Выбрать главу

El que abrió la puerta fue Esmeraldo Alfaro Castro, su cónyuge por la Iglesia y el Estado durante más de veinte años. Emma Cáceres no se sorprendió de verlo desnudo, pero no estaba preparada para sentir el embriagador aroma de sexo y mate hervido que salió a recibirla. Tampoco imaginó ver los jugos de su rival resbalar del miembro aún erecto del único hombre que jamás había conocido.

– Disculpe, don Saúl, pero eso no me consta.

– Es para darle realismo y color. Ella me dijo que nunca se había metido con otro. Si sale libre, me la sirvo bien servida. No estaba nadita de mal la comadre.

– Me refiero a eso del olor y el…

– ¿Olor a parrillada crees que había?

– En la Escuela nos enseñaron que nunca se podía escribir sobre fluidos u olores corporales. Que eso agredía al lector.

– Que se vayan a lavar la canoa los culeados. A veces no te entiendo, Pendejo. ¿Puedo seguir? ¿O vas a seguir interrumpiéndome con mariconadas?

– Siga.

– Si la mina casi se lo corta, porque ésa era su intención, ella misma me lo confesó, entonces el infeliz tiene que haber tenido la corneta medio parada. ¿Cómo vas a cortar una diuca suelta, que cuelga? Dime.

– Puede ser.

– Es. Uno tiene los datos y rellena los espacios. Mira.

Emma Cáceres empujó a su marido y con un cuchillo vasto y filudo, que no por casualidad medía 18 centímetros, se lanzó contra el adúltero miembro viril. Un rápido reflejo de Esmeraldo Alfaro le salvó su orgullo, pero no su estómago, el cual fue rebanado por la vil mujer. Los intestinos desbordaron el surco rojo de la herida que le partió el abdomen y cayeron al piso de madera recién encerado.

– El piso era de baldosas.

…y cayeron al piso de baldosas recién encerado. Los gritos de Alfaro despertaron a la peluquera Irma González que yacía desnuda y tendida en la cama de dos plazas. La rival adúltera sólo atinó a taparse la cara con su almohadón de plumas antes de que Emma Cáceres le disparara, con un revólver calibre 22, directamente sobre su pezón izquierdo color frambuesa.

– Ya, Pendejo, me aburrí. Sigue tú. Explica bien eso del acuerdo que había entre marido y mujer. Mira que eso me interesa muchísimo. Hay muchos matrimonios por ahí que tienen un contrato parecido. Partiendo por mí.

– ¿Cómo?

– Cuando crezcas, te cuento. Ahora sigue tú. Y ponle color, Pendejo. Ponle harto color, eso es lo que quiero. No te reprimas y usa tu imaginación, que para eso está: para ponerse en el lugar del otro y ver lo que uno no vio.

Foto portada

Domingo, once de la mañana, calles vacías, olor a misa. Un tal Galíndez maneja la camioneta. El Camión y Faúndez están en sus respectivas casas. Escalona y Fernández, de turno. El Chacal se lo explicó claro y Tejeda, el editor con la caspa como granizo fresco, se lo reafirmó. Durante los turnos se reportea lo que haya. Lo que te pide tu editor de turno.

La mañana ha estado lenta. Asaltaron una botillería en la calle Santa Rosa, anoche, cero muertos, poca plata. Foto del local. Versión igual a la de los pacos. Conferencia de prensa, exigua asistencia, de sindicato de taxis-colectivos: anuncian rebaja de tarifas por temporada de verano.

Alfonso baja la ventana y relee el parte policial. Varios ahogados, en tranques, Cartagena, ríos. Ninguno en Santiago, todos en forma rutinaria, nada digno de transformarse en historia, nada que merezca viajar hasta allá y justifique el esfuerzo.

– No sé cómo vamos a rellenar esas páginas. Ojalá que no nos den mucho espacio. Volvamos al diario. A lo mejor el cable trae algo. ¿ La Roxana está de turno?

– No, pero el Jefe dejó cosas guardadas. Pasemos a la Vega a comprar fruta. Te invito a un borgoñita, Fernández. Galíndez, métete por la Panamericana y ahí salimos a Santa María.

– Vale.

La camioneta deja las derruidas casonas de El Llano e ingresa a la autopista de la Panamericana. El viento del verano deja todo limpio; las siluetas de los edificios del centro se perfilan diáfanas y equilibradas. La radio toca tangos al mediodía. Goyeneche canta Tinta roja.

– Gol.

– ¿Qué? -dice Alfonso.

– Tenemos materia prima. Galíndez, estaciónate, rápido.

Un carabinero está desviando el tránsito. En la pista de la izquierda, la última, yace un cuerpo tapado con diarios. Mirando en dirección contraria, hay un taxi con el parabrisas totalmente destrozado y lleno de sangre.

– Tenemos exclusiva, Fernández, los únicos buitres somos nosotros. Este huevón está fresquito. Andamos con suerte.

Un hombre joven, 31 años según su licencia de conducir, identificado como Francisco Fernando López Olate, murió trágicamente al ser arrollado durante varios metros, y a alta velocidad, por un camión primero, y después por un taxi. El sangriento incidente ocurrió a las 11:23 de una cálida mañana dominical a la altura del Paradero 3 de Ochagavía, a metros de una pasarela peatonal que atraviesa esa vía de alta velocidad que es la carretera Panamericana.

La causa de la muerte de López Olate no fue la fuerza del impacto del camión Pegaso, sino una circunstancia de índole más moral. Francisco Fernando murió por un gesto amable, de ésos que dicen que no cuestan nada. Pues bien, a Francisco Fernando le costó la vida. En su gesto humano se le fue la humanidad. Pero queda el gesto.

López Olate fue arrollado al cruzar la calzada para rescatar el camioncito de plástico de un niño que había caído desde la pasarela y estaba a punto de ser destrozado por los vehículos, a vista y paciencia del chico que gritaba con horror desde la altura.

– ¿Tienes todos los datos, los nombres? ¿Qué más te han dicho los pacos? Yo ya tengo fotos de la abuela y del pendejo. Quiero armar una foto con el camioncito. ¿Te fijaste que es del mismo color que la camioneta? Y del Pegaso que escapó. Que no se te vaya una, huevón, mira que esto te lo va a leer mañana el Jefe.

Francisco Fernando, oriundo de la populosa comuna-dormitorio de San Bernardo, manejaba una camioneta pick-up Ford roja cuando vio el camioncito tirado en el pavimento. Quizás pensó, y en ese caso acertó, que era un reciente regalo de Navidad. Su impulso caballeresco, originado en su condición de padre, hermano, tío e hijo, fue tomar el camioncito de plástico rojo y ponerlo a salvo para que el niño, que estaba con su abuela arriba en la pasarela, pudiera recuperarlo cuanto antes.

López Olate detuvo su camioneta en forma correcta sobre la berma y encendió sus luces intermitentes. De su radio emanaba música sacra. Cruzó la calzada y recogió el camión, pero justo entonces otro camión, también rojo, marca Pegaso, gigantesco, repleto de cemento, lo golpeó de lleno, lanzándolo varios metros por el aire. Un taxi que venía sobrepasándolo por la izquierda recibió el cuerpo ya destrozado de López, quien cayó, como un ángel, arriba de su parabrisas, que se rompió en mil pedazos. En medio de su infortunado vuelo, López soltó el camioncito, el cual también voló hasta depositarse, sano y salvo, sobre la berma.

El primer impacto le reventó el cráneo y el otro golpe lo remató y lo llenó de astillas de vidrio. El camión rojo, marca Pegaso, cargado de cemento, continuó su viaje como si nada hubiera pasado. El taxi, conducido por Osvaldo Campos, 40 años, pasó encima del cuerpo, giró y se detuvo en medio de los aterrados gritos de la abuela y el niño, que contemplaban toda esta escena desde un palco privilegiado.

– Fernández, tenemos problemas. La foto no sirve. Esta huevada puede ser portada color. Es demasiado buena pero estamos mal.

– ¿Qué pasa? No tienes rollos.