En menos de un año mi mirada provinciana y clasemediera se diluyó en la enrarecida atmósfera a la que tanto había aspirado a ingresar y en la que tan poco trabajo me costó hacerlo. Mi lenguaje, mis costumbres y mis ingresos mutaron con asombrosa facilidad. No fue difícil; durante toda mi corta vida no había hecho otra cosa que practicar. El gran ventanal que me separaba de los capitalinos ya estaba grasoso y lleno de vaho de tanto pasarme, por años y años, apoyado en él, observando cada detalle y movimiento, convencido de que algún día se vendría abajo y yo simplemente daría un paso para entrar a esa gran fiesta a la que nunca me habían invitado porque tuve la mala suerte de nacer donde nací.
Llegar a Santiago lo dividió todo en dos, antes y después, el comienzo y el fin. No venía de muy lejos, es cierto, Quilpué primero, Viña del Mar después, pero aquí en Santiago se hallaba todo lo que yo buscaba. Desde muy joven me había embriagado estudiando los mapas, aprendiéndome de memoria las estaciones del Metro, entendiendo las sutiles diferencias entre La Reina y Peñalolén. Cruzar la frontera me parecía imposible; transformarme en capitalino, también. Dos horas en bus suman muchos kilómetros cuando se tiene la certeza de que todo lo que a uno le interesa no sólo está en otra ciudad, sino en otro universo. Leía los diarios y las revistas de Santiago y subrayaba los giros, los locales nocturnos, las claves y los códigos que me permitirían cruzar esa puerta prohibida.
Instalarme en el departamento de mi abuela e ingresar a la universidad fue fundamental. Pero al poco tiempo me di cuenta de que era más doloroso estar en la capital, a metros de las editoriales y los diarios y las librerías y los cafés, y no tener acceso a ellos, que vegetar en mi apacible ciudad balneario. Ni económica ni socialmente me hallaba cerca de mis objetivos. Entendí que sólo vía mi sangre, mi tinta, tendría alguna oportunidad.
Caer en esa escuela aclanada y promiscua, donde la única obsesión era la política y la venganza, no fue el mejor comienzo. La desesperación en que me sumergí me impulsó a continuar adelante. Me aislé, recurrí a la concentración, abracé las ficciones y tracé mi camino. Mi meta era El Universo. Estar ahí, ser parte, sentir el poder y regocijarme en él. Mi otro plan era más un sueño, menos probable pero infinitamente más seductor: antes de ser muy viejo, algún libro mío iba a estar expuesto en las vitrinas de las librerías de mármol y acero iluminadas por dentro.
Un error burocrático que sigo sin entender cambió mi carrera. La secretaria de la dirección de la escuela archivó mal mi postulación y terminé haciendo mi práctica en El Clamor, un tabloide de prensa amarilla que siempre desprecié porque era el diario que devoraba mi familia.
Pero quizás me estoy extendiendo demasiado. Tal como el gerente del banco, que tuvo que trepar mucho para llegar hasta donde llegó, también yo invertí años y años como allegado en un mundo que ignoraba mi existencia, y logré lo que kilómetros de columnas en un diario jamás podrían conquistar. Escribí un libro. Más importante aun, lo publicaron. Alfonso Fernández Ferrer de pronto apareció en el mapa.
Mi primer y único libró fue un conjunto de cuentos interrelacionados que se lanzó al mercado con el advenedizo e irritante título de El espíritu metropolitano. Tal como esperaba mi editor, fue recibido con el mismo entusiasmo e hipocresía con que un afuerino es acogido en un exclusivo club que sabe que no puede seguir prohibiendo el ingreso de nuevos miembros por pánico a quedarse sin socios. Obtuve la bendición, vendí bastante y, luego de que El Universo tuviera la gentileza de hacerme entrar al panteón, los restantes críticos me trataron como la gran esperanza blanca, recurrieron a ostentosos adjetivos y cayeron en la trampa. Dijeron que mi voz era «esencialmente capitalina y moderna», y fueron incapaces de advertir que lo único que tuve a mi favor fue un buen diccionario de sinónimos y antónimos. Me amaron, pero nunca entendieron por qué. Yo tampoco. A la hora de los premios, nadie se atrevió a contradecir a la mayoría; para ser un libro compuesto por ocho cuentecillos y doscientas dieciséis páginas, vaya que acumuló dinero y distinciones. Lo curioso es que, más allá de lo que se decía en la prensa, yo no estaba muy de acuerdo con la fanfarria. El libro, mal que mal, fue escrito con más estimulantes que corazón. En Chile, por suerte, llegar arriba no cuesta mucho si uno es capaz de tocar las fibras adecuadas. Bajar tampoco.
Mi carrera, no mi vida, comenzó a dar frutos. Mis editores lograron dos o tres traducciones en editoriales menores de países con alto índice de chilenos exiliados. Y, aprovechando que la prensa publicaba cada frase que se me ocurría pronunciar, anuncié con bombo mi primera novela, que bauticé como Recursos humanos; para demostrar que no estaba mintiendo, adelanté un primer (y único) capítulo en una revista universitaria que no tenía circulación pero sí suficiente pedigree. Lo encontraron genial.
Pero Recursos humanos se estancó muy pronto, porque yo carecía de experiencias para seguir desarrollando mi saga familiar: poco y nada sabía de mi padre, era incapaz de retratar bien a mi madre y el personaje central, que era yo mismo, me resultaba un perfecto desconocido. Por mucho que me levantara temprano, me aislara y tomara litros de café, la novela se transformó en un callejón sin salida.
Encaucé entonces mis esfuerzos en mantener la pluma firme, la tinta líquida, mi nombre en circulación y las cuentas al día. Seguí escribiendo más columnas con seudónimos, dando charlas en institutos y asesorías publicitarias. A medida que fue pasando el tiempo y el espíritu metropolitano se fue enfriando, comencé a desesperarme: escribía artículos periodísticos sobre cultura, comentaba con gracia y acidez los restoranes de moda, y reseñaba novelas que no leía. Acepté lo que me ofrecieron. Guiones de documentales, memorias de banco, discursos para políticos, biografías por encargo de empresarios y deportistas donde hacía de autor fantasma, dos o tres talleres llenos de señoras con dinero de sobra. Terminé de jurado en decenas de concursos y seguí al Presidente en embajadas culturales ambulantes por el Medio Oriente y el Pacífico Sur, antes de anexarme un nicho en una revista del corazón para aspirantes a intelectuales: durante trece meses entrevisté a cincuenta actrices de telenovelas, las mismas que luego formarían parte del extenso e insoportable elenco de Región Metropolitana, ese mamotreto de más de tres mil seiscientas carillas que me llenó de dinero (dos departamentos, acciones, una casa nerudiana a orillas del mar) y ofertas, pero me dejó más vacío que un actor que termina una obra y no encuentra el aplauso.
Martín me ha dicho que todo aquello que uno entrega, no lo recupera. Algo así. Él insiste en comparar la literatura con el agua. Dice que uno tiene acumulada dentro del cuerpo una limitada cantidad de litros y que cada vez que la usa, sea para bien o para mal, caen gotas. Una novela puede gastar unos cuatrocientos centímetros cúbicos. Un cuento, treinta. Una columna, quince. Y vamos sumando. Vergara piensa que por escribir tanto me quedé sin nada que decir. Desperdicié mis litros. Terminé vaciado. Seco.
Martín Vergara usa el pelo tan corto que cuando recién lo conocí pensé que se trataba de un lanza rapado en los sótanos de la calle General Mackenna. Su porte y su prestancia obligan a pensar que se alimentó con cereales y leche e hizo mucho deporte. Por mucho que intente disfrazarlo, sus viejas poleras de rugbista lo remiten a colegios británicos, y durante las reuniones de pauta sus menciones a capitales lejanas delatan que, más que ser un experto en geografía, ha recorrido en persona buena parte del globo.
Martín Vergara tiene la intolerable costumbre de andar siempre enchufado a su walkman, como si tuviera pánico del silencio y de sus propios recuerdos. Tampoco le falta dinero. Más bien le sobra. En este aspecto, poco tiene que ver con mis inicios. Lo mismo ocurre con su universidad. Si bien a ambos nos costó ingresar porque tropezamos con el arbitrario filtro que prueba la aptitud pero ciertamente no la vocación, el destino de Vergara se solucionó en una tarde. El mío demoró dos años y no poco dolor, pero los tiempos eran otros y, por mucho que intento anotar las semejanzas entre Martín y yo, lo honesto sería consignar que son muchas más las diferencias.