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– ¿Cómo?

– Mira, el último día del congreso y a la hora del almuerzo decidí darme un chapuzón en la piscina del hotel, que era como un riñón del tamaño de la elipse del Parque O'Higgins. No te miento. Tenía hasta bar adentro. Así que comencé a tomar y tomar dentro del agua. Esos tragos con frutas y ron y guindas y huevadas. Obviamente, como soy humano, me dieron ganas de mear. Si la noche antes había acabado en el mar, por qué no mear en el agua.

– Lógico.

– Así que me echo la corta dentro del agua, pero de pronto veo que sale color verde.

– ¿Verde?

– Los gringos dueños del hotel le habían agregado al cloro una sustancia anti-pichí para disuadir a los clientes de mear dentro. Comenzaron los gritos y la alharaca. Me vi rodeado de una gran mancha verde-calipso. La gente se salió del agua, los salvavidas tocaban sus pitos, sonó una alarma. Llegó el gerente y con un megáfono me conminó a salir. Clausuraron la piscina y comenzaron a vaciarla. Me cargaron el agua a la cuenta pero terminó pagándola el diario.

– Por suerte no se le soltaron las cabritas, Jefe, quién sabe de qué color se hubiera puesto el agua.

Faúndez aumenta el volumen de la radio. Lucho Barrios ahora le canta a Valparaíso, puerto principal.

– Disculpe -interrumpe en forma discreta Alfonso-. Pero tengo otros posibles sitios donde podemos investigar.

– Tú eres el jefe, tú mandas.

– Balearon al júnior de una industria textil por meter un autogol en un partido que se jugó ayer.

– Está bueno eso -opina Escalona-. Me encantó. ¿Dónde?

– Las Vizcachas.

– Todo hacia el sur -confirma el Camión-. Queda en el camino. Lo agarramos a la vuelta.

– ¿Algo más? -le pregunta Faúndez.

– Lo del choque del sábado en la madrugada y sus víctimas -le contesta Alfonso sin dejar de leer-. Podemos indagar las reacciones.

– Quizás.

– El Universo tituló con eso. Le dio bastante espacio.

– Le dio como caja -replica Faúndez con rabia-. Se matan cinco lolos pijes y creen que el mundo se va a acabar. Para qué toman tanto si no saben controlarse. El pueblo toma mucho más y no choca.

– Tampoco maneja -le responde Alfonso.

– No te vengas a hacer el listo, Pendejo, o te bajo de la camioneta. Aunque lo niegues, tú también eres pueblo. No vengas a identificarte con los del puto barrio alto, maricón. No eres de ahí y ojalá nunca lo seas. ¿Tienes la dirección del taxista al que chocaron? El que manda soy yo ahora.

– Sí. En San Miguel.

– Perfecto. Lo vamos a perfilar como la víctima que es. Asesinado por rubiecitos aburridos que salen de juerga, sin permiso y sin licencia, en el auto de su papá corrupto y burgués. ¿Qué datos tienes? Rápido, que no tengo todo el día, cabro tonto.

– Casado, dos niños chicos.

– Estupendo. Tengo otra viuda. Y un lindo caso. Camión, acelera. A San Miguel nos vamos.

La casa es un modesto chalet de la calle Sebastopol, cerca de la Ciudad del Niño. Todas las cortinas están cerradas y la felpa rosa de los sillones amortigua los sollozos. La suegra lleva a los dos niños pequeños a la cocina. Saúl Faúndez le toma la mano a la joven viuda, que está de negro. Escalona dispara su máquina.

– Por favor, más respeto -le grita Faúndez-. Nada de fotos. ¿Es necesario comercializar el dolor de la pobre señora Verónica? Basta con leer lo que voy a publicar para que el país tenga claro lo que pasó.

– Gracias -dice la mujer entre lágrimas.

– Usted no se preocupe -le dice Faúndez pasándole un pañuelo con sus iniciales-. Con lo que voy a escribir, no va a haber juez que se atreva a dejar a ese cabro Risopatrón libre. Él y su familia van a pagar. Cuando esto termine, señora, el jovencito va desear haberse matado junto a sus amigos. Lo va a implorar.

– Es usted muy amable.

– No se trata de amabilidad. Se trata de la verdad, señora. De justicia. Un choque como éste, a esa velocidad, con esa cantidad de alcohol y drogas en el organismo, merece un castigo más severo que un homicidio con robo a mano armada. Imagínese, dejar a una mujer tan joven y buenamoza sola, viuda, sin ahorros, con esos niños a los que siempre les faltará un padre…

Faúndez se detiene. La mujer está llorando sobre su hombro, destrozada.

– Eso es todo, muchachos. Pueden retirarse. Yo ya salgo. Me pueden esperar en la camioneta.

Escalona y Fernández están apoyados en la camioneta. Uno a cada lado de la puerta del chofer. El Camión está sentado en su puesto, fumando, con la ventana abajo, su codo y su antebrazo absorbiendo el sol.

– Lo hace siempre -parte Escalona-. Cada vez que hay una viuda. Ya estoy acostumbrado. En realidad, todo es un acto. Una actuación.

– No entiendo -le dice Alfonso-. ¿No se enojó contigo por las fotos?

– Esa es la parte principal del show. Si no me reta, su modus operandi se va a la cresta. Falla.

– Perdóname, Escalona, pero te juro que no entiendo. ¿Cómo que está actuando? ¿Actuando qué? Lo que dijo es cierto. Esos cuicos mataron a ese taxista.

El Camión y Escalona se ríen de buena gana.

– Este cabro es muy lento -le dice el Camión a Escalona.

– Lo que pasa es que el viejo es muy pillo. Cuesta entender cómo funciona su mente.

– ¿Podrían tener la amabilidad de ponerme al día? -les ruega Fernández-. No me parece muy gracioso.

– Funciona así -le dice el Camión mirándolo a los ojos durante un buen rato.

– ¿Qué, qué pasa? ¿Por qué me miras así?

– Te miro así porque así mira el Jefe a las viudas. Las hace entrar en confianza. Las hace creer que pueden confiar en él.

– ¿Cómo?

– Mira, cabro, el Jefe es el Jefe y hay que respetarlo. Tiene sus vicios y éste es uno de ellos. Le gusta seducir viudas.

– ¿Viudas?

– Por eso se queda con las fotos.

– Quedarse con las fotos, eso es clave -agrega el Camión-. Si se la entregan, están servidas. ¿Cuánto apuestas, Escalona?

– Apuesto a que sí. Tres lucas. Lo va a lograr con ésta. Si no fuera por la vieja y los niños, se la culea ahí mismo, antes del funeral.

– Yo también apuesto a que sí.

– ¿Apostar a qué? -pregunta Alfonso con exasperación.

– Relájate. Mira. Según Faúndez, cuando una mujer enviuda, en especial si es joven y la muerte del marido fue violenta, queda en un estado de gran emotividad. Se llena de tantas sensaciones que no es capaz de distinguir una de otra. Además, cae en un vacío. Necesita que alguien la proteja.

– Ahí entra Faúndez.

– El viejo la hace sentir que está a su lado. Por eso me echa. Habla mal de los otros diarios. Se transforma en su amigo. Le da confianza.

– Hay veces que se queda tres o cuatro horas -agrega el Camión-. Perdemos toda la mañana.

– Pero vale la pena porque el viejo sale con una gran historia. Y con fotos exclusivas del muerto. Aquí es donde Faúndez juega su jugada maestra. Por eso le dicen «el Peligro Amarillo», por eso todos lo temen y lo respetan. Uno de los motivos por los que la gente no entrega las fotos de los fiambres es que no desean perderlas. Les da miedo que no se las vayan a devolver.

– Como el tipo está muerto, no va a ser tan fácil tomarle fotos nuevas.

– Todas, en el fondo, saben que una vez que esa foto se fue al diario, nunca la van a volver a ver.

– Entonces nuestro Faúndez recurre al viejo truco de la caballerosidad.

Los tres se quedan en silencio.

– Se las devuelve el muy concha de su madre -concluye Alfonso.

– Exactamente -le responde Escalona-. Deja pasar una semana y después se aparece por la casa. Le lleva las fotos, el recorte del diario y una cosita poca. La viuda queda impactada. Y muy agradecida.

– Tan agradecida que se abre de patas -comenta el Camión con una carcajada.

– Sólo ha fallado una vez. El Jefe se las trae. Conoce el pensamiento femenino. Esa es su gracia.