– Cada día más gordo, Chico.
– Y cada día más cachero, también.
El Chico saca el botón del helado de piña que se está derritiendo en el vino blanco, lo lame y se lo guarda en el bolsillo delantero que tiene miles de lápices. En la mesa tiene un aparatoso teléfono celular que dice Radio Libertador. El Chico Quiroz besa en la mejilla a Escalona y al Camión, pero saluda en forma fría y sospechosa a Fernández.
– Es nuevo. Es el hijo perdido de Faúndez.
– ¿Uno de los tantos?
– Está haciendo la práctica con nosotros.
– Las huevadas que va a aprender con ustedes tres.
– Más que con vos, Chico -dice el Camión.
– Alfonso es de los buenos, respétalo -aclara Escalona mientras se amarra una gran servilleta blanca al cuello-. Va a terminar quitándote la pega. Acuérdate.
– ¿Se supone que tengo que pagarle?
– Un trato es un trato -le contesta el Camión ajustándose los testículos dentro de su pantalón-. ¿O quieres que llame a tu editor?
La fianza del Chico Quiroz consiste en lo siguiente. La mayoría de los reporteros policiales no cuenta con movilización propia y pocos pueden apoyar su trabajo con un presupuesto digno. Buena parte de los cronistas rojos debe movilizarse en micro, en metro o simplemente a pie. Como la mayoría de los crímenes ocurre en la periferia, el proceso es largo y engorroso. Algunas radios y diarios más pequeños admiten el sistema de vales: el reportero toma un taxi al sitio del suceso, reportea, consigue una cuña con declaraciones de alguno de los afectados y regresa al centro en otro. El profesional anota sus gastos y sus respectivos medios se ven en la obligación de cancelarlos a fin de mes. Como los taxis no otorgan recibos (las radios chicas no tienen convenios con la compañías de radiotaxis), el acuerdo se transforma en un asunto de fe. Claro que la pura fe no basta para mover montañas. Un periodista no puede exceder un límite máximo diario establecido. Lo que los jefes no saben (o saben pero se hacen los desentendidos porque, en rigor, no pueden hacer nada al respecto) es que esa cifra, que siempre suma lo máximo posible, no se gasta en taxis sino en comilonas en restoranes, bares, prostíbulos, garitas o picadas como El Hoyo. A veces, claro, al reportero radial no le queda más remedio que tomar un taxi, pero por lo general lo comparte con algún colega y la diferencia queda para él.
Con Saúl Faúndez y El Clamor, el juego posee otras reglas. En la camioneta hay espacio para dos personas más, apretadas, en el asiento de atrás. El viaje (ida y vuelta) es gratis y se aprovecha de cultivar «la cofradía del intercambio informativo», pero al final nada es del todo gratis y un-trato-es-un-trato, por lo que Faúndez, puntillosamente, anota en su libreta lo que le pudo haber costado al reportero el periplo en cuestión. Sus pasajeros habituales son tipos como el Chico Quiroz de radio Libertador o el canoso Senén Villalón de la Panamericana. Roxana Aceituno, de la agencia Andes, viaja gratis y es considerada «uno de los muchachos», aunque ella también paga. A su modo.
Cada tanto, por lo general a comienzos de mes, Saúl Faúndez se comunica con cada uno de ellos, les dice lindezas, amenaza con extorsionarlos, los insulta bien insultados y después termina organizando una comida, un almuerzo, una celebración a cargo de ellos. Lugares no faltan: la Casa de Cena, el Costa Verde al final de Carlos Valdovinos, el Sol y Mar de San Pablo si se trata de mariscos, Las Tres B si la idea es ahorrar. La fianza consiste en gastar el 80 por ciento de lo que se estafó al medio. Faúndez dice que vigila las cuentas porque, mal que mal, los almuerzos son un rito. No cumplir es provocarlo e insultar al sector, a la profesión y al mismísimo Colegio de Periodistas, del que todos son miembros, cuotas atrasadas quizás pero socios de carnet en mano, aunque ninguno de ellos jamás pisó una universidad.
Saúl Faúndez es poderoso. Tiene un aura que sobrepasa su físico, su séquito y sus contactos. Entrar en guerra con Faúndez es una muy mala idea. Pocos colegas están dispuestos a disputarse o contradecir al Peligro Amarillo, como lo apodan. Como bien dice el canoso Villalón, «les tengo menos miedo a los patos malos que a Faúndez; por lo menos con ellos uno sabe qué representan, en qué están».
– ¿Me están pelando?
Todos se dan vuelta y bajo el dintel Saúl Faúndez aparece en toda su gloria. La luz que se cuela de la cocina lo despega del fondo y su imponente garbo transforma su silueta. Faúndez se queda ahí un instante, inspeccionando el lugar como si fuera un guardaespaldas encargado de la seguridad.
– Siéntese, Jefe. ¿Qué va a pedir?
– Qué me recomiendas, Chico. ¿Cuánto piensas gastar en mí?
Faúndez se acerca, le revuelve el pelo a Fernández, deja su carterita de cuero en la mesa y se sienta en la otra punta, al frente del Chico Quiroz, de espaldas a la entrada.
– A ver, Chico, demuestra cuánto me quieres. Pide por mí, pero no te equivoques. No me pidas algo que sea barato, pero tampoco algo que no me guste. Deposito, una vez más, mi confianza en ti.
El Chico Quiroz se queda pensativo, compungido.
– Veamos lo que hay en la carta -dice Fernández, intentando brindarle algún apoyo. El resto se ríe.
– En El Hoyo no hay carta-menú, Pendejo. Aquí cada uno sabe a lo que viene. Como en las casas de putas.
– Pero ahí te muestran lo que uno se quiere comer.
– Cierto.
Faúndez se sirve un vaso de chicha y con sus dedos gruesos coge unos trozos de queso de cabeza. Luce recién afeitado, limpio, una piel tan rosada que llega a brillar de sana.
– ¿Cómo estuvo el vapor, Jefe?
– Celestial. Debería volver más a menudo. Con lo mal que trato a este pobre esqueleto, de vez en cuando hay que sacarlo a pasear y dejar que se ventile.
Entra el mozo y el Chico lo llama para que tome el pedido. Algunos piden cazuela de pava, arrollado huaso, un par de réplicas. El Chico Quiroz mira a Saúl Faúndez por unos instantes y después le pide al mozo una lengua entera, pelada, con papas cocidas y pebre.
– ¿Te parece? -le pregunta.
– Una sin hueso. Bien, muy bien. Tú sabes, no hay nada más rico que un poquito de lengua de vez en cuando.
– ¿Y? ¿Muchos lengüetazos anoche, Jefe? En la mañana ni hablaba. Parece que le dieron como caja.
– No sabes nada, huevón. No sabes lo que me fue a pasar. Todavía me duele la diuca. En la que me fui a meter… Eso me pasa por caliente, no más. Por gil. Si mientras más envejezco, más chucha de mi madre me pongo.
– Eso es verdad. Cada día uno se calienta más. Yo pensé que esto se iba a quitar. Tirarse a la vieja en la mañana ya no basta -opina el Chico mientras disecta una prieta que expulsa sus jugos sobre un par de papas cocidas.
– Ya pues, Jefe, cuente. Estamos en confianza.
El mozo sigue repartiendo los platos. Frente al Camión, un plato de porotos granados humea e impregna la mesa de un fragante aroma a albahaca.
– Bueno, ya, pero nada de andar publicando la huevada, miren que los conozco. No son capaces de cerrar la jeta, lo cuentan todo como si fueran minas.
– ¿Pero qué pasó?
– Después de despachar, me fui al centro y me junté con el Negro Soza, del Extra, y nos tomamos unos borgoñas y picoteamos unas pichanguitas hasta que llamaron a mi compadre, tenía que partir para Vivaceta, un atropello múltiple, no ven que el socio pitutea para la radio Sensación. Medio entonado, decidí irme, mejor, no me iba a quedar solo, así que pagué la cuenta y me enfrenté a la noche. Estaba fresquita. Caminé un poco y me fui rumbo a la Estación Central, por la Alameda. Ahí pensaba tomarme un colectivo a la casa. Pero, viejo caliente, se me ocurrió meter la nariz donde no debía…
– La pichula será… -grita Escalona.
– Déjame contar el cuento completo, ¿quieres? ¿Quién es el narrador aquí?
Faúndez parte la lengua en dos, la llena de mayonesa, mostaza y chancho en piedra. Después se sirve un largo vaso de chicha que está del mismo color de su piel.