Se nota que es verano. Ya hay menos autos circulando, Jefe.

En el tablero, al lado de la estampita de San Pancracio y de la medallita con la cruz, el Camión tiene un pequeño altar con una postal de Hong Kong, una foto de su barco cruzando el Canal de Panamá y una foto en blanco y negro, mal revelada (de ésas de entrega inmediata), de un muy joven Sanhueza abrazado con un tipo árabe de bigotes, ambos sonriéndole a la cámara, el Camión con varios dientes de menos al lado superior derecho.

– ¿Y Escalona, Camioncito?

– Se fue directo a La Pesca. Le datearon una redada de travestis. Los va a fotografiar en el calabozo antes de que los suelten temprano.

– Travestis recién despertados, puta la huevada.

Debajo de la guantera hay una radio-radio, con micrófono. Está sintonizada en la banda de los carabineros. Escuchan los mensajes:

«Q-S-L, atento… Cementerio General…»

– A ver, Camión, ¿escuchaste? Date la vuelta. Si nos va bien, los invito al Quitapenas.

– ¿Pasa algo? -pregunta Alfonso.

Saúl Faúndez se da vuelta y lo mira. Después le dice al Camión:

– A este Pendejo voy a tener que enseñarle todo. Desde el principio.

Luego deja la revista, se saca los anteojos y observa a Alfonso:

– Mira, cabro, con esta radio interceptamos mensajes, nos adelantamos a los pacos y a los tiras. Claro que los ratis son más sofisticados y se comunican por otras bandas, por lo que es muy recomplicado enterarse de en qué están. A veces, si uno tiene suerte, puede llegar antes que todos. Así es más fácil golpear.

– ¿Golpear?

– Cagarte a la competencia. Publicar una noticia que el otro se perdió.

– Ganar.

– Exacto. ¿No te enseñaron eso en la Escuela? Puta, no sé para qué los hacen estudiar, por la chucha. Yo no estudié ni hueva y sé más que toda tu generación junta. El periodismo, como la prostitución, se aprende en la calle, Pendejo. Y ahora, con este suicidio, vas a debutar.

– ¿Suicidio?

– En el Cementerio. ¿No escuchaste acaso?

Cementerio General, sector de los mausoleos elegantes. El blanco del mármol refleja el sol y quema la vista. Hay mausoleos con flores frescas, y otros abandonados, sus rejas llena de óxido y maleza.

– Debe ser por aquí -dice Faúndez.

Alfonso lo sigue un paso atrás. El aroma está hinchado de agua estancada y pasto mojado.

– Cagamos -dice el Camión-. Los giles del Extra.

– Son de los nuestros, relájate.

Faúndez abraza a un tipo moreno, engominado, de cuello y corbata, con gruesos anteojos de sol pasados de moda.

– Feliz año, compadre.

– A usted, pues.

– Alfonso, ven, acércate. Te presento a mi gran amigo y colega, Eugenio Soza.

– Negro Soza para los amigos -dice el otro con una sonrisa salpicada de oro.

– ¿Dónde está el fiambre? -pregunta Faúndez.

– Allá atrás, entre dos mausoleos -le responde el Negro.

– ¿Y los ratis? -pregunta el Camión.

– Recuperándose de la caña, me imagino. Todavía no piensan ni en llegar. Petete -grita de pronto Soza-, ¿tomaste los monos?

De atrás de un mausoleo aparece un ser casi deforme, enano, pero cuando se acerca más queda claro que solamente es menudo, pequeño, bajísimo, todas sus extremidades proporcionadas y en equilibrio. El tipo luce un terno claro, de lino arrugado, y un elegante sombrero de paja. Si no fuera por su abultado bigote, no sería errado confundirlo con un preadolescente.

– Lo tengo todo -le responde a Soza con un marcado acento centroamericano.

– Oye, Petete -le dice Faúndez-, hazme una gauchada. Escalona se fue a La Pesca a agarrar unos colas. Hagamos cambalache y pasando y pasando.

– Como usted diga, Maestro.

– Así me gusta.

El Negro Soza y Petete se despiden y parten entre las callejuelas del cementerio. El Camión avisa que va a esperar en la camioneta, a la sombra.

– Bueno, Pendejo, a trabajar, mira que nos estamos atrasando. Yo voy a hablarles a los pacos y tú te encargas del fiambre.

– ¿Cómo?

– El muerto. Ven.

Faúndez toma a Alfonso del hombro y lo acerca a un mausoleo. Detrás de esa construcción, colgando de una viga que él mismo puso, está un NN de alrededor de 30 años.

– ¿Has visto alguna vez un muerto?

– No. O sea, de lejos, pero nunca de cerca. Nunca he mirado uno.

– ¿Y suicidas?

– Tampoco. Un tío mío se suicidó, pero yo era muy chico. El marido de mi tía Esperanza se cortó las venas en una tina, pero solamente me contaron, nunca lo vi. Fue en el sur. Así y todo, tuve pesadillas durante mucho tiempo.

– ¿Pesadillas?

– Sí.

– Vas a seguir teniéndolas, entonces, porque no puedes cubrir el día a día sin acostumbrarte a nuestros amigos. Son los muertitos los que nos alimentan, Pendejo. Ellos son las estrellas, nosotros sólo les damos trato preferencial.

Faúndez mira a Fernández directamente a los ojos. Su mirada es severa, con trazos de odio y algo de compasión.

– Ya, para qué alargarlo. Es mejor que lo superes y listo. Quiero que lo mires bien y almacenes en tu mente lo que más te llame la atención. Nada de apuntes. Sólo tú y él. Ya, partiste, hazte hombre de una vez por todas. No te va a doler.

Faúndez empuja a Alfonso y éste termina frente al exiguo espacio que forma el callejón que separa una fila de mausoleos de otra.

El aire que sale de ahí es fresco, húmedo.

Alfonso abre sus párpados y lo primero que ve son los desorbitados ojos del muerto que cuelga y se balancea. El hombre está sin camisa y su pecho lampiño se ve cianótico, aunque bastante menos que su rostro, que está francamente oscuro, teñido de azul. El cuello, amarrado a un grueso cable eléctrico, es una amalgama de roces y heridas. Una protuberante lengua parece saltar de su boca. El pantalón de gabardina café está manchado y húmedo de orina.

– ¿Y? ¿Aprendiste algo?

– No es una bonita forma de morir.

– Cuando uno está desesperado, Pendejo, hace cualquier cosa.

La Pesca

El cuartel general de la Policía de Investigaciones se conoce como La Pesca, porque ahí es donde los detectives llevan a los sospechosos cuando son aprehendidos. O sea, es donde los tiras -los ratis- encierran a los detenidos cuando finalmente «los pescan».

La Pesca es un gran edificio de cuatro pisos construido con ese tipo de monumentalidad que sólo fructificó durante la etapa estatista que tuvo su apogeo durante los años cuarenta. El cuartel general posee un edificio gemelo, el Archivo Nacional de Identificación, que está exactamente al lado; ambas sedes ocupan toda la larga cuadra de General Mackenna entre Teatinos y Amunátegui, en la parte norponiente del sector céntrico de Santiago. Lo más curioso de La Pesca es que está estratégicamente ubicada en el corazón de uno de los barrios más duros de la capital, casi como si los arquitectos hubieran querido ahorrarles tiempo a los detectives en la caza de delincuentes.