– De acuerdo, Pendejo. Te concedo que puedes tener razón, pero cada uno a lo suyo. Control tengo y bastante. Sé que una línea más o un adjetivo menos le pueden significar a alguien su vida. Tengo claro, y me gusta, eso de saber que hay gente que se ha suicidado por culpa mía y, por otro lado, que por omitir o callar he salvado familias, matrimonios, empleos, lo que sea. En ese sentido, cargo con más control o poder que nadie de mi especie jamás pudo soñar. Y lo otro… ¿qué fue lo que dijiste?
– La escritura como transporte. Como escape.
– Redundante. Ya escapé. El periodismo ya me sacó del lugar de donde deseaba salir. Por eso no me interesa la literatura. Para qué seguir viajando si ya llegué. Estoy agradecido de las palabras. Por eso mismo, no intento pedirles más.
No estaba muerto, andaba de parranda
– Ya no llega -concluye Alfonso con pesar-. Partamos solos. Él sabe el código de la camioneta. Aparecerá.
– Ocurre cada tanto -afirma Escalona-. Vámonos, no más. Para eso te tenemos a ti de periodista. Tú saca el barco de la rada.
El lugar es la sala de prensa de La Pesca. Los otros reporteros ya están en la calle recogiendo la noticia. El detective Aldo Vega termina de hablar por teléfono y se integra:
– Si resucita, lo pongo al día -promete-. No creo que esté muerto, a lo más andará de parranda.
Roxana Aceituno termina de pintarse las uñas. Tiene las piernas arriba del sillón. Sus sandalias de taco alto son amarillas, lo mismo que su vestido estampado de girasoles a lo Van Gogh.
– Espero que esté bien muerto, detective -dice con rabia. Después agrega para sí misma-: Si sale de parranda, por lo menos podría invitar.
– Nosotros partimos, detective.
– Alfonso, ¿puedo ir? Te puedo apoyar. La unión hace la fuerza.
– Roxanita, ¿usted en la calle? -le dice el detective-. No puedo creerlo.
– Muy bien -le responde Fernández-, pero te sientas atrás.
– Camioncito, mi amor, pon este cassette que me mata. Esta mujer es un genio.
Sanhueza inserta de mala gana la cinta; los mariachis no se demoran en entrar. Roxana Aceituno va de copiloto. Adelante. Fernández está atrás, mudo.
– ¿Quién es? -pregunta Sanhueza.
– Paquita, la del barrio. La prueba viviente de que una hembra voluminosa puede ser atractiva.
– Eso nunca lo he dudado -le responde el Camión mirándola a los ojos.
Paquita, la del barrio, comienza a berrear con un acento innegablemente mejicano. Roxana se sabe todas las letras. La voz de Paquita y la de Roxana se funden en un coro ronco y vengativo:
«Tú que me dejabas, yo que te esperaba, y que tontamente siempre te era fiel…»
– Puta la huevona buena -interrumpe Roxana.
«…desgraciadamente hoy fue diferente, me topé con alguien, creo que sin querer.»
– Eso.
«Tres veces te engañé, tres veces te engañé: la primera por coraje, la segunda por capricho, la tercera por placer.»
– Así es.
«Y después de estas tres veces, no quiero volverte a ver. ¡Me estás oyendo, inútil!»
Roxana baja la ventana y grita de nuevo:
– ¡Me estás oyendo, inútil!
Barrio Providencia, plaza Las Lilas, calles con nombres y olor a flores. Edificio nuevo, ladrillos rojos y balcones verdes, ocho pisos, el último termina en pirámide.
– ¿Usted es el mayordomo del edificio? -pregunta Alfonso.
– Sí.
– ¿Y no sospechaba nada? Parece que usted es bastante ingenuo. Como todos los hombres.
– Mire, señora…
– Señorita, hágame el favor.
– Verá, mucha gente entraba al 703. De noche especialmente. Y yo no estoy a esa hora.
– ¿Me quiere decir que usted no sabía que eran traficantes? -lo interroga Roxana apoyándose en el mesón.
– No, que la señorita era azafata no más. Pasaban de la aerolínea a buscarla. A veces muy temprano.
– ¿Y la otra mujer? La mayor.
– Dormía. Salía poco. Recibía muchas cartas. Y flores.
– ¿Rosas?
Escalona le pide a Alfonso que se corra y se tiende en el suelo para fotografiar al mayordomo.
– ¿Qué hace?
– Su trabajo. Sigamos. ¿Usted sabía que los chicos de las pizzas trabajan para ellas?
– Como le dije, de noche no trabajo. Y de día, ellas dormían.
– Pero diez pizzas en una noche -le grita Roxana-. Ni yo cuando me siento sola.
– Sobre gustos, señorita, no hay nada escrito.
– Pero diez pizzas cada noche. Todas las noches. Y seguían flacas. ¿No le parecía eso milagroso?
El tipo comienza a perder la paciencia. Roxana está visiblemente alterada. Escalona se acerca tanto al mayordomo que su lente le roza la mejilla.
– Perdone, pero esta foto va a quedar para premio.
El mayordomo se da vuelta y aprieta el botón del ascensor.
– Disculpen, pero tengo cosas que hacer.
Alfonso lo enfrenta:
– ¿Sabía que su nochero se acostaba con las dos? ¿Que lo amarraban con tiras de cuero?
– Ahora lo sé.
– Y tendrá que buscar nochero nuevo. Alguien de más edad. Menos curioso.
– Las buenas propinas corrompen a cualquiera.
– ¿Quién descubrió el cadáver?
– La empleada, señor. Ella lo vio.
– O sea, mataron, escaparon y nadie se dio cuenta -le resume Roxana-. Puta el edificio para penca. Es mejor el mío, que funciona con citófono. ¿Cuánto se paga acá por los gastos comunes?
«Arrástrate a mis rodillas, te quiero ver llorando sangre. Vas a pagar lo que me hiciste, lo que lloré por tu traición aquella tarde…»
– Puta la mina vengativa -reclama el Camión.
– Sabia, no te confundas -le contesta, seria, Roxana.
«…como perro suplicarás pidiéndome compasión y no la tendré de ti…»
– Así es -se dice Roxana a sí misma-. No la tendrás de mí.
«Te aplastaré como a un gusano, y ya después te enterraré en mi pasado…»
– ¿Entonces qué pasó? -pregunta Escalona mientras la camioneta entra por una calle de tierra en una población de La Pintana que huele a caucho quemado.
– La mujer, cansada de ver que su conviviente se estaba tomando el local, lo despachó al otro mundo.
Roxana sonríe satisfecha y agrega:
– Vivían del clandestino pero el saco de huevas no dejaba botella llena. Se lo chupaba todo. Así que la mina, con la ayuda de sus dos hijos mayores, inventaron un asalto. Le pegaron con chuicos en la cabeza y ella lo degolló con un trozo de botella de Casillero del Diablo.
– Puta la huevona fina.
– Como todas las mujeres, no más -aclara Roxana.
Sanhueza se estaciona en medio de una turba de niños chicos empapados con el agua que salta de un grifo. El rocío del viento moja el parabrisas polvoriento.
– Esta mujer es una heroína. Espero que otras se decidan a seguir su ejemplo.
«Pero al fin, siempre todo se descubre, resultaste basura y nada más. No me gusta vivir entre la mugre, ahí te dejo, de ahí nunca saldrás.»
– Roxana, ya entendemos a Paquita -le dice Alfonso cautelosamente-. ¿Es necesario seguir escuchándola?
– Paquita entiende a las mujeres. Ha vivido lo que canta. Si yo cantara, mis temas tendrían aun más dolor. Y veneno.
«…Con la gente de tu clase no acostumbro revolverme, no tendrás gusto de verme en las garras de tu amor.»
– Bien dicho, Paquita. Enséñales.
– Apúrate, que el cuerpo todavía puede estar -le grita Roxana al Camión-. Acelera, mira que si despacho a tiempo, alcanzo los noticiarios de la una.
Otra de las torres de la remodelación San Borja, Portugal con Santa Isabel, sector de las funerarias.
– No puedes negar que la mina eligió el barrio adecuado -opina Escalona-. Cosa de agarrar una pala y meterla al cajón.