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– ¿Y este chico tan guapo e inexperto? Has subido en la escala social, veo.

– Yo mantengo mis gustos arrabaleros, Guillermina. Él es Alfonso, joven reportero estrella. Ahijado de Saúl Faúndez…

– Ese animal en la cama y en la página.

– Así es. Y está a su altura. Va a dar que hablar.

– Acércate, chico. Saluda.

Alfonso imita a Cabrera y le besa la mano, entremedio de los anillos.

– ¿Escribes, muchacho?

– No aún, señora.

– Eres oriundo de provincias, ¿no? -le dice con una voz pastosa con olor a pisco.

– Sí.

– Lo noté en tus ojos. Tenemos muchas cosas en común. Tal vez demasiadas. Pero ahora quiero pedirte un favor.

– Claro.

– No me juzgues así como me ves esta noche. Decrépita, vieja, deshecha. Trata de recordarme como no me conociste, muchacho. Cuarenta años atrás, ya estarías embobado, hechizado por mí, imaginando desesperadamente cualquier treta con tal de acostarte conmigo. Ahora, en cambio, te doy asco, te apabulla mi fama y quieres huir porque sabes que colecciono carne joven. Pero algún día no demasiado lejano tu lozanía te abandonará, muchacho, y saldrás a la noche en busca de lo que ya perdiste.

Los hombres oscuros

La noche está más añeja que la mayonesa que cubre los completos de las vitrinas del Portal Fernández Concha. Saúl Faúndez sale a la puerta del local y se tambalea al pisar la vereda.

– Está pesado el calor esta noche. Va a temblar, cabrito. Acuérdate.

Alfonso y Faúndez han estado tomando toda la noche. Nada de vino o pipeño. Nada de cervezas. Trago duro, destilado.

Alfonso empuja la pesada puerta metálica del bar La Sangre y la Esperanza, y de inmediato comienza a sudar.

– Fíjese en la niebla, don Saúl. Está entrando como si estuviéramos en el mar.

– Está bien raro. El calor a esta hora, la humedad, la niebla. ¿Estás seguro de que estamos en Santiago?

– No -le dice Alfonso riéndose-. No tengo ni la más puta idea de dónde estamos.

Un taxi, con las luces apagadas, avanza por el empedrado de huevillo de la angosta calle curva. Un fósforo que enciende el chofer ilumina el interior del auto. Le hace una seña a Faúndez.

Alfonso divisa la luna fundiéndose detrás de la niebla que se cuela por los techos góticos del barrio. Faúndez habla, en murmullos, con el taxista hasta que éste decide encender el silencioso motor y partir.

– Caminemos, mejor, Pendejo. Así bajamos el trago.

– ¿Y el taxi?

– Quería llevarnos a casa tomando el camino largo del vicio. No fue tan fácil decirle que no. Eso es lo malo de andar a esta hora. Uno es capaz de decirle que sí a cualquier cosa.

Fernández levanta el cuello de su chaqueta y entierra las manos en el fondo de sus bolsillos. Ambos están vestidos de oscuro.

– Ahora está refrescando. Huele la niebla. Es gruesa, ¿te fijas? Áspera.

– Se me está enfriando el sudor.

Por donde caminan no hay autos ni buses, sólo árboles añosos y muros coronados con trozos de vidrio y alambre de púas. La vereda, mojada y humeante, es irregular como una dentadura sin frenillos.

– Tomé mucho. Me va a doler la cabeza mañana. Ya siento el hacha.

– Tienes que hacer lo que hago yo, Pendejo. Cuando llegues a tu casa, te tomas un vaso entero de agua, después dos aspirinas con un segundo vaso de agua e inmediatamente después te zampas el tercero. Pero hasta el final, ¿ah? Te vas a sentir como pecera pero amanecerás como nuevo.

El par camina en silencio, el ruido de sus zapatos imitando los latidos del corazón. Las baldosas están agrietadas y hay desniveles; cuesta caminar. Faúndez se balancea a veces, pero nunca pierde el equilibrio ni el rumbo. El ambiente huele a pasto regado, jazmines maduros y tierra demasiado seca.

– ¿Dónde vives?

– En una de las torres San Borja.

– No es tan lejos. A esta hora, nada es tan lejos. Se puede caminar.

– Sí.

– Te acompaño. Por último, tomo un taxi ahí.

La luz de los faroles es tan débil que apenas ilumina el transpirado follaje.

– Y ahí en las torres, ¿vives con tu vieja?

– Con mi abuela y mi tía Esperanza, que es profesora.

– ¿De?

– Ah, de Educación Cívica, creo. En el Liceo Uno. No hablo mucho con ella.

– ¿A ella se le mató el marido?

– Sí.

– ¿Y es buenamoza?

– Don Saúl, no creo que le convenga. Las viudas en mi familia no salen con hombres.

– ¿Y tu madre? ¿Por qué no vives con ella?

– Es de Viña. Somos de allá. Pero ahora estoy en Santiago. Por eso vivo acá, con mi abuela, pero ahora no está.

– ¿Está en Viña?

– Sí -le responde Alfonso muerto de la risa.

– ¿De qué te ríes?

– No sé, estoy curado, creo. Es como… no sé, tonto.

Alfonso sigue riéndose. Su eco retumba en los vidrios de las casas.

– En realidad, don Saúl, si uno lo piensa, no hay nada más patético que hablar de uno mismo. Como que… como que todo se vuelve aun más penca de lo que es. Como que cuesta justificar por qué uno vive así o asá. Uno no más vive.

– Así es: uno vive no más.

Una horda de gatos araña el plástico de una bolsa de basura que expele vapor y un lechoso olor a garbanzos rancios.

– ¡Fuera!

Doblan en una esquina con un letrero que dice Talabartería, escrito con herraduras. Una cuadra más allá aparece la Avenida Independencia.

– ¿Y tu padre, Alfonso?

– No me gusta hablar de él.

– Pero a veces uno tiene que hablar de las cosas que no quiere -le dice e intenta ponerle un brazo sobre el hombro. Alfonso se retira y aumenta la velocidad de su paso.

– No sé si hoy. No me siento muy bien. Creo que estoy hablando más de la cuenta. No me quiero arrepentir después.

Las luces de los faroles de la avenida se pierden dentro de la tupida neblina. Es como si la ciudad se hubiera dado una larga ducha caliente. La temperatura ha descendido en forma violenta y la brisa ahora es un viento constante y matón.

– ¿Y a qué se dedica?

– Es médico. Creo que lo echaron del hospital.

– ¿Vive acá?

– Dicen que sí. Antes vivía en Talca, pero no me consta. Tampoco me interesa demasiado.

– ¿Y cómo se llama?

– Alfonso Fernández, como yo, lo que es una pesadilla. Me retuerce las tripas saber que tengo un doble recorriendo las calles.

– ¿Nunca se ven? ¿No te llama?

– Ya te dije que no -le grita empujándolo contra la pared-. ¿Eres sordo acaso? Basta. ¿Qué más quieres saber, por la puta?

– Disculpa.

– Perdón, perdón -le dice Alfonso-. Discúlpeme, don Saúl. No sé lo que… Lo que pasa es que…

Alfonso se tapa los ojos y respira profundo:

– No me gusta hablar de él. Ni de mí. Me acuerdo de demasiadas cosas. Él se fue cuando yo tenía cinco o seis años.

– ¿Te pegaba?

– Ojalá.

Alfonso camina unos pasos y se detiene. Se devuelve adonde está Faúndez.

– Nunca me ha tocado. No le intereso, no me pesca. Tampoco me ha enviado plata, llamado, nada. Si no fuera por mi madre…

– Las madres siempre se hacen cargo.

– Por eso ella me pide que firme Ferrer. Fernández Ferrer. Dice que con eso cancelo mi deuda, todos sus sacrificios. Mi abuela quiere que anule el Fernández.

– Tú sabes, Pendejo, que vas a seguir siéndolo aunque no lo quieras.

– Lo pienso todos los días, don Saúl. Cada vez que me levanto. Me aterra pensar que me puedo convertir en él.

El sol comienza a dejar ver su luz. Alfonso y Faúndez cruzan el puente y se internan hacia el centro por 21 de Mayo.

– ¿Un café, Pendejo?

– Lo he visto dos veces. Cuando murió su madre, mi abuela. Yo tenía dieciséis. Después lo vi de nuevo un par de años atrás. Acá en Santiago.