– ¿La próstata, Jefe?
– Supongo. Señal de que uno envejece, cuando debería ser al revés.
– Mejor hacerse ver.
– No me interesa que un tipo me ande manoseando la diuca, Escalona. Además, es bueno mear harto. Botas las enzimas que te hacen mal. ¿No es así, Pendejo?
– No lo sé, don Saúl. Me imagino que sí.
– Qué vas a saber vos de problemas de pico. Todavía no aprendes a usar bien el tuyo. Esa Nadia parece que es una calienta-huevas.
– Tenemos que conseguirle una minita. Yo tengo varias -señala el Camión.
– Pendejo, disculpa la confianza, pero me preocupo. Ya que no te estás comiendo a la Nadia, al menos espero que te estés pajeando lo suficiente.
– ¿Disculpe?
– ¿Tú sabías que los tipos que no descargan su semen terminan envenenándose? La leche se te sube al cerebro y te carcome las neuronas. A veces es bueno, porque te carga de energía y hasta te purifica. Te deja como a mil, a punto a estallar, como si hubieras aspirado mucha pichicata. Pero al final, te hace mal. Por eso los curas son como son. De tanto hacerle el quite al sexo, terminan inflados de moco.
Las moscas que circundan la choza se toman en serio. Atacan a todos los que deambulan por ahí. Ni siquiera la bolsa de plástico llena de agua con vinagre que cuelga de una de las vigas sirve de amedrentamiento. La cantidad de animales sueltos tampoco ayuda. Gallinas, patos embarrados, una serie de perros quiltros, conejos con los ojos colorados. Faúndez patea un cerdo y lo hace chillar.
El sol cae recto sobre la tierra y el aire está tan espeso de polvo y temperatura que no se mueve. La choza está en una suerte de parcela-población, trozos mínimos de tierra miserable ubicados a ambos costados de la carretera Panamericana, a escasos kilómetros del pueblo de Paine.
– Oye, chica, ¿está tu madre? Llámala. Dile que somos del diario.
Según los partes policiales, Paine, la capital de la sandía, sede del festival de esa fruta roja y del grupo Los Chacareros de Paine, se está transformando en un foco de delincuencia juvenil. Una banda de chicos descarriados, autodenominados Los Tomates, justamente por dedicarse a recoger tomates, está tiñendo de sangre el fértil suelo de esta bucólica zona del Valle Central, cuarenta kilómetros al sur de la capital del país.
En efecto, alrededor de medio centenar de niños entre doce y dieciséis años se encaminan aceleradamente y sin freno por la senda del delito, la corrupción y el vicio. Hace dos semanas atracaron y agredieron a Daniel Quiñones Bello, comerciante de 52 años que tiene un puesto de menestras y frutas a un costado de la carretera Cinco Sur, a la altura de Linderos. Las diligencias efectuadas por la Decimoséptima Comisaría de la Policía de Investigaciones indican que tres muchachos, todos miembros de la pandilla Los Tomates de la cercana localidad de Paine, se confabularon para robarle a Quiñones. El hecho delictual ocurrió alrededor de las 21 horas, en momentos en que anochecía, cuando los tres chicos, el mayor de 16 y el menor de 12, llegaron hasta el local y procedieron a distraer al comerciante simulando la compra de frutas y bebidas. Mientras Quiñones atendía a dos de ellos, un tercero, identificado como Marcelo Pinilla Sazo, de 14 años, esgrimía una botella de vidrio de un litro de gaseosa y la estrellaba contra el cráneo del comerciante, haciéndole perder momentáneamente el conocimiento, ocasión que aprovecharon para despojarlo del reloj, treinta mil pesos, una cifra no aclarada de dólares y varios kilos de guindas corazón-de-paloma.
– ¿Señora Sazo?
– Sí, dígame.
– ¿Usted es la mamá de Marcelo Pinilla?
– Así es.
– Buenas tardes. Saúl Faúndez, para servirla. De El Clamor.
– ¿De El Clamor? ¿En serio?
Tres días después del asalto, el cuerpo de Marcelo Pinilla Sazo apareció muerto junto a la vía férrea en lo que se considera un accidente, aunque distintas versiones aseguran que se trata de un homicidio perpetrado por integrantes de la propia pandilla Los Tomates.
– A mi hijo lo mataron, señor, y lo hicieron aparecer como un accidente.
Sara Soza, madre del extinto Marcelo Pinilla, está curtida por el tiempo, le faltan algunos dientes y posee una mirada que denota esfuerzo. Sara Soza se ve bastante mayor de los 36 años que tiene. Madre soltera pero hija del rigor, trabaja como empleada doméstica y vendedora en una de las ramadas que se levantan junto a la ruta que lleva al sur. La señora Sara reconoce que Marcelo no era un chico ejemplar, pero también enfatiza que no era más que un niño.
– No pudo ser un accidente. A Marcelo lo empujaron. O lo mataron a golpes y después lo dejaron a la orilla de la línea para que todos creyeran que fue un accidente. Pero a mí, señor, no me cuentan cuentos. Marcelo se crió con los trenes. Pasan por aquí todos los días. Desde chico que juega en la línea. ¿Cómo justo ahora le iba a pasar algo?
– ¿Y qué hay de los antecedentes de Marcelo? -pregunta en forma inesperada Alfonso.
– Dos veces estuvo detenido allá en Santiago, en San Miguel.
Escalona se acerca a la mujer y sin pedirle permiso comienza a disparar su máquina.
– Señora -le dice-, ¿se puede poner más a la sombra? La luz está mejor ahí.
La mujer, que viste un gastado delantal, se coloca bajo una parra con uva que aún está verde. Escalona sigue fotografiando. La mujer está tomada de la mano de una niñita chica, con el torso desnudo, que exhibe un ombligo protuberante.
– ¿Estamos hablando del Centro de Diagnóstico y Prevención Delictual? -le pregunta Faúndez mientras toma algunos apuntes en su libreta.
– Sí. Claro que las dos veces se fugó. Con ayuda de los otros Tomates.
– ¿Y por qué cree que sus amigos lo mataron? ¿No eran tan unidos?
– Por plata. Y drogas. Parece que Marcelo se gastó la parte que les tocaba a los otros en pasta base. Marcelo era drogadicto, estaba mal. La firme es que lo mataron como venganza. Y para mandarles un mensaje a los otros cabros. Esos Tomates son terribles.
– Gracias, señora, creo que tenemos bastante con esto.
Faúndez y Alfonso se acercan al Camión, que está sentado arriba de una banca bajo un inmenso sauce.
– ¿Estamos listos, Jefe? -pregunta antes de lanzar un grueso escupitajo al suelo.
– Aquí sí. Ahora quiero ir a la ramada y hablar con el huevón que golpearon. Y al pueblo. A ver si los pacos nos dan pistas para hablar con alguno de los Tomates.
– Vale.
Escalona se acerca a ellos.
– ¿Listo? ¿Agarraste tus monos?
– Estamos mal, Jefe, necesito un poco más de tiempo. ¿Cómo vamos a ilustrar esto si no tenemos la foto del cadáver del chico? Necesito que esta vieja suelte la lágrima. Puta la huevona fría. No le entran balas a la vieja culeada. Ni una jueza es tan cara de palo. Déme un par de minutos y le consigo algo bueno. Fernández, ven. Acompáñame.
Escalona y Alfonso regresan a la choza. Golpean la puerta.
– ¿Sí?
– Señora, disculpe. ¿Pero no tendría alguna fotito de Marcelo? Para que pongamos en el diario.
– Sí, pero es del año pasado.
– Perfecto. ¿Me la puede traer?
La mujer desaparece dentro de la choza.
– Ahora, Fernández, fíjate bien. Vas a ver cómo trabaja un maestro.
La mujer sale a la luz. En su mano tiene una pequeña foto en blanco y negro, algo ajada, de un niño muy inocente abrazado a su perro. El chico está con pantaloncillos de fútbol y sonríe con todos sus dientes.
– Era bonito el cabro, señora. Simpático.
– Aquí todos se morían por él. Era bueno para las bromas.
– ¿Y a usted la hacía reír?
– Sí, mucho. Antes que se metiera en problemas, era mi regalón.
– Pero me imagino que incluso al final, cuando andaba en malos pasos, seguía siendo su regalón.
La expresión de la mujer se vuelve más severa, sombría. Su voz comienza a desvanecerse.
– Sí, claro. Marcelo era mi favorito. Por eso me preocupaba tanto por él.