Выбрать главу

Volver a casa, donde María Teresa y el niño, no era lo más seductor para un chico de veintitantos que deseaba seguir jugando, ver cuánto era capaz de estirar la cuerda. Por primera vez en mi vida tenía dinero, amigos nuevos, las mujeres me dejaban notas en los bolsillos, todos querían que estuviera cerca de ellos. En todas partes era acariciado, seducido, mimado. Después de una vida de inseguridad, por fin me sentía seguro.

¿Qué me molestaba de Benjamín? ¿Que por su culpa una novia agradable se transformara en mi esposa? ¿Que, sin estar preparado, me viera envuelto en un infierno que me remitía al de mi padre y mi madre? Sentía que María Teresa me había quitado la libertad justo el mes en que la descubrí por primera vez. Al regreso de nuestra tensa luna de miel en La Serena, El espíritu metropolitano salió a la calle. Mis planes no incluían tener un hijo. Ella insistió en casarse cuando supo que venía en camino. Lo que yo menos deseaba en la vida era un hijo para que después, tal como me lo dijo alguna vez el Camión, pensara de mí lo que yo pienso de mi padre.

Sé que me arriesgo a quedar como un monstruo. Esa no es la idea ni tampoco la verdad. Las cosas son más complejas. Algunas cosas se me dieron como quise, otras simplemente cayeron sobre mí. Llegaba a mi casa con resaca y me daba cuenta de que era un poco tarde, que ya me había farreado mi instante. Estaba claro que la única relación real en esa casa arrendada era la que se había establecido entre María Teresa y Benjamín. Yo poco tenía que hacer ahí. Ellos tenían sus propios códigos y ritos, que yo no entendía. Trataba de acercarme a él, lo juro, pero Benjamín se alejaba. O yo me alejaba de él. Le tenía celos, creo, no entendía cómo podía estar tan cerca de ella, ni qué hacía ella para conectarse con él.

Cuando a María Teresa le ofrecieron ser agregada cultural en Montevideo, aceptó. A mí no sólo me pareció correcto sino liberador. Viajé un par de veces. En un principio con ganas, después por compromiso. Pero cuando luego se trasladó a Nueva York, a un puesto equivalente pero ante las Naciones Unidas, ya todo estaba deshecho. Frank, el profesor de literatura latinoamericana de Duke que nunca me ha incluido en sus estudios, no se demoró mucho en entrar a escena.

Cuando digo que a esa edad uno sabe mucho pero no tiene las armas para hacer algo al respecto, no estoy más que intentando exponer mi caso.

Verán, cuando tenía veintitrés y estaba en El Clamor, pasaron muchas cosas, pero una de ellas fue enterarme de que mi padre, un ser al que había visto poquísimas veces, era un delincuente. Y me acuerdo de que me prometí, con el ímpetu que uno tiene a esa edad, que si alguna vez tenía un hijo, jamás cometería los mismos errores que ese hijo de puta. Pero los cometí. Era joven, ése fue mi error. Cómo iba a saber lo que me esperaba. ¿Alguien lo sabe, acaso?

Está amaneciendo, la cabeza me late, no hay caso de que mi estómago se quede quieto y pese al cansancio que me abruma no puedo dormir. Tengo la ventana abierta. Algo me dice que llevo encerrado demasiado tiempo y necesito aire más puro.

Anoche, es decir unas horas atrás, hubo una fiesta para celebrar el cumpleaños número veinticuatro de Martín. Como era sábado, durante toda la tarde no hice otra cosa que releer El espíritu metropolitano e intentar, en vano, escribir aunque fuera una carilla de Recursos humanos. Terminé tomando más J &B de lo que acostumbro y corregí, con rabia y un grueso lápiz rojo, el segundo relato escrito por Vergara que él mismo me había pasado para que leyera. El primero me había parecido francamente cómico, al día, muy de suplemento juvenil, ágil, original y totalmente suyo.

Pero ayer tuve la mala idea de sumergirme en el segundo de sus relatos, tan largo que Martín me lo entregó anillado. Comencé a leer buscando las vueltas de tuerca y los dobles sentidos, y me topé con algo de un nivel de profundidad y emoción como no había leído en mucho tiempo. A las cuatro líneas me di cuenta de que era superior a todo lo que yo había escrito. Su simplicidad era asombrosa; me costaba continuar leyendo porque se notaba cercano, personal.

Cuando terminé el cuento, ya casi no había luz en la pieza y me costó levantarme del sofá. No me quedaba claro cuántas horas habían transcurrido; sólo sabía cuatro cosas en esta vida: Vergara escribía como los dioses, estaba solo, había conocido el dolor de verdad y el maldito se estaba acostando con Cecilia Méndez. Estas cuatro revelaciones me aplastaron; la última fue la que me acongojó más, porque me tomó de improviso. Y me rajó más de cerca.

Después de tragarme el resto del J &B, partí rumbo a la celebración que, por cierto, era en el departamento de Cecilia. Toqué el timbre. Abrió Vergara con su sonrisa de siempre. Me contuve para no volarle su dentadura tan perfecta. Intentó abrazarme pero no lo dejé. Martín lo notó. También notó la ausencia del regalo, la edición española, en tapa dura, de El espíritu metropolitano, que olvidé a propósito en el asiento trasero.

El pequeño departamento estaba repleto de gente de mi edad, todos ligados a la revista. Olí un aroma a fracaso y a decrepitud inminente: se parecía demasiado al que yo mismo desprendía. La mayoría de las asistentes eran mujeres solas que se comportaban como si se tratara de una reunión de fans-club de algún cantante de baladas en español que secretamente las excita. No estaba Gloria, ni nadie de su edad.

– Oye, Martín, ¿por qué andas siempre solo? ¿No tienes amigos, acaso?

– Están veraneando -me dijo tomándose un vodka al seco.

– ¿Y tus padres? ¿No tienes padres, familiares, abuelos? Esto no me parece normal. Celebrarte con puros desconocidos.

– Ustedes son mis amigos.

– Qué te espera a los sesenta, pendejo huevón. Esto es un poquito patético, ¿no te parece? Pareces un cachorro abandonado.

Martín tuvo el buen gusto de quedarse callado y dejarme solo con el Ballantine's, el hielo y mi mala leche.

Cecilia estaba en la cocina, poniendo las velas en la torta. Martín también estaba ahí, tomando. Los miré por la ranura de la puerta. Ella le tomó la mano. No me pude contener. Entré. Justo se estaban besando.

– Oye, Cecilia, tengo un hijo de veinte años, te lo podrías tirar también. ¿Te interesa? Por lo menos quedaría en familia.

– Alfonso, no es lo que… -me interrumpió Cecilia.

– ¿No es lo que yo creo? -le grité-. ¿Me crees huevón? Mira, esto me pasa por no partir metiéndotelo la primera vez que salimos. Faúndez decía que las únicas relaciones decentes empiezan en la cama.

Cecilia contuvo el llanto. Martín la abrazó.

– Ella no quería herirte -me dijo él.

– Qué sabes tú de dolor, imbécil -agarré a Martín y lo aparté de un empujón contra el refrigerador. Intenté estrangular a Cecilia, pero Vergara me tiró lejos. Caí al suelo.

Cecilia lanzó la torta al lavaplatos y se fue llorando a su pieza ante la mirada atónita de los invitados. Yo bebí lo que quedaba en la botella y seguí en el suelo un rato, incapaz de levantarme, tendido sobre los restos del alcohol.

– Me voy contigo -me dijo Vergara atajando la puerta del ascensor.

– ¿Qué?

– Que me voy de aquí.

– No confundas ficción con drama, cabro huevón.

– Me quiero ir.

– Yo que tú me quedaría. Aprovecha, que después se acaba, pendejo.

– Quiero hablar contigo. ¿Te da miedo?

En el ascensor sentí su olor a trago y bajo la luz blanca lo vi pálido y terminal.

– Déjame en mi casa. En Los Dominicos.

– Oye, puedes pagarte un taxi.

Cuando no pude abrir mi auto a la primera, me di cuenta de mi mal estado, pero frente a Vergara parecía recién despierto.