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Es capaz de culearte el cerebro. Sabe cómo manipular a la gente. Es un don que muy pocos tienen.

La puerta de la casa se abre y Faúndez aparece. Mientras camina hacia la camioneta, se coloca su jockey. Los tres lo observan atentos. Antes de llegar a la camioneta, Faúndez saca de su libreta una foto en blanco y negro y la muestra con una inmensa sonrisa.

– Puta el viejo maldito -opina el Camión-. No falla nunca. Por eso siempre se puede confiar en él. Por eso, en el fondo, lo quiero.

Quedar fuera

Intersección de Fermín Vivaceta y Avenida Francia. Una micro se incrustó detrás de una camioneta utilitaria roja. Dos muertos, un niño de cuatro años, Serafín Robles, sentado en la parte de atrás. Causa del accidente: una camioneta frenó bruscamente por hacerle el quite a un cuchepo en estado de ebriedad que se deslizaba, impulsándose con sus manos, sobre un carrito con ruedas. Escalona toma fotos, usa un gran angular para aumentar el tamaño del cuchepo.

Faúndez y Fernández caminan por la estrecha Avenida Francia rumbo a la camioneta que reposa bajo las verdes y polvorientas acacias.

– No se puede uno fiar de un hombre al que le faltan sus presas, Pendejo. Un hombre sin piernas no es un hombre. Es un espectáculo.

Llegan a la camioneta. El Camión tiene todas las ventanas abiertas; se oye la radio Panamericana con su desfile de canciones románticas en español.

– ¿Qué hora es?

– Cuarto para las dos

– Bonito reloj. Caro.

– Me lo regaló mi madre, el día que finalmente pude ingresar a Periodismo, después de dar la Prueba de Aptitud Académica por segunda vez.

– Qué ridículo tener que ir a la universidad para aprender lo que uno ya sabe.

– Pero ahora es distinto. Si uno no entra a una universidad, no puede trabajar en ningún medio. Yo traté de colaborar con radios pero no pude. Tuve que pasarme un año metido en un preuniversitario del barrio Almendral.

– ¿Haciendo qué?

– Estudiando álgebra, don Saúl. Y geometría, logaritmos. Aprendí bastante. Saqué harto puntaje, pero así y todo, con la ponderación, no me alcanzó. Me embarraron las malas notas en el colegio. Quedé en lista de espera. Primer lugar, como en las malas series de la tele. Al borde, pero suficientemente lejos para quedar fuera.

– Qué estupidez. ¿Cómo entraste? ¿Coimas? ¿Aceitaste a alguien?

– La lista no se movía. Estaba destrozado. Hasta que dos semanas después ocurrió el milagro. Un tal Isaac Latorre decidió emigrar, irse a otro país, algo así. Nunca supe adónde. Quise llamarlo para darle las gracias. A veces siento que le debo la vida a ese Latorre.

– Hubieras sido periodista igual, Pendejo. Lo llevas en la sangre. Es parte de ti aunque no lo quieras. Al final, hubieras terminado escribiendo igual. Cuando uno nace con una pasión, no hay grifo que la apague.

– Puede ser, pero eso de estar cerca y no poder entrar a lo que uno siente que es el lugar de uno, ha sido una de las sensaciones más horribles que me han tocado vivir.

– Eso nos diferencia, Pendejo. Yo toda mi vida he estado fuera, nunca logré llegar al lugar donde quise estar. Pero uno se acostumbra. A la larga, eso juega a tu favor.

Voy a ser tus ojos

Un tabloide de la competencia cae al suelo y rápidamente lo absorbe la sangre que se cuela por debajo de la puerta de un departamento de un bloque ubicado por Departamental adentro.

– Puta, el olor. Este fiambre ha estado mucho al sol. Debe estar más podrido que la chucha. Vos, Pendejo, mejor que no respires. Te van a dar ganas de buitrear los garbanzos.

– Sí, don Saúl.

– Escalona, cuando lleguen los pacos me avisas.

– Vale, Jefe.

Alfonso mira a Escalona:

– ¿Una viuda?

– Una vecina. Este viejo dispara de chincol a jote.

Escalona y Fernández bajan dos pisos y van hacia la camioneta. El Camión está debajo de la sombra de un quiosco leyendo el diario y tomando una cerveza. Escalona y Fernández entran a la camioneta.

– Qué olor, no puedo creerlo -dice Fernández.

– No has olido nada todavía. Esto es recién el comienzo. Ya te van a tocar cosas peores. ¿Te acuerdas del choque de los trenes, la tragedia de Queronque?

– No.

– ¿Cómo que no? ¿No viste la portada color? ¿El suplemento especial, con todas las fotos? ¿Quién las tomó? Este pechito. Ahí sí que hubo muertos. El olor de los cadáveres bajo el sol llegaba de a poco, se colaba por los cerros. El valle era un solo cementerio abierto. Como para el Golpe. Ahí sí que tomé fotos. Buenas. Tenía monos de toda la masacre del río Mapocho, los fusilados frente al Mercado. Los milicos me velaron todo. No salió nada.

Alfonso saca de su mochila un libro, enciende la radio y busca una estación de rock.

– Apaga eso. Al Jefe no le gusta que escuchemos música. Dice que nos tapa los oídos. No nos deja oír lo que no nos quieren decir.

– Ah.

– ¿Qué lees?

– Hemingway. Es sobre boxeadores.

– El Jefe fue boxeador. El otro día se afilaron a un cabro en la San Ramón por haber noqueado a un osornino que tenía que ganar. Fue portada. Yo tomé la foto, ¿la viste?

– No.

– Fernández, vos vas a ser grande. Lo sé. Te he estado observando. Acuérdate de mí. Cuando seas famoso, no te olvides de Escalona. Seamos socios. Tú que lees, escribe, hazte cargo de las palabras. Yo pongo los monos. Yo voy a ser tus ojos. Yo voy a ver por ti.

Aparece una patrulla de carabineros y los niños del barrio los rodean y los tocan mientras suben las escaleras hasta el sitio del suceso. Fernández y Escalona los siguen. Del departamento vecino sale Faúndez, su prominente barriga blanca al aire bajo la guayabera que está terminando de abrocharse.

– ¿Todo bien, Jefe?

Faúndez sonríe antes de taparse la boca y la nariz con un pañuelo. Fernández hace lo mismo. Los carabineros tratan de forzar la puerta y terminan por botarla a patadas. Un enjambre de moscas se escapa del interior; vecinos gritan y vomitan.

– Ya, Pendejo, hazte hombre y entra. Mira y reportea. Quiero que te fijes en los detalles. Y no anotas. Mira, imagínate qué ocurrió, trata de pensar por qué quedó esta cagada. Te espero abajo. Y apúrate, que no tengo todo el día. Todavía hay que llegar a despachar.

Fernández entra al departamento. Es un dúplex miserable. Los sillones de plástico están tajeados. Hay sangre café, seca, en todas partes, hasta en la pared, en los paisajes pintados sobre terciopelo. De la baranda de la escalera cuelga una mujer. Está en ropa interior y aunque es blanca, parece negra. Toda su piel está café, hinchada, podrida, con sangre coagulada. Es como si la hubieran inflado. Sus piernas, cada pliegue, están aumentadas por cien. Sus ojos están fijos, blancos. Fernández vomita. Un rati se acerca, lo agarra del cuello y lo empuja fuerte contra la pared.

– No me ensucies el sitio del suceso, reportero concha de tu madre.

Camioneta rumbo al diario. Adelante, el Camión y Faúndez. Atrás, Escalona y Alfonso.

– ¿Ya, Pendejo? ¿Qué pasó allá atrás?

– El tipo, un evangélico, la mató a palos por celos y luego la colgó para que pareciera suicidio.

– ¿Motivos?

– Amor, supongo.

– Pasión, Pendejo. Celos, ansia, deseo. Pero no amor, ¿entiendes? El amor es otra cosa. Lo que pasa es que no se puede vivir sin amor; la gallada hace lo posible por encontrarlo. Por eso lo confunden todo y queda la tendalada. Por eso se habla de crimen pasional.

– Cierto.

– Recuerda esto: una persona, sea del origen que sea, da lo mismo que sea el huevón más aristocrático o el tipo más torreja, al final, la gallada es gobernada por sus emociones. Eso es lo penca. Uno trata, pero al final el animal ruge. Si el amor hubiera estado presente, Pendejo, nosotros ni siquiera estaríamos hablando de ellos.