– Imbécil, cómo se te ocurre. Fíjate en el cuerpo.
– ¿Qué?
– Los diarios.
– Están empapados de sangre, si sé.
– Es el Extra. Fíjate, dos portadas del Extra, salta a la vista la típica gráfica rococó. No podemos publicarlo. Portada color y nosotros publicitando a la competencia. El Chacal me lo mete hasta el fondo.
– Toma otro ángulo. Consíguete el camioncito y ponlo frente al taxi.
– El fotógrafo soy yo. Yo diseño el mono, ¿entendiste? No tienes derecho ni a voz ni a voto. Ahora apúrate, anda a comprar unos Clamor y yo armo la toma antes de que lleguen los del Médico Legal.
– ¿Cómo?
– Hazme caso, yo sé. Confía. Corre, que te conviene.
Alfonso corre por la berma hasta una de las salidas de la carretera. Ya en la calle, ve un quiosco a media cuadra; sigue su trote hasta llegar, sin aliento, al local. Compra tres ejemplares y corre de vuelta. Desde lo alto ve el cuerpo, el taxi, los carabineros, la camioneta amarilla y la larga fila de autos atochados uno detrás del otro.
– Conseguí tres. Los últimos.
– Esto merece gran angular. Ahora mira, yo distraigo a los pacos, tú anda donde el cadáver y tapa los diarios con el nuestro. Fíjate que las portadas miren hacia mí. Y deja algunos de los que están más empapaditos a la vista porque eso le da color. Ya, un, dos, tres, te fuiste.
Alfonso se acerca al cadáver y ve cómo las gotas de sudor de su propia frente caen sobre las hojas de los diarios que, en vano, tratan de cubrir el cráneo destrozado del muerto. Cierra los ojos ante la visión de la esponjosa masa cerebral sobre el pavimento hirviendo.
– ¿En qué chucha me he metido? -piensa en voz alta.
Alfonso cumple las órdenes de Escalona en forma automática. Tira las páginas sobrantes sobre la sangre que está al otro lado del cuerpo.
– Aléjate -le grita Escalona.
Alfonso se hace un lado y mira como el fotógrafo, casi acostado en el suelo, enfoca y dispara una y otra vez. Muy cerca de su lente, las ruedas del camioncito de plástico están dando vueltas mirando al cielo. Detrás de Escalona, Alfonso divisa a una señora mayor de la mano de su nieto, de pantalones cortos.
– Esto es portada color, Fernández. Nos van a amar. Lo único capaz de levantar esta foto es que se muera el Papa. Y eso, huevón. Esta fotito va a vender más que una goleada del Colo. Te anotaste un punto.
– Me anoté más que eso, Escalona.
Todos los días muere alguien
Los días pasan, calurosos y polvorientos donde no hay pavimento, las casas apenas se sostienen y la única agua potable del sector sale de un grifo para refrescar a los niños que vagan por ahí. Santiago es una ciudad muy grande para siquiera intentar conocerla. Todos los días -todas las noches- muere alguien. Da lo mismo, la morgue siempre está repleta, los pacos llenan informes: atropellos, suicidios, estocadas, asesinatos, venganzas, violaciones, incendios, lo que sea. La sangre riega los barrios más pobres y se queda pegoteada en las cunetas. Monreros, lanzas, timadores, sicópatas, travestis, de todo hay en esta podrida viña del señor. Todas las noches son iguales y, cada vez que amanece, surge un nuevo día y hay dos o tres páginas en blanco que llenar, ojalá una portada a color, porque la gente pide que le ilustren sus historias, quieren saber qué pasó, de qué se salvaron, quieren satisfacer sus deseos, sus temores, dar gracias a Dios porque eso que leen les ocurrió a otros y no a ellos.
Faúndez, Escalona, el Camión y Fernández, «el Cuarteto de la Muerte», entran y salen de los distintos sitios del suceso. Preguntan, interrogan, fotografían, anotan, recorren calles y callejones, poblaciones y asentamientos, cités y bodegas. Se los ve en Huechuraba y en la calle Exposición, mirando cómo sacan a un ahogado del canal Las Perdices, el incendio de un hogar de ancianos por Vivaceta, un parricidio en la población Tejas de Chena, un choque múltiple en Diez de Julio, un descuartizado en la vieja estación San Eugenio, dos muertos abrazados dentro de un auto en un mirador del cerro Calán.
Saúl Faúndez abre una cerveza bajo el toldo de un pequeño quiosco al lado de un paradero de micros, al final de La Pintana. El polvo es compacto y la cordillera, imponente y cercana, es de roca viva. Escalona fotografía el cadáver de un chofer, Estanislao Céspedes, 31 años, que murió de un punzazo en el pulmón. Se lo infligió un pasajero delirante que luego escapó. El chofer manejó cuadras y cuadras desangrándose y cuando llegó al final de la línea, expiró sin alcanzar a apagar el motor.
– Otro consejo, Pendejo, y escúchame bien porque no me sobra saliva y prefiero gastarla en otras cosas. Métete por la raja tu universidad y tus notas y esas malditas pirámides invertidas. Si te veo escribiendo una, te pateo hasta alisarte las bolas, ¿me entendiste? ¿Cuántas veces hay que decirte las cosas, por la puta? Si la gallada quiere información, para eso escucha la radio, escucha al chico Quiroz. Quiero que tú escribas lo mejor que puedas. Quiero lo más parecido a la literatura. Rasca quizás, pero literatura al fin y al cabo, ¿me entiendes?
Faúndez se estira, su vientre aumenta aun más y baja la guardia. Pide otra cerveza. Fernández sorbe una mineral.
– Quiero un punto de vista, una mirada. Ese es el secreto, Pendejo. Si tienes eso, lo tienes todo. La primera frase es la más importante, es cierto, pero quiero algo más que el qué, quién, cómo y no sé qué chucha más. Quiero que dejes caer una sensación, una atmósfera, un miedo. Que el lector entre, enganche y se identifique. En Santiago todos los días muere alguien. Ocurre todos los días. Ya no es novedad. Esa es tu misión: lograr que el fiambre ése parezca el primero. Pica la cebolla, Pendejo, pero pícala fina. Que te llegue a dar vergüenza. Así se mide si lo que uno escribió está funcionando. Si quieres ser escritor, como me han dicho por ahí, viniste al lugar adecuado. Vas a encontrar material. Tanto, que te va a sobrar.
Faúndez deja la cerveza y camina hacia unos enjutos sauces que se alzan a orillas de una acequia. Más allá, al otro lado de una cancha de fútbol de tierra, las antenas de televisión elevan el chato paisaje de las mediaguas. Faúndez se baja el cierre y comienza a mear. El arco de su chorro es elevado y cae en el agua que fluye entre las piedras. Alfonso Fernández lo imita.
– Consejo tres: por sensacionalista que seas, recuerda que eso te pudo ocurrir a ti. No sólo ser asesinado. Asesinar, también. O violar. Nunca se sabe. Cuántas noches a uno no se le ha pasado la mano. El ser humano es muy débil, muy frágil, Pendejo; la rabia puede traicionar tus principios más sólidos. Nunca juzgues y ten piedad; no te olvides de que nadie nace queriendo ser pato malo. Sucede. Uno propone y Dios, supongo, dispone. La única diferencia entre tú y ese asesino es que tú lo pensaste y él lo hizo. O a él lo pillaron. Nadie está a salvo y todos, de alguna manera, tienen la razón. Que no se te olvide, Pendejo. Cuando volvamos, me voy a ir a otra parte. Una cita con una dama. Tú vas a escribir todo lo que nos ha tocado ver hoy. Sabes que espero lo mejor de ti y no tengo ni tiempo ni energías para que me vengas a defraudar.
Remojar el cochayuyo
El día está flojo y la víspera estuvo peor. Ningún hecho de sangre digno de reportear. El único muerto fue un electrocutado al que se le cayó la radio dentro de la piscina de plástico.
Faúndez deja su taza de café y revisa unas hojas que están sobre el escritorio del detective Vega.
– ¿No tiene nada para mí?
– Roxana despachó esto hace poco. Llegó recién. Nos golpeó. La brigada de Temuco no alcanzó a avisarnos cuando ya Roxana se lo había contado al mundo.
– Así es ella. ¿Algo bueno?
– No tan malo. Un araucano, Rubén Paillán, estudiante de ingeniería que trabaja de noche en uno de esos minimercados que hay en las bombas de bencina, mató a un chico de sociedad que andaba de vago, perdido.