– Después que Salgado dio su pequeña conferencia, volvió a la pieza y abrió las cortinas de la ventana que daba hacia el otro lado. Yo tenía el teleobjetivo listo y agarré a los muertitos. Olvídate cómo le quedó la zorra a esa huevona.
– Como le queda a la Roxana cuando acabo adentro.
Todos se ríen menos Alfonso, que cuenta las invitaciones de cartulina que les pasó el dueño del motel.
– ¿Y qué le hiciste al tira para que te abriera las cortinas? ¿Le chupaste la corneta?
– No sigo tus prácticas, Camión. Salgado y yo hemos ido juntos a la iglesia.
– ¿Qué crees que hacen en los confesionarios?
– Una vez me pidió si podía irme un sábado a San Beca, donde él vive, a tomarle fotos a la primera comunión de su hija. Puta, estuve en su casa hasta como las doce. Me comí como seis lomitos.
– Lo que hacen los contactos, Escalona.
– Hoy por ti, mañana por mí.
El Camión señaliza y agarra la Circunvalación. A ambos lados de la avenida cientos de obreros construyen inmensos malls y supermercados.
– ¿Y, Pendejo? ¿Cuántas invitaciones nos pasó el ahuevonado ése?
– Doce, don Saúl.
– Pásamelas.
Faúndez las toma y separa ocho para él.
– Así me gusta -dice-. Que a uno lo traten con respeto. Total, qué me cuesta no nombrarlo. Mal que mal, están empezando. Veamos, Escalona, toma una para que invites a tu vieja. Camioncito, aquí hay dos, pero no lleves a tus maracas. Trata de subir el nivel. Y ésta, Pendejo, es para vos. Anda a echarte tu cachita como Dios manda. A lo mejor, con esto, esa tal Nadia te lo suelta.
– Gracias, don Saúl.
– De nada, Pendejo. Para eso estoy, ¿no? Para ayudarte y darte el ejemplo.
Dedo en la boca
El profesor Christián Uribe Ceballos, 39 años, casado, dos hijos, dueño del preuniversitario Amanda Labarca de la comuna de Maipú, salió de la oficina donde preparaba el curriculum académico para el próximo año escolar y se dirigió al supermercado a comprar vituallas, puesto que por esos días estaba «viudo de verano».
– Saca vituallas. Muy complicado. Y siútico.
– ¿Abarrotes?
– Comida -le dice Celso Cabrera, el editor nocturno al que le falta un ojo y tiene en su lugar uno de vidrio que no deja de observar todo lo que pasa-. Además, te estás alargando. Esto es un tabloide, no un diario de vida. ¿Lo de viudo de verano es necesario?
– Quiero que entren de a poco. Que los sorprenda tal como lo sorprendieron a él.
– Déjame seguir. Además no escribas frases tan largas. Agotan y enredan.
Uribe, que además de ser profesor de castellano es aficionado al judo, manejó su automóvil Peugeot por las descongestionadas calles de la histórica comuna de Maipú. La noche estaba clara, nueva y sutil.
– ¿Cómo que sutil? ¿Qué quieres decir?
– Que era reciente, había anochecido hace poco, todavía no estaba del todo oscuro.
– Tenue. Pon tenue.
La noche estaba clara, nueva, tenue; el profesor tomó la calle Pajaritos, bajó las ventanas y disfrutó del aire fresco mientras duró su excursión hasta el supermercado Economax, ubicado en la misma calle, a la altura del 4900.
– ¿Entonces? No te puedo dar tanto centimetraje. Estos incendios forestales del sur están llenando la página.
– Don Saúl me dijo que le metiera color.
– ¿Faúndez está acá? No lo veo. El editor nocturno soy yo.
En efecto, Celso Cabrera era el editor nocturno, además de tener a su cargo la columna dominical Recuerdos de un Pato Malo. Años atrás, mientras viajaba por el mundo con la llamada beca Rolón-Collazo, Cabrera escandalizó a los lectores de El Clamor con su célebre columna/diario de vida llamada La Decadencia de Occidente, que despachaba desde el lugar del globo donde estuviera en ese momento.
El aspecto de Cabrera contribuía a su aura de maldito y no era sólo el ojo de vidrio lo que asustaba. Quizás era ese pelo azabache, imposiblemente negro y lacio, que le daba un impostado aspecto juvenil a un rostro maltrecho y abusado, donde una notoria cicatriz le partía en dos una mejilla y subía hasta separar una de sus espesas cejas.
Cabrera era un símbolo de El Clamor, tan ligado a su lema de masivo y popular como el color amarillo o la trompeta del logotipo. Fue descubierto por el viejo Leónidas Rolón-Collazo años atrás, más de treinta en rigor.
El encuentro ocurrió en el barrio chino, calle Bandera al llegar a Mapocho, en El Zepelín. Rolón-Collazo, festejando su etapa de rebelde y bohemio, estaba con un granado grupo de amigos -periodistas, escritores, actores- tomando y arreglando el mundo cuando se produjo una gresca afuera. Fue tan grande que, sin querer, algunos de los participantes de la rosca ingresaron al local en medio de gritos, insultos y golpes que se fusionaron con los bongos de la orquesta tropical. El violento rebaño incluía todo tipo de fauna nocturna: dos prostitutas, un cadete naval, un cafiche boliviano, un travesti con la nariz quebrada y Celso Cabrera, delincuente habitual, lanza del sector, que por ese entonces no tenía más de veinte años.
La música se detuvo y hasta los suspiros quedaron suspendidos. El cafiche boliviano, en un abrir y cerrar de ojos, le tajeó la mejilla, pifiándole el paño a Cabrera. En medio de ese río de sangre amoratada que burbujeaba en su cara, Celso tomó una navaja filuda, oxidada, y le dio un solo puntazo en el corazón al cafiche. Rolón-Collazo estaba a un lado y, dicen, las miradas de ambos se toparon. Cabrera entonces levantó la navaja para rematarlo y extrajo el arma con un sonido parecido al de un corcho que sale de una botella de vino envejecido.
– Tome -le dijo a Rolón-Collazo pasándole la viscosa navaja-. Sé quién es usted. Si van a publicar algo, al menos digan la verdad.
Celso Cabrera desapareció entre la multitud alcoholizada de la calle Bandera y, dicen, saltó al río Mapocho. No fue detenido hasta seis meses después, cuando mató en defensa propia a uno de los pocos negros que circulaban en Chile, en una hospedería de la calle San Pablo abajo. Cuando el entonces jefe de crónica roja averiguó que lo iban a «pasar al frente», de La Pesca a la Cárcel Pública, le informó a Rolón-Collazo. En ese entonces, Ortega Petersen recién se estaba incorporando al diario. Lo fueron a ver a la cárcel; se hicieron amigos, encontraron más de un tópico común. A pesar de la cicatriz, Cabrera tenía pinta de sobra, era una especie de Jorge Negrete, moreno hasta llegar a molestar y con dientes intensos, intachables. El Chacal lo puso en la portada y siguió dándole por una semana. El pueblo lo amó sin vuelta, porque Cabrera era inteligente. Leía y opinaba de política y economía. Era un galán y las mujeres, organizadas por El Clamor, le llevaban novelas y revistas. Profesoras se ofrecieron para enseñarle más materias. Al año de estar en prisión, comenzó a escribir su columna dominical El Interior del Infierno. Cuando salió libre, ocho años después, Rolón-Collazo le ofreció integrar la planta del diario. Lenka Franulic lo entrevistó y Hernán del Solar le prologó su novela Barrio bravo, editada por Zig-Zag, comparándola con El río de Alfredo Gómez Morel. Según Tito Mundt, Celso Cabrera fue el primer ex presidiario que obtuvo un carnet de socio del Colegio de Periodistas. Saúl Faúndez dice que eso es una falacia, que casi todos los reporteros tienen su ficha de antecedentes manchada.
– Bueno, y, ¿qué pasó con el profe? La edición de Santiago cierra a las once y media, huevoncito.
– ¿Cómo?
– ¿Estás en la luna? Aterriza. ¿Qué pasó con el profe?
– Compró cosas, tres bolsas con mercadería. Al llegar al auto, las dejó en el suelo y comenzó a abrir la maleta. Ahí lo atacaron.
– ¿Quiénes?
– Los pacos dicen que…
– ¿Hablaron con testigos? ¿Tienes declaraciones que sirvan?
– Hablamos con todos. Llegamos al poco rato. Don Saúl escuchó todo por la radio. Interceptamos la señal. Estuvimos en el sitio del suceso antes que la Be-Hache.