Una vieja camioneta está con el techo totalmente destrozado. Sangre fresca cubre lo que queda del parabrisas.
– ¿Y la mujer? -le pregunta Alfonso al oficial a cargo.
– Recién la trasladaron a la Posta Central. No se demoraron ni un minuto en llegar.
– ¿Vivirá?
– Parece que sí. El caballero, en cambio, no tuvo la misma suerte. Falleció al instante.
– ¿Qué hacía él en la camioneta?
– Esperaba a su mujer. Ella estaba en la funeraria.
– No le creo. ¿Haciendo qué?
– Se les suicidó el hijo. Le fue mal en la Prueba de Aptitud.
– Esto es increíble. Es demasiado bueno. Tantas coincidencias juntas.
– La vida te da sorpresas -le subraya Escalona mientras intenta fotografiar, a través del parabrisas astillado, el departamento de donde saltó la mujer.
Alfonso cruza la calle hasta la funeraria La Cruz de Salomón. Roxana está de anteojos oscuros, redondos. Tiene gotas de sudor acumuladas en la nariz.
– ¿Supiste todo?
– Acabo de despachar a la agencia. Impresionante -suspira-. Quedaron felices, eso sí.
– ¿Desde qué piso saltó?
– El diecisiete. Esa terraza con ropa colgada -apunta-. ¿La ves?
Alfonso entrecierra los ojos y mira hacia lo alto. El sol corona la torre y no deja lugar para sombras.
– No tolero la ropa tendida -exclama Roxana desganada.
– ¿Vivía sola?
– Estaba cuidando el departamento de su tía mientras andaba de veraneo.
– El caso me parece familiar.
Cruzan la calle hacia la camioneta. El cadáver del hombre está tapado con cartones que dicen Té Samba. El calor ha reblandecido el asfalto a su alrededor. Escalona está más allá, fotografiando a la viuda.
– Pobre mujer -comenta Alfonso-. Le llueve sobre mojado.
– Sí, que la tercera no sea la vencida es como mucho.
– Me refería a la señora Medina. Marido e hijo en veinticuatro horas. ¿Te parece poco?
– Es mejor un día en el infierno que años en el purgatorio. Piensa en la otra. Imagínate lo que sentirá cuando despierte. No se mató, sigue acá en esta mierda, asesinó a un inocente y el hombre que ama está de luna de miel.
– Es mejor estar vivo mal que muerto bien -sentencia Alfonso.
– No hables huevadas, mocoso.
Roxana camina hasta una palmera que se alza en medio de una suerte de convento. Se ve agotada, sin aire. Se sienta en un escaño y saca su libreta. Alfonso se acerca a un carrito que vende mote con huesillos. Compra un vaso grande, heladísimo. Se lo lleva a Roxana.
– Toma. Te hará bien.
– Gracias, encanto.
Roxana sorbe el líquido dorado. Gotas frescas caen sobre su pecho pecoso.
– ¿Me convidas tus datos?
Roxana deja el vaso y lo mira fijo, con recelo. Abre su libreta y le dicta:
– Hildegard Sandoval Greken, funcionaria del Banco del Estado. Soltera, cuarenta y cuatro años, sin hijos, vive con su madre ciega. Motivos suficientes para querer suicidarse.
– ¿Tú crees?
Roxana levanta los ojos y le lanza una mirada despectiva.
– Además la pobre fue abandonada por su amante, un cajero que ya tenía mujer legal.
– Esto es una teleserie. Como Lazos profundos.
– Más profundo que eso. La vida tiende a ser así. Pero eso no es todo.
– ¿Qué? ¿Que éste fue su tercer intento? Eso ya lo sé.
– Tendrá que volver a lo mismo, pero ahora lisiada. La vida puede ser una mierda, Alfonso. Te lo digo yo. Agradécele a Dios que no naciste mujer. Nosotras la pasamos muy mal. A veces no nos queda otra que denigrarnos y ponernos al nivel de ustedes.
Cuatro y media de la tarde. Sala de redacción de El Clamor. Alfonso revisa las fotos que le pasó Escalona.
– Están alucinantes.
– Le voy a llevar esta diapo a Tejeda. A lo mejor agarramos portada.
Alfonso mira la pantalla del computador. Relee el titular: ¡Todos murieron menos ella! Lo coloca en negritas y comienza a revisar el texto. Una mano cae pesadamente sobre su hombro.
– ¿Qué tenemos hoy?
Es Faúndez, recién bañado. Le guiña el ojo, le sonríe en forma picarona y se sienta a su lado.
– ¿Tejeda anda por ahí?
– Parece que no -dice Alfonso.
Se levanta de la silla y se acerca lo suficiente.
– No se preocupe -le susurra-. No ha pasado nada, no se dieron cuenta.
Después le toca el hombro y le pregunta:
– ¿Está bien? Estábamos preocupados.
– Tuve cosas que hacer. Una viuda muy triste -confiesa con una ironía que rebasa sus ojos-. Bailé tangos toda la noche. Terminamos en La Gota. El masajista del Anatolia tuvo que resucitarme los pies.
– ¿Almorzó? -le pregunta volviéndose a sentar.
– En El Camarón, rodeado de viejos del partido Radical. A ver, Pendejo, ¿qué tenemos hoy?
Alfonso le informa lo reporteado. Se entusiasma tanto que parece haber bebido.
– Bien, pero tengo algo mucho mejor, Pendejo. Vamos a ir con esto. Hablé con el corresponsal de Viña. Nuestro sicópata está veraneando. Mató a un chico del supermercado Santa Isabel de Reñaca. Con bolsa y todo. A ver, muévete. Déjame redactar esto para mostrárselo al comunacho de Tejeda.
– ¿Y todo lo que tengo?
– Ya lo veré. Si cabe, cabe. Esto es un notición, Fernández. Me extraña que no seas capaz de darte cuenta.
El negocio de la entretención
La cita venía dentro de un sobre corriente. Cada uno de los cuatro alumnos en práctica lo encontró en su casillero al llegar en la mañana. La carta estaba escrita en computador, no tenía más de tres líneas, pero venía firmada en tinta roja por Omar Ortega Petersen. Los citaba a almorzar a las dos de la tarde, en el centro. El lugar escogido era un restorán chino. Un subterráneo casi al frente del Teatro Municipal. Donde antes estaba el Nuria, como si ese dato fuese relevante para ellos. Más abajo de la firma, había una posdata: Se exige puntualidad.
Alfonso baja las escaleras del restorán y todo es tan oscuro y espeso que no ve absolutamente nada. Una mujer vestida con sedas y jade le pregunta si es parte de la comitiva de «don Omar». Alfonso responde afirmativo. La sigue por un laberinto barroco y definitivamente oriental. La alfombra es tan profunda que siente que sus pies se quedan atascados.
La mesa del Chacal está justo al frente de un inmenso acuario turquesa lleno de algas multicolores y una suerte de torreón chino que burbujea. Fantásticos peces, con alas y velos, nadan de un lado a otro. Omar Ortega Petersen resplandece de azul. Está de traje, con una corbata jazmín. A su lado, una voluptuosa mujer que hace rato pasó su mejor momento lo toma de la mano y le susurra algo en la oreja. La mujer luce un peinado rojizo con mucha laca y dos inmensos aros de brillantes. Su escote es francamente obsceno.
– Fernández, ¿me puedes decir qué hora es?
– Tres para las dos, señor.
– ¿Dónde estabas?
– En la Pablo de Rokha, señor. Mataron a un tipo por negarse a convidar cigarrillos.
– Eso le pasa por amarrete. Todo se paga, Fernández, ¿estás de acuerdo?
– Así parece.
– Así es. Bueno, ahora que estamos todos, partamos. ¿Les parece?
El Chacal llama a la mesera con un chasquido; le indica que tomarán lo de siempre.
– Y agregue esas empanaditas de camarones.
– Con salsa de tamarindo -opina la mujer con una voz muy ronca y levemente argentina-. No puedo vivir sin salsa de tamarindo.
Se produce un silencio prolongado. Ortega Petersen aprovecha para besarle la mano anillada a la mujer. Es una mano grande, tosca, con uñas de manicure. Alfonso se fija en sus compañeros. Juan Enrique está de corbata, pero luce como un colegial. Nadia está con una blusa negra floreada que se confunde con el decorado.
La mesera aparece con una ayudante, traen unos largos tragos azules con parasoles de papel. Al centro de la mesa instalan una suerte de carrusel con fritangas y potes. La voluptuosa mujer inserta su largo dedo dentro de la salsa de tamarindo y se lo lleva a la boca.