Alfonso se levanta y revisa su estantería. Saca El gran Gatsby, que venía de regalo con la revista Ercilla. Regresa al living y se sienta en el sofá. Comienza a leer. Avanza varias páginas. Deja el libro sobre la mesa y entra nuevamente a su pieza. Enciende la máquina. Se sienta. Coloca otra hoja. La centra. La mira.
En la cocina se sirve un vaso de licor de menta que encontró en la despensa. Le echa dos cubos de hielo. En su pieza recoge la hoja arrugada, la estira y la esconde en una carpeta que está sobre la mesa. Se sienta sobre la cama y se toma la menta. Hojea las obras completas de Borges, ediciones Emecé, tapa dura muy usada. Con un lápiz subraya el verso de un poema. Regresa a la máquina. Tipea:
EL GASTO DEL TIEMPO
por Alfonso Fernández Ferrer
Si no se hubiera enamorado de la forma que lo hizo quizás no valdría la pena ni recordarlo. Para todos no era más que un principito millonario, un ser despojado de la realidad, desconectado, engreído y vanidoso, incapaz de preocuparse por alguien más que su propio ser. Si alguna vez un hada se le hubiera acercado a ofrecerle transformarlo en cualquier otro ser humano, educadamente habría desechado la oportunidad. Era obvio: Sebastián no se cambiaría por nada. No tenía necesidad. Hasta que conoció a mi hermana, claro, y su vida se vino abajo.
Alfonso sonríe y apaga la máquina. Coge una postal con una foto del fuerte de Niebla que está sobre su cómoda y regresa a la mesa del comedor. Bebe un sorbo del café. Hace una mueca. Da vuelta la postal. La lee:
Inepto, ¿qué tal?
Te equivocaste, hermano, debiste venir. Casi te echamos de menos. Terminamos embarrados y hasta con nieve pero fue total. Claro que lo de «carretera» es un decir. Apenas le da para huella. Matamos corazones en Puerto Cisnes y el Pera se enfermó en Balmaceda. Las mochileras, tal como nos habían precavido, van a la pelea (¡¡¡pero no teníamos condones!!!).
Llegamos a Valdivia el martes. Ya estamos en El Diario Austral. Jefe buena onda. Cero rollo que llegáramos tan tarde en el mes. Me asignaron cubrir semana valdiviana (qué penita…). Los cuatro vivimos en una casa de estudiantes en Isla Teja con vista al río. Cómo nos cambia la vida… Lo único malo: hay que quedarse hasta fines de marzo para así poder cumplir nuestra cuota de práctica.
Espero que no te asesinen los malandras. ¿Cómo va lo de la Nadia? Aquí, las minas alemanas sobran. Vente. Te esperamos. Acá tb hay crímenes. ¡Y pitos!
Un abrazo,
J. Facuse y compañía limitada.
Alfonso guarda la postal dentro del Diccionario y lo cierra. Regresa a su pieza y lo coloca en su estante. Relee lo que escribió en la máquina. Se tira sobre la cama y saca del velador un libro muy ajado. Tom Wolfe, El nuevo periodismo, editorial Anagrama. Comienza a leerlo desde la página que estaba marcada con un envoltorio de chocolate Trencito.
Después de unos minutos deja el libro sobre la almohada, saca un cortauñas del cajón del velador y parte a la cocina. Abre el refrigerador. Saca un yogur de frutilla. Del lavaplatos toma una cuchara sucia y la limpia con toalla Nova. Saca el cassette y coloca un Maxell que dice Nadia S. y, en letra chica, Los Prisioneros.
Se acerca al teléfono y marca un número. Al tercer llamado corta.
Alfonso abre la puerta corrediza de vidrio y sale a la terraza. Se sienta en una silla de lona desteñida. Come el yogur. Lo deja en el suelo. Comienza a cortarse las uñas de su pie izquierdo.
Rondando tu esquina
– Te invito a algo para paliar el calor, Pendejo.
Faúndez y Fernández caminan por la vereda sombreada de San Antonio. Faúndez anda con una camiseta de seda negra y una guayabera color café-con-leche. Escalona y el Camión van rumbo al diario a procesar las fotos. Un joven meteorólogo se suicidó respirando gas de un tanque, como si fuera un buzo, hundido en su tina de la calle Miraflores.
La jornada, curiosamente, ha estado céntrica. Nada de arrabales ni poblaciones perdidas: un baleo en una casa de cambios, un asalto a una farmacia de la calle Puente, una veterana atropellada frente al Teatro Municipal.
– Además tengo ganas de mear. Esto de la próstata no perdona.
Casi al llegar a la Alameda, doblan a la derecha por un callejón que aspira a ser calle sin salida. Rosa Eguiguren corre justo detrás de los Almacenes París y sus pocos metros se ven atochados de bolsas de basura sin recoger y cajas sin mercancía. El bar está ubicado justo debajo de una suerte de techo que cubre toda la calle, lo que le da un aspecto extranjero. Como si por ahí arriba pasara un tren, un metro, una carretera.
– Esta callejuela es una de las más peligrosas de Chile. Aunque no lo creas, el cruce más peludo de Santiago, donde estadísticamente te acuchillan más, no es ni La Vega ni la Estación Central. Es aquí, Alameda con San Antonio, a este lado, y lo que rodea a la iglesia de San Francisco, al frente.
– ¿Sí?
– Pasadas las veintitrés, tienes un setenta por ciento de posibilidades de salir tajeado. Años atrás, Compañía y Estado era «la esquina de la puñalada», pero las cosas han cambiado mucho, Pendejo. El Chicago Chico ya no existe. Ahora todo se parece a La Legua.
El bar es el único local de la calle y está mal iluminado; tiene piso de fléxit y una barra de metal oxidada. El boliche se llama Isla de Pascua, pero no posee parafernalia tropical. No hay moais a la vista y la música que se escucha es definitivamente peruana.
– Don Saúl, cuénteme más de Prensa amarilla.
– No hay nada que contar. Yo estaba todavía en Las Noticias Gráficas, que por ese entonces era el diario más temido. Todavía Rolón-Collazo no me había levantado para llevarme a El Clamor. Lira Massi me presentó a Méndez Carrasco. Puta el viejo chucheta. El asunto es que quería hacer algo como lo que ocurrió con Rivano y Esto no es el paraíso: un paco que escribía sobre pacos, desde adentro.
– Lo leí.
– Pero yo no estaba listo. Al final, Cabrera escribió algo semejante. Por el estilo, digamos. Lo que pasa, Pendejo, es que uno escribe para vaciar la memoria y yo recién estaba acumulando experiencias. Desde que Firula se murió, todo quedó en nada.
– ¿La idea era escribir una novela? ¿Inventada?
Saúl Faúndez se detiene a escuchar a Lucho Barrios, que brota del wurlitzer. Rondando tu esquina inunda el local e interrumpe la conversación.
– Ninguna novela es del todo inventada -le dice sorbiendo el borgoña-. Las buenas, digo. Pero ficción-ficción, no. No era ésa la idea. Eso es lo que me carga de los escritores de novelas. Que no sepan exactamente lo que van a narrar porque aún no saben lo que les va a ocurrir a los personajes. Eso no es vida. Demasiada sorpresa, Pendejo, te destroza.
– ¿Realmente lo cree?
– Lo creo. Mira, cuando escribo mis notas sé lo que pasó, tengo todo bajo control y tengo que hacerlo corto. Pero lo más importante, Pendejo: sé que voy a tener lectores. Escriba lo que escriba, sé que me van a leer mañana por la mañana. Aunque sea un cargador de La Vega o un matarife como mi padre. Un autor sin lectores no es un escritor. Es como una puta sin clientes.
– Yo no sé…
– Mira, yo no podría sentarme a escribir y saber que, a lo mejor, mi libro ni siquiera va a terminar impreso. O capaz que nunca lo termine porque me puedo bloquear o quedar sin inspiración o alguna mariconería por el estilo. No estoy para esos trotes. ¿Para qué? Me gusta lo que escribo. Sé que no lo hago mal.
– Bueno, porque… No se puede comparar. Son cosas radicalmente distintas. No sé, pero yo, personalmente, creo que la gracia de la literatura es que lo lleva a uno a lugares donde nunca ha estado, lo transporta…
– O sea, tampoco sé… No sé, pero me gustaría hacerlo. Escribir, digo. Escribir literatura. Cuentos, novelas. Cuando yo escribo, y no es que lo haya hecho mucho, también siento que logro cierto control.