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– Qué lee, don Luchito -pregunta Fernández.

– Cachetón Pelota, de Armando Méndez Carrasco.

– Chucheta el viejo culeado, pero bueno -agrega Faúndez, que viene entrando con su típico jockey-. Poeta de alcantarilla ese Méndez Carrasco, mejor que el Bukowski que me prestaste, Pendejo. Yo le di algunos datos para Chicago chico. Él me apoyó para que escribiera mis memorias, algo así como lo que hizo Vergara con El Inspector Cortés. Tenía su pequeña editoriaclass="underline" Juan Firula, editor. Quería publicarme. Prensa amarilla, memorias de la cloaca. Pero yo era demasiado joven. Qué memoria iba a tener a esa edad.

– El Cachetón Pelota era un cafiche. Yo lo conocí. Tengo fotos de él -dice Luchito.

– Acuérdame, Pendejo. Te voy a prestar alguno de sus libros. Te voy a traer Mundo herido.

Fernández lee un crujiente ejemplar de El Clamor. Ve su nombre al comienzo de un artículo:

SANGRE Y ARENA

Mochileros veraneantes se tajean por caleta de pitos. Dos muertos en pleno balneario.

(El Quisco, por Alfonso Fernández, enviado especial.)

El primer párrafo parte así:

Los bañistas que llegaron a tenderse ayer a la popular playa de El Quisco no encontraron las huellas del crimen; la arena, se sabe, absorbe rápido la sangre. Los recuerdos, en cambio, se disipan con menos facilidad. Cuando Nemo Fajardo, diecisiete años, melena a lo Jim Morrison y collar de Conchitas alrededor del cuello, llegó con su mochila al balneario, el sol recién estaba comenzando a ponerse. Antes que amaneciera, su mochila flotaría en el agua y su cuerpo inerte recibiría los rayos de ese sol que tanto anhelaba.

– Pendejo, ¡tenemos pega! ¿Dónde está Escalona?

– Está abajo, tomándoles monos a unos monreros que agarraron en el Persa.

– ¿Cómo te fue ayer? ¿Llegaste muy tarde?

– Alcanzamos a meter el artículo al cambio.

– Lo vi. Me gustó. Está bueno. Pero no agarres papa, aún te falta mucho.

Camioneta amarilla, por la Costanera hacia arriba. Viajan rumbo a Las Condes. El Camión está muy quemado por el sol.

– ¿Crimen en el barrio alto, Jefe? Me gustan ésos -comenta Escalona limpiando su lente gran angular.

– Siempre y cuando podamos publicar algo, huevón.

– ¿Y qué pasó ahora?

– No está muy claro. Una empleada hizo la denuncia. Encontró a un cabrito desconocido muerto en el living. Sin pantalones. Con la cara dentro de una bolsa de supermercado. Asfixia. Quizás estrangulamiento.

– ¿Se lo echaron?

– No sé, a lo mejor.

– Suena a crimen de maracos. ¿Un mostacero quizás?

– Puede ser. O un extranjero. Es uno de esos apart-hoteles de lujo.

La camioneta llega frente a un departamento de lujo de la calle Napoleón. Hay una patrulla de Carabineros y dos autos de la Be Hache. Todos se bajan menos el Camión.

– Ayer anduve medio saltón -le dice Alfonso-. Perdona.

– Cada uno es como es.

La Brigada de Homicidios ya está dentro del departamento. Los peritos están midiendo y fotografiando el cuerpo. Faúndez habla con el inspector a cargo.

En el pasillo, vigilando la entrada, hay un detective joven, el pelo muy corto, un terno sin corte ni caída. El detective tiene pecas y ojos tristes como perro San Bernardo.

– Somos de El Clamor. Mi nombre es Alfonso Fernández, soy nuevo. Estoy haciendo la práctica.

– Detective Hugo Norambuena, también soy nuevo.

– Se nota. O sea, no quise decir…

– Relájate. Llevo dos meses en la calle.

– Estamos a mano, entonces.

– Vale.

– ¿Eres de acá de Santiago? -le pregunta Alfonso sin demasiado interés.

– Del sur, pero estudié acá. En la Escuela de Investigaciones.

– Yo soy de Viña.

– ¿Tu nombre era…?

– Alfonso Fernández.

– Cualquier cosa, Alfonso, algún dato, dime no más. Me llamas a la Brigada y si puedo ayudarte, tú sabes, encantado. Los provincianos tenemos que defendernos.

– Viceversa. En serio. Una cuñita no me vendría mal. Sin contactos, no se llega a ninguna parte.

– Así no más es.

– Partamos ahora. ¿Qué se sabe? ¿Qué han averiguado?

– Está raro, pero sí fue violación. Eso está clarísimo. A la fuerza. Sangre, semen, pelos, no nos van a faltar pistas. Una mierda, compadre.

– ¿Cuándo ocurrió?

– Hace más de treinta y seis horas, pero casi no hay descomposición. El departamento tiene aire acondicionado y lo dejaron al máximo. Parece freezer. El que lo arrendó pagó al contado y no quiso aceptar el servicio de aseo. Parece que su identidad es falsa. Después de un par de días, sospecharon e ingresaron.

– ¿Y la identidad del occiso?

El joven detective revisa su libreta.

– Camilo Molina Vera, dieciséis años, de La Pintana.

– ¿Qué hacía por acá?

– Trabaja en el Unimarc. Trabajaba, digo. Está con uniforme. Ven, pasa.

Alfonso ingresa al helado departamento. La vista panorámica de la ciudad es impresionante. Por todo el living alfombrado hay plantas y flores. No hay pared que no luzca extraños cuadros modernos llenos de colores y formas. Un adolescente está tirado en el suelo, sin pantalones ni calzoncillos, decúbito dorsal. Tiene rasguños de uñas en los muslos y rastros de sangre a la altura del recto. Su cara está cubierta con una bolsa Unimarc, pero se deduce que es muy joven. Viste la cotona usual que usan los chicos que ayudan con las bolsas en los supermercados.

– El que hizo esto es un chacal -comenta Norambuena.

Fernández se vuelve pálido, se siente mal. Corre a la cocina. Ve el típico carrito de supermercado y un montón de bolsas. Abre el refrigerador. Está lleno de champaña. Saca una mineral importada. La bebe.

– Fernández, ¿qué haces? -le pregunta, con un vozarrón poco acostumbrado, Faúndez.

Fernández lo mira; está mal. Débil. Camina hacia él, lo abraza y se pone a llorar. El detective Norambuena mira en silencio.

– ¿Qué? ¿Era conocido tuyo? No entiendo.

– No, no. Para nada.

– Calma, respira hondo.

– No sé lo que me pasa. Demasiado. Hace días que siento que la muerte se me está acumulando adentro.

– Sucede, Pendejo.

– Lo que pasa es que… Yo antes, cuando estaba más chico, trabajé en un supermercado. En Quilpué.

– Veo.

– De pronto, sentí que yo era el que estaba ahí con la bolsa, que era yo y que, no sé, había tenido más suerte que ese pobre tipo…

– No cantes victoria antes de tiempo, Alfonso. Te lo digo en serio.

La celda de la noche

Por los parlantes sale la voz de Pablo Milanés. Alfonso apaga el fuego de la cocina y la tetera deja de sonar. Se sirve un café, lo revuelve y lo lleva a la mesa.

El departamento está vacío y casi sin luz. Un alto de ejemplares recortados de El Clamor descansa arriba de una de las sillas del comedor. Dentro del Diccionario de la Real Academia de la Lengua, Alfonso esconde los artículos que acaba de seleccionar.

Se levanta, va a su pieza, enciende la luz y se sienta frente a su mesa-escritorio. Enchufa su máquina de escribir. El ruido del aparato llena la pieza. Inserta una hoja blanca, la centra y tipea:

LA CELDA DELA NOCHE

por Alfonso Fernández Ferrer

Mira un rato la hoja y después alza la mirada hacia el afiche de Hemingway. Observa las palmeras. Vuelve a tipear:

Era una de esas noches en que se podía sentir la sangre coagularse bajo las veredas. Hacía tres años que en la ciudad no llovía y la gente estaba con sed. Saciarlos no iba a ser fácil.

Relee lo escrito. Se saca los zapatos y los calcetines. Los tira lejos. Abre el frasquito de liquid-paper. Lo huele. Lo vuelve a cerrar. Lo coloca en la repisa. Apaga la máquina. Saca la hoja y la arruga. La lanza sobre la cama.