– Última vez, nadie se enoja.
– Acuérdate de nuestra deuda, Chico. Cualquiera de estos días te cobro la fianza.
– Cuando quieras, Saúl. Siempre es un agrado y un honor compartir contigo.
– Te encuentro toda la razón.
Escalona está hablando con los carabineros que vigilan el acceso a la pieza. Faúndez y Alfonso se acercan. El Indio Béjar se incorpora.
– ¿Cómo que no dejan entrar?
– Lo siento, son órdenes.
– Necesito fotos.
– Nada de fotos.
– Estamos haciendo nuestro trabajo -insiste Escalona.
– Nosotros también. Ahora, si fueran tan amables, podrían echarse para atrás y despejar el lugar.
Un carabinero entra a la pieza y cierra la puerta.
– ¿Quién está cargo? ¿El Inspector Tapia?
El joven carabinero mira su libreta.
– El Inspector Diógenes Salgado.
– Ah, pero es muy amigo mío. ¿Lo puede llamar? Dígale que Lizardo Escalona, de El Clamor, está acá.
Faúndez se aleja un paso junto a Béjar.
– Bonito jockey, Indio. ¿Ideas del nuevo gerente?
– Así es. Les doy cuatro meses. Los vamos a comer vivos.
– ¿Me has visto las huevas?
– Todo a su tiempo. Pero como muestra de mi amistad, Faúndez, te soplo una: no hay fotos porque la mina es de plata. Conocida. Parece que estaba casada con un importante gerente de banco. Banco al que ustedes le deben algo de plata.
– ¿Nosotros no más?
– El gremio, digamos.
– ¿Y el galán?
– Es el contador de la familia. Hombre de confianza. Por eso mismo esta huevada la van a parar. No va a ir más allá de lo que dijo el Chico al aire. El resto va a ser puro relleno. Lo van a tapar.
– Nada nuevo bajo el sol.
Faúndez ve que el Inspector Salgado ha salido y conversa ahora con Escalona. Sonríen. Faúndez se acerca a ellos. El Inspector Salgado es bajito, se peina para el lado como lo podría hacer Robin, el chico maravilla, con treinta kilos de más. A pesar de haber sobrepasado los treinta, el hecho de que al Inspector no le salga barba es más una carga que una bendición.
– Inspector, qué gusto. Cada día más joven. ¿Pacto con el Diablo?
– Con el Subprefecto, no más.
Ambos se ríen de buena gana.
Está claro que el Inspector Salgado se sabe seductor. Todos los reporteros lo miran y él disfruta ser el centro de la atención.
– Permiso -dice Escalona.
Antes de alejarse, le guiña el ojo a Faúndez y se escurre tras la horda de reporteros que comienzan a preguntarle cosas al Inspector. Es tal la masa de periodistas que, de pronto, Salgado desaparece y lo único que queda de él es su voz.
– ¿Conseguiste todos los datos, Pendejo?
– Sí.
– ¿Seguro?
– El nombre de la señora no lo entregaron. Pero pude fijarme que en el interior del auto había una carpeta que decía Banco de la Costa.
– Nada de mal. Ahora ven, acompáñame. El dueño me va a mostrar su mejor pieza.
Ambos caminan por un sendero tapado de naranjales. Al final, un tipo calvo, de cara pecosa y anteojos bifocales, los espera.
– Adelante. Esta es nuestra suite de luxe.
– Olor a azahar.
– Lo traemos de Sevilla. Viene en spray. Todas las piezas huelen igual.
– Estupendo. Por lo general todos los moteles huelen a desinfectante o a zorra.
El tipo calvo queda pálido y no sabe qué responder. Alfonso prefiere mirar la tupida alfombra color nácar.
La pieza es grande y tiene dos ambientes y un amplio baño con techo de vidrio, un jardín secreto al aire libre con sillas de lona anaranjadas, jacuzzi externo y una tina con dimensiones de piscina para niños.
– En verano, como ahora, pueden disfrutar el sol con total privacidad. Muchos de nuestros clientes aprovechan de asolearse tal como Dios los echó al mundo.
– Se me podría quemar la diuca.
– Bueno… Y en la noche el jacuzzi les permite ver las estrellas.
– Si el smog los deja. ¿Puedo mear? Ando con problemas. No soy capaz de aguantarme -le dice Faúndez bajándose el cierre.
El dueño y Alfonso pasan al sector del living, donde hay un gran sofá tapizado con una tela llena de ramas verdes y naranjas brillantes. También hay una mesa con una fuente de frutas frescas y ejemplares del Playboy en español. En una esquina, un frigobar y un equipo de música que está apagado. El único ruido que se oye es el chorro de Saúl Faúndez chapoteando en el agua de la taza. Alfonso no dice nada. Faúndez parece no terminar nunca. Finalmente, tira la cadena y sin lavarse las manos entra al living, pero sigue hasta la anaranjadísima pieza, con una cama redonda al centro, también color naranja. Faúndez se lanza de espaldas a la cama y rebota. Se queda mirando su reflejo en el espejo del techo.
– Está buena -dice-. Durita pero blanda. ¿Y esta tele? ¿Dan huevadas porno?
– Tenemos circuito cerrado, sí.
– ¿Dan o no dan?
– Tenemos una amplia selección.
– ¿A qué se refiere con amplia? ¿Cosas raras? ¿Sadomasoquismo?
– Mi socio es norteamericano. Piensa que en el sexo no hay que limitar las opciones ni la imaginación.
– Puta, sabio el gringo. ¿Podemos mirar?
– Por lo que pasó, decidí cortar la transmisión. Usted sabe que no es legal.
– Y si uno quisiera traer a una menor, ¿puede?
– Somos muy discretos. Solamente le exigimos el carnet al que paga. Tenemos dos reglas estrictas: no más de tres personas y nada de animales.
– Totalmente de acuerdo. Oiga… su nombre, ¿cuál era?
– Sanz, Fidel Sanz.
– Usted sabe, cuando uno tiene sucursales y…
– Disculpe, tenemos un solo establecimiento. Hemos pensado abrir…
– Amantes. Amigas. A eso me refería con sucursales.
– Por supuesto. Claro.
– ¿Usted es extranjero?
– Viví mucho tiempo afuera, sí.
Saúl Faúndez se da vuelta en la cama, saca una almohada y se la coloca bajo la pera.
– Entonces sabe que aquí, como en cualquier otro país, no hay nada peor que la mala publicidad. Me imagino que, con este doble suicidio y tanta prensa, debe estar aterrado de que le pueda afectar su negocio.
– Así es. Ya en la radio mencionaron el establecimiento.
– La sección policial es colindante con la de los avisos de los saunas y los moteles. Quizás porque tenemos bastantes cosas en común. Ambos son terrenos donde lo que se mueve es la pasión, dígame que no.
– Sí, sí.
– Cada vez que leo mis crónicas, señor Sanz, veo su avisito con la Media Naranja. No es malo. Uno se fija. Llama la atención. Pero hay formas y formas de llamar la atención.
– Así es, claro.
– Vi a un colega redactando que la sangre y la masa encefálica saltó a las paredes.
– Pero eso no es cierto.
– Como no nos dejan ingresar a la pieza, es lógico que mis colegas tengan que recurrir a su imaginación. Usted tiene que entenderlo. Yo mismo no sé lo que voy a escribir esta tarde.
– Ojalá no escribiera demasiado.
– Bueno, siempre hay formas de obviar ciertos temas, usted me entiende. Tampoco es una noticia tan trascendental. No es un atentado, un crimen en el Metro, algo que escandalice a la sociedad. Es decir, y no sé si me estoy dando a entender, si uno llegara a un cierto acuerdo yo podría escribir, no sé, que en un motel al sur de la capital ocurrió un lamentable hecho de sangre y terminar ahí. No sé, estoy pensando en voz alta. ¿Qué opinas tú, Alfonso? ¿Crees que podríamos responder a la gentileza del señor Sanz pasando por alto algunos detalles de mal gusto?
En la radio está sonando Esta noche la paso contigo, cantada por los Ángeles Negros.
– Mañana me iré, aaaa-mor mío… -canta Faúndez.
El Camión acelera y cruza Walker Martínez con luz amarilla. Saúl baja el volumen.
– A ver, cuenta. ¿Cómo tomaste las fotos?