El mozo lo mira y trata de desentenderse.
– No le haga caso, es un ex recluso -le explica Klein-. A mí me trae un consomé sin huevo y después una pechuga de pollo a la plancha con una papa cocida.
– ¿Qué más tiene? -pregunta Celso jugando con el cuchillo.
– Tenemos arrollado de chancho con pebre, que está muy bueno. Y el charquicán con plateada acá es muy famoso, lo mismo que el chanchito campero con puré picante.
– Tráigame uno de ésos -le acota Celso-. ¿Faúndez?
– Yo quiero una cucharada de aceite de oliva virgen.
– ¿Y una ensalada de porotos verdes con palta, quizás?
– Nada de huevadas. Me trae el tarrito, me trae la cuchara y listo. Esta noche quiero tomar y el aceite me cicatriza el estómago. Quedo protegido y listo para la foto.
– ¿Y ese truco, huevón?
– Me lo enseñó la Roxana.
– ¿Qué otras huevadas te ha enseñado?
– Esas no las puedo mostrar en público.
La mesa se ha llenado y no hay un solo puesto vacío. En la otra cabecera, a varios metros de Faúndez, está el festejado, don Florencio López Suárez, muy de traje y corbata. Su pelo canoso tiene un leve tinte a nicotina que contrasta con el blanco rutilante de su placa dental.
Rolón-Collazo no está presente pero sí Ortega Petersen, de jersey ceñido y bronceada de club de golf, lo mismo que Darío Tejeda, que no deja de encenderle cigarrillos a Guillermina Izzo, que los fuma con boquilla.
– Ya está borracho el tonto de Reinoso -critica Cabrera-. Se toma una Bilz y queda mareado.
– Un gran hombre -lo defiende Leopoldo Klein.
– Si es un mono de taca-taca. ¿Cuánto mide? ¿Uno cuarenta? ¿Menos? Imposible tomar en serio las críticas literarias de alguien que se puede parar bajo la mesa.
– Estás cada día más demente, Cabrera. Una cosa no tiene nada que ver con la otra.
– ¿Realmente crees que los centímetros no importan nada?
– Nunca debieron dejarte salir de la cárcel, huevón.
– ¿Tú crees que si Danilo…? ¿Cómo se puede llamar Danilo? ¿Alguien me lo puede explicar? Desde ahí ya estamos mal.
– Sigue, por favor -le pide Faúndez.
– Si el esponjoso del Danilo Reinoso no tuviera esa estatura de juguete, esa fofería, esa incapacidad congénita de enfrentar la vida, ¿tú realmente crees que sería crítico? Es porque no tiene otra cosa que hacer. Si tuviera una vida propia, dejaría de criticar a los demás.
– La crítica es un arte incomprendido -le replica Klein intentando cerrar la discusión.
– Los grandes críticos y los grandes escritores son aquéllos que, pudiendo estar en la calle, optaron por ingresar a la biblioteca y dedicarse a las letras. Desprecio a los que abrazaron la causa porque no les quedó otra. ¿Quién es Danilo Reinoso para andar opinando sobre los demás? ¿Qué sabe de la vida? Dedica su tiempo libre a inventar crucigramas, por la puta.
– No los hace mal -sugiere Faúndez.
– Cierto -replica Cabrera-, pero ésa es su cumbre. Le he insistido mil veces al Chacal que lo despida, pero el insecto es protegido de Tejeda. Lo que El Clamor necesita es recuperar su lugar de vanguardia de las artes.
Cabrera llena su vaso y se lo toma al seco. Su ojo de vidrio parece tornarse más brilloso.
– Tú, Leopoldo, y te lo digo no más porque estoy medio tomado, eres el mejor crítico de cine del país. Tus análisis de cintas pornos son las mejores de América Latina. Salud.
– Eróticas, no pornos.
– Uno te lee, Klein, y sabe perfectamente si se va a calentar o no.
– Trato de ser objetivo.
– Y lo eres. Donde te caes es con tu gusto por el cine europeo y las comedias musicales, pero no te voy a atacar más, porque te quiero, huevón culeado. Tú sabes que te quiero, ¿cierto?
– Me lo temía, sí.
– Tú y Faúndez eran los grandes. Notables críticos insobornables. Y al mando de Arístides Ceballos, que hizo de El Clamor la ventana literaria de este país. Que Danilo Reinoso publique en nuestras páginas es un insulto a la memoria de Ceballos y las prestigiosas firmas que han aparecido en este importante diario. Salud otra vez.
– Salud -responden los otros al unísono.
– Faúndez -le dice Cabrera-. Contéstame en forma sincera. Si alguno de los malditos publicara hoy, ¿cómo crees que sería evaluado por el fofo de Danilo Reinoso?
– No les daría la luz del día.
– A eso quería llegar. ¿Estás de acuerdo, viejo?
– Ahí sí. Reinoso vomita con Gómez Morel. Diría que El río es basura.
– Oye, Alfonso, ¿lo has leído? -le pregunta Cabrera.
– Es increíble. Envidiable. El Dickens del Mapocho.
Faúndez les llena los vasos a los cuatro. Se ven tan absortos que parece que estuvieran a solas en la mesa.
– De acuerdo -dice Leopoldo-, veo tu punto, pero los tiempos han cambiado, Cabrera. Realmente dudo que hoy alguien como Méndez Carrasco, para nombrar a un amigo de todos, tuviera más cabida que antes.
– Menos. Tendría menos. Eso es lo que quiero decir, lo que les quiero explicar. Toda la gallada escribe para ganar premios. Todos usan el arte para entrar, no para quedarse fuera, que es donde hay que estar.
– Te encuentro toda la razón. Ninguno de estos nuevos iría a los bares y las casas de putas a vender sus libros.
– Yo vi a Juan Firula y al Paco Rivano vendiendo en una feria, en un carretón.
– Hoy todos andan buscando premios y becas. Me acuerdo como si fuera hoy de cuando Méndez Carrasco me dijo: «Después de la injusticia que cometieron con Nicomedes Guzmán, jamás aceptaría el Premio Nacional de Literatura». Nunca, claro, anduvo cerca siquiera de estar nominado, pero el muy culeado sentía que estaba optando por un código de ética superior.
– Eso es lo que se ha perdido.
– El populismo literario terminó qué rato. Es cierto. Ya nadie quiere imprimir sobre papel roneo.
– Una noche estábamos con Gómez Morel en La Unión Chica. «Cabrera», me dijo, «quien presuma de escritor, o desee convertirse en tal, jamás debe posar de héroe ni de víctima». Ya estaba viejo, en las últimas, pero tenía su dignidad. Y me dio un consejo que sigo hasta hoy: «Trata de decir la mayor cantidad posible de verdades, aunque te perjudiquen. Desconfía de toda verdad que no duela».
Todos quedan en silencio. Faúndez vuelve a llenar las copas. La nariz de Leopoldo Klein está bermellón.
– Escuchaste, Pendejo. Ahí tienes una lección de vida.
Puerto (semi) principal
– La foto del ahogado en Cartagena. Eso se llama tener cueva, ¿no?
– Buena cueva para nosotros, no para el pobre huevón -le responde Escalona a Fernández.
– Sí, claro. Pero la foto va a quedar buena. Eso es lo que importa. El tipo se ahogó igual. No es culpa tuya.
– Espero.
– ¿No estarás con dudas?
– Dudo que se publique. Creo que ni siquiera voy a presentarla.
– ¿Pero por qué? Un cabro joven, símbolo del verano popular. El ahogado más bello del mundo. ¿Leíste ese cuento?
– No, pero tienes razón: era bello.
– ¿Viste cómo las minas le miraban la pichula? -comenta el Camión.
– Es difícil verse bien cuando uno se muere -reflexiona Escalona obviando a Sanhueza-. Los que mueren tranquilos son los que mejor quedan para la foto. Ese cabro se dejó morir. O había tomado mucho. Eso se le nota en la mirada. Tenía una mirada tranquila.
– ¿Su mirada?
– La mirada de la muerte. El ojo se fija en la última imagen que el tipo vio. Tengo cientos de fotos de ojos muertos en que, si uno se fija bien y abre su corazón, ve lo que vio el muerto.
– No te creo.
– Los trozos de piernas son una imagen menos fuerte que los ojos. Pero esas cosas no se pueden publicar en el diario porque impactan demasiado. Mientras más humana es la muerte, menos centímetros te dan en el diario.