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– Estarían vivos, entonces.

– Estás aprendiendo, Pendejo. Me gusta eso.

– Este cabro va a ser famoso, Jefe -dice Escalona-. Lo presiento.

– Siempre y cuando no se deje llevar por sus pasiones.

Amor paterno

El lugar es un mal terminado condominio de ladrillo blanco en la población Los Rosales, en el corazón mismo de La Granja. Del departamento 11 aún emana olor a cadáver descompuesto. La puerta está cerrada aunque una cinta de plástico amarillo ataja el paso y deja claro que el lugar ha sido clausurado. Ya no hay ni detectives ni carabineros. Sólo vecinas que circulan en su diario trajín.

– ¿Esto fue ayer, entonces?

– Ayer. Yo les avisé a los pacos. Por lo del olor -explica una mujer con varios meses de embarazo.

– Ya se estaba haciendo insoportable -interrumpe otra.

– Es que tantos días sin que salieran era como para sospechar, ¿no? -informa una tercera.

– Tenían una relación rara -afirma la primera mujer-. De eso no hay duda. Yo siempre lo dije.

– A mí me daban un poco de asco. Poco natural.

– A ver, calma. De a una -les dice Faúndez-. Ordenémonos. Partamos por el principio.

Alfonso Fernández anota en su libreta. Escalona les toma fotos. A medida que hablan, se acercan más vecinas. Casi todas visten delantal.

– ¿Qué es lo que pasó? -parte Faúndez.

– Que vivió cinco días junto al cadáver de su hija. ¿Le parece poco?

– La finada era tontita.

– Deficiente mental -rectifica una-. Bastante retardada la pobre.

– Síndrome de Down -le corrige en forma severa Saúl Faúndez-. Nació con el Síndrome de Down. Así se llama la enfermedad.

– Lo que sea, pero era tontita la pobre. Y fea. Todos los cabros la agarraban para el tandeo.

– Yo creo que el viejo la mató y después no se atrevió a salir.

– Se murió de enferma, no más, Gladys. No exageres. Si se sabe que los tontitos duran poco. Como los perros.

– ¿Por qué dice que la mató? -la interroga Faúndez con un tono de malestar-. ¿Tiene pruebas?

– Bueno, mire, el viejo estaba senil, como se dice. Y solo. Viudo de toda la vida. Él la crió.

– Y ella, por retardada que fuera, era toda una mujer, no sé si me explico. Tenía más de treinta.

– Treinta y cuatro. Lo escuché en la radio. Se veía menor, eso sí.

– Es que era tonta. Jugaba con muñecas. Se peleaba con las niñitas chicas de acá del bloque.

– Disculpe, señor periodista -interrumpe una señora canosa-. Yo creo que fue algo natural. La niña ésta se murió por causas naturales y el pobre viejo, afligido de pena, no aceptó que se fuera al otro lado. Trató de retenerla. Le hizo el quite a la pelada y siguió la vida como si nada. Hasta le preparaba comida y se la llevaba a la cama donde la pobre Elenita yacía muerta.

– Más de una semana estuvo así. Y con estos calores.

– Cinco días. No exageres, tampoco.

– La Nanita era la razón de su vida. Como don Edmundo estaba medio gagá, ella se encargaba de todo.

– Juntos no armaban uno. Ella tonta y él con alsái no sé cuánto.

– Alzheimer -corrige Alfonso.

– Se olvidaba todo. Y estaba cada día más flaco. Parecía tallarín.

– Volvamos a su teoría, señora -dice Faúndez-. ¿Por qué cree que se trata de un parricidio?

– Es por lo que vi. Yo entré al departamento con uno de los carabineros. Le ofrecí un tecito. Era lo menos que podía hacer. Después él me contó los detalles.

– ¿Qué detalles? -pregunta Alfonso.

– Encontraron varios frascos vacíos de Diazepam.

– Creen que cuando la abran en la morgue van a encontrar la droga adentro.

– El padre quería que ella siempre estuviera cerca. Y a la tontita le gustaba salir. No se daba cuenta de que él se estaba poniendo senil.

– Cuando don Edmundo era más joven, dormía con ella.

– Siempre durmieron juntos.

– Tenían relaciones. Una comadre mía vio a la tontita en el consultorio. El viejo la llevó para hacerse un aborto.

– No fue así, Irene. Lo que yo escuché es que, después que enviudó, cuando la tontita tenía como doce años, la mandó operar. Le sacaron el útero. Eso se hace mucho con las tontitas, no ves que si no las pobres parirían una vez al año. Si se meten con cualquiera. Como no saben, los cabros se aprovechan de ellas.

– Los mismos chiquillos del bloque han contado que cuando el viejo salía, la Nanita les hacía cosas. Ellos le compraban dulces y se aprovechaban de ella.

– Medio puta, la pobre.

– Yo creo que la mató, porque según el carabinero, el viejo llamó a su hermana de un teléfono público. No hablaba con ella en meses. Le dijo que quería mucho a su hija, que echaba de menos a su mujer y que no se preocupara por nada.

– La hermana no hizo otra cosa que preocuparse. Se vino desde Chillán. Llegó cuando el espectáculo ya había terminado.

– Cuando Carabineros entró, el viejo estaba desnudo, abrazado al cadáver en descomposición. ¿No le parece eso un poco raro?

– Hay gente así, Gladys.

– Disculpe, ¿esto cuándo va a salir? ¿Esas fotos las van a publicar?

Ponle color

– A ver, veamos cómo va esta cosa. ¿Qué hora es?

– Las cuatro.

– Tenemos tiempo. El cierre es a las siete. En mi época, Pendejo, era a las doce, una de la mañana. Se trabajaba hasta tarde. Como hombres. Más que reporteros, ahora parecemos secretarias. Por eso la profesión está tan mala. Una vez que llegaron los universitarios y el oficio pasó a ser carrera, todo se fue a la mierda. Lo peor que le pudo pasar al periodismo fue que lo oficializaran. Mientras más inculto era el reportero, más posibilidades tenía de sorprenderse. Y de aprender. Ya, veamos, pásame ese vaso de café.

De un balazo a quemarropa en el corazón murió la peluquera Irma González Cornejo, de 45 años, a manos de Emma Cáceres de Alfaro, la esposa de su amante, Esmeraldo Alfaro Castro. Éste resultó con heridas en la región púbica, inferidas por su cónyuge con un arma cortopunzante. El hecho de sangre ocurrió anteayer en el número 33 del pasaje María Teresa, en la comuna de Santiago.

– Mal, todo mal, Pendejo. No me gusta nada. Mano de universitario que hace sus tareas. Lo pudo haber escrito el huevón de la imprenta.

– Pero contesté las preguntas básicas, ¿no?

– Y yo me limpié la raja después de cagar. ¿Y? Media huevada. Con eso no basta. No te me pongas chúcaro, cabrito. Aquí vas a aprender aunque tenga que darte correazos en los dedos.

– Disculpe.

– Nada de disculpas. Mira, cámbiate de asiento y yo le voy a meter un poco de mano. Después sigues tú, imitándome. Pongámonos un poquito Clarín para las cosas, ¿te parece?

– Nunca lo he leído, don Saúl.

– Y cómo te atreves a trabajar en un diario, entonces.

– No había nacido.

– Mira, Pendejo, vamos a titular esto bien. A lo Gato Gamboa, con humor y precisión. Al final, eso sí, una vez que esté listo. No todavía. El título y la bajada van a responderte todo lo que quieras. Vas a leer el titular y aunque seas tarado vas a entender todo lo que pasó. Tus profes van a poder satisfacer las respuestas a sus cinco preguntas maracas. Nosotros nos vamos a preocupar de la historia. Solamente de eso. ¿No quieres ser escritor? Entonces mira.

Una iracunda y celosa esposa, indignada porque su marido había pisado la raya y abusado del acuerdo que ambos tenían respecto a sus «entretenimientos» femeninos fuera del hogar, decidió por fin terminar con el sádico pacto que había entre los dos y asumir su condición de mujer.

– ¿A qué hora fue? Revisa tus apuntes.

– A las siete y media de la mañana.

Cuando el reloj marcaba las siete veinticinco de la mañana y la temperatura todavía descansaba, Emma Cáceres de Alfaro, su mano temblando y sus ojos repletos por el deseo de venganza, tocó a la puerta de la modesta casa número 33 del desarrapado pasaje María Teresa, en la calle San Diego a la altura del 1500.