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– ¿Y ha comido bien?

– Almuerzo en el diario.

– ¿Y qué cenó?

– Duraznos.

– Ay, por Dios, qué le cuesta prepararse algo y…

Alfonso aleja el fono de su oreja y cierra los ojos.

– No me voy a morir de hambre -la interrumpe con algo de violencia-. Sé arreglármelas solo.

– Sin nosotras, mi amor, usted no es nadie.

– Voy a tener que cortarle, mamá.

– Su abuela le manda cariños.

– Igualmente -dice sin mucha convicción mientras se levanta hacia la ventana.

– Tu hermana se compró un auto.

– ¿Qué? ¿Cuándo?

– El sábado. Es un Renault, pero no una Renoleta. Cuatro puertas. Azul. Yo no entiendo mucho de autos, pero se ve fino. Nuevecito. Los asientos estaban cubiertos de plástico.

– ¿Tanto gana?

– Ahorra.

– Sí, pero igual. Me sorprende.

– Ay, Alfonsito, si la pobre no hace nada. Puede ahorrar. Yo estoy feliz. Así podemos dar paseos. O ir a Santiago a visitarlo.

– Casi nunca estoy.

– Ya que a la pobre no la invitan, quizás con esto salga más. Dios lo quiera. Es tan responsable la Ginita.

– Todos lo somos, mamá.

– Y cuénteme, qué es de esa Nadia. ¿Todavía la ve?

– Sí.

– He leído sus notas. Firma a cada rato. Más que usted.

– Parece que se va a ir a Viña -dice Alfonso en forma seca-. Va a pasar la mitad del verano allá. Cubriendo el Festival.

– Mejor que esté lejos de usted. Quedo más tranquila. No quiero ser abuela. ¿Va mucho para allá?

– Nunca. Además, estamos medio enojados.

– ¿Pero qué pasó?

– No, nada.

– Dígame.

– No.

– Alfonso…

– Que me rayó mi crónica con tinta roja.

– ¿Cómo?

– Que marcó mis errores. Como si fuera mi profesora. Según ella, lo hizo para ayudarme, pero me molestó porque esto de la escritura es subjetivo, no sé si me entiende. Además, ya me lo había corregido mi editor.

– Me alegro, Alfonso. Qué quiere que le diga. A ver si por fin se le abren los ojos. Esa niñita le tiene envidia. No quiere dejarlo crecer porque sabe que usted, mi amor, va a llegar muy lejos.

– Mamá, es tarde. Me tengo que levantar temprano.

– Su abuela vuelve a Santiago los últimos días de enero, así no va a estar tan solito.

– No estoy tan solito.

– Claro que se va a quedar solamente unos días porque después se va a las Termas del Flaco con sus amigas de San Fernando.

– Cuánto me alegro -dice Alfonso tirándose de nuevo al sofá.

– Y su tía Esperanza se va a quedar hasta mediados de febrero en Concepción. A lo mejor después se va unos días a Arauco con la Ivonne. Las clases en el Liceo no parten hasta la primera semana de marzo.

– No me diga.

– ¿Y usted no se va a dar una vuelta por acá? ¿Un fin de semana?

– Tengo turno. A lo mejor más adelante. Realmente tengo sueño, mamá.

– Cuando esté la Nadia acá, le apuesto.

– En serio, tengo que cortarle.

– Pucha, uno los cría y así la tratan.

– Buenos noches, mamá. Que descanse.

– Adiós, mi amor. Y llámeme, pues. No sea ingrato.

Alfonso cuelga el fono con fuerza. Va al refrigerador, coge un yogur y regresa al sofá. Con el control remoto sube el volumen.

El 777

El 777 es un bar ubicado en el segundo piso de una casa de madera que no por casualidad se ubica en el 777 de la Alameda Bernardo O'Higgins. Que esta casa aún exista después de innumerables incendios y terremotos supera lo que comúnmente se denomina buena suerte. Y lo que ya roza con lo milagroso es que ningún constructor la haya demolido para levantar una torre como las que hay en el resto de la cuadra.

Quizás por su ubicación o por el hecho de que funciona toda la noche, el 777 atrae como un imán a lo más radical de la bohemia santiaguina. En el 777 uno se topa con actores y ladrones. Unos y otros se llevan bien, se complementan. Es gente que acostumbra vivir de noche.

– Además -le explica Celso a Alfonso-, tienen algo muy importante en común: si son buenos, te roban el alma sin que te des cuenta. Así que ojo con tu billetera.

Es casi la una de la mañana. Alfonso y Celso Cabrera suben la escalera larga y sinuosa que une la Alameda con el bar.

– Puta la huevada larga.

– Escalera al cielo -le comenta Alfonso.

– Al infierno, huevón.

El bar tiene algo de casa de fundo abandonada. Son varias piezas unidas por puertas ausentes. Las mesas y las sillas son estilo fuente de soda de barrio.

– Antes, cuando los diarios cerraban al alba, todos iban al Hércules, a El Bosco, al París de Noche. Ahora sólo va quedando el 777 -dice Cabrera.

Esta noche los ambientes están poco mezclados y no cuesta distinguir a los actores cesantes de los ladrones con suerte.

En una de las mesas más aisladas, rodeada de cervezas, humo y jovencitos con aspecto de poetas suicidas, una mujer mayor, enorme y arrugada, brilla gracias a su turbante plateado.

– ¿Sabes quién es? Es Fatale.

– ¿La de la columna Femme?

– Exacto. Guillermina Izzo De la Sota, quizás la más romántica y glamorosa de todos nuestros colaboradores.

Se sientan en una mesa con vista a la oscuridad de la Alameda.

– Un jarro de borgoña, por favor.

Cabrera enciende un cigarrillo y tira el fósforo al suelo.

– Gran local éste, Celso. Me siento como en tu novela. Oye, todo eso que cuentas, ¿es verdad?

– Me acabas de honrar con esa pregunta. Si te lo creíste, es verdad. Claro que es verdad.

Una mujer posa una gran jarra trizada en la mesa. Los trozos de chirimoya giran como peces en medio de una tormenta.

– Me cuesta creer que algo así existe a un par de cuadras de mi casa.

– Faúndez venía mucho. Después de los estrenos. Cuando era crítico teatral.

– ¿Qué?

– Durante años fue el crítico de El Clamor, pero se aburrió. No toleró el ambiente ni las vendettas ni el comidillo. Se quedó con lo policial. Prefirió la sangre de verdad.

– Increíble. No me lo hubiera imaginado.

– No se lo comentes. Incluso esa Guillermina fue amante de él.

– ¿Sí? Cuéntame más sobre ella. Me parece total.

– Puta, veamos -dice Celso mascando un trozo de chirimoya hinchado de vino-. Guillermina debe ser mayor que este local. Ha publicado muy poca poesía pero es considerada una de las grandes poetisas de este país. No tanto por su obra sino por su vida. Fue la musa de todos los grandes. Amó y pegó. Acuchilló a una puta que trató de quitarle a su hombre. Golpeaba a los poetas mediocres por no estar a su altura. Ahora vive gracias a una pensión de gracia del gobierno. Y a las columnas.

– Nunca la he visto en el diario.

– Se niega a ir. Vive a dos cuadras de El Clamor, en un conventillo cerca del Cerro, pero camina veinte cuadras hasta el Correo Central. Ahí las deposita. Se demoran, con suerte, dos o tres días. Siempre utiliza el mismo sobre y papeclass="underline" Encuentro de escritores y poetas latinoamericanos. Parece que en los años cincuenta organizó un congreso internacional y le sobró papelería.

– ¿Nunca se casó?

– Pero ha tenido mil amantes. No me extrañaría que uno de esos chicos sea el elegido de esta noche. Cuando toma mucho, hay que ir a dejarla porque queda muy mal. Ven, vamos a saludarla.

Alfonso y Celso caminan por un suelo de madera que vibra con cada paso. Antes de que lleguen, Guillermina Izzo posa sobre ellos su mirada turquesa, detiene con un gesto la conversación con los poetas y alza su boquilla con el cigarrillo hacia el cielo.

– Celso Cabrera, el terror de la noche. No confiaría ni mi alma ni mis llaves a tu subrepticia aunque atractiva figura.

– Guillermina, tanto gusto de veros -le dice besándole la mano como si ella fuera parte de una dinastía real en extinción-. Y un inmerecido honor, como siempre.