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En una de las paredes están pegadas una serie de hojas con el logotipo de El Clamor. Las hojas están escritas en una máquina que tiene la s corrida. Son los mensajes y comentarios diarios que el Chacal le envía, en forma pública, a cada uno de los periodistas. A veces, antes de sus dardos acusatorios e hirientes, resume en un par de líneas lo que le pareció el número que salió esa mañana y pautea el día que viene, insistiendo en a qué noticias se les puede sacar más partido. Ortega Petersen llega muy temprano, por lo que, antes de las ocho y media, ya están pegadas esas hojas. La idea es que lo primero que los reporteros lean, sean esas páginas.

Alfonso relee las hojas. El Chacal parte insultando a todos los de la sección Deportes por no estar enterados de la lesión de un jugador y felicita a la chica de Municipalidades por una entrevista exclusiva que consiguió con un alcalde acusado de estupro. En el párrafo siguiente, Ortega Petersen se despide y anuncia sus vacaciones.

Fernández lee, uno a uno, los mensajes. Casi todos son irónicos y contienen saña de sobra. Incluso hay insultos y alusiones a la vida personaclass="underline" «Si crees, Mariana, que el hecho de que tu marido ande con otra y tú hayas engordado ocho kilos es motivo suficiente para que el país deje de enterarse de la corrupción que aqueja a nuestros gremios, lamento decirte que estás equivocada. Quizás no seas buena en la cama (¿por qué, si no, te deja por esa cajera?) ni tengas los atributos de la Lollobrigida, pero recuerda que sí eres una gran reportera. Vuelve a tu redil y saca la cara. ¡De una vez por todas!».

– Las cosas que escribe este hombre, ¿no?

Alfonso se da vuelta asustado, pero vuelve a respirar cuando se da cuenta de que solamente es Florencio López Suárez.

– Hoy se libró su jefe.

– Pero a él no le entran balas. Pobre Mariana, eso sí. No sabía que su marido le era infiel.

– Ortega lo sabe todo. Tiene informantes en todos los sectores. Goza haciendo leña de árbol caído.

– Si escribiera eso de mí, quedaría destrozado. No podría levantarme de la cama en tres días.

– Yo también, muchacho -le responde López Suárez con calma antes de sentarse en el sillón.

Está vestido con un terno virado que así y todo brilla de viejo. Sus colleras tienen el escudo de armas de la ciudad de Curicó.

– Por suerte que a los columnistas nos obvia -continúa-. Claro que una vez al semestre nos invita a almorzar a un restorán chino del centro y nos dice unas cuantas verdades. A mí me toca siempre con Guillermina Izzo. Quizás porque somos los mayores. Después del postre, saca un montón de fotocopias rayadas con rojo. Son nuestras columnas, disectadas y analizadas como conejillos de Indias.

– Es preferible eso a que a uno lo humillen en público.

– Así es, muchacho. ¿Y leyó lo que le pasé? ¿Tuvo tiempo?

– Sí, claro -le responde mientras saca las hojas de su bolsillo.

– Lo arrugó bastante.

– Pero tiene otra copia, ¿no?

– Tipeo sólo una. El papel calco me es ajeno.

– ¿Y por qué no usa el computador, don Florencio?

– No le pida peras al olmo. Ahora dígame, ¿qué le pareció la columna? ¿No le pareció un poco fuerte? Mi idea es denunciar pero no herir. Yo no soy ni intento ser como Ortega Petersen.

– Está perfecta, don Florencio. Muy bien redactada. Queda claro cuál es el problema.

– ¿No le parece arrogante, entonces? ¿Cáustica?

– Para nada.

– Me ha quitado un peso de encima, muchacho. No quisiera entrar a vituperar a la Sociedad de Filatelia en público. Pero usted entenderá que mi deber como periodista es tirarle las orejas.

– Lo entiendo. Le encuentro toda la razón: no puede ser que sean tan benévolos con aquéllos que no han pagado sus cuotas.

– No le parezco injusto, entonces.

– Creo que es una denuncia del todo justificada.

– Hola, guapa.

– Hola -le responde Nadia sin dejar de teclear-. ¿De qué hablabas tanto con ese viejo?

– Le ha dado con mostrarme sus columnas para que se las revise. Encuentra importante la opinión de un joven. Tiene miedo de sobrepasarse en sus denuncias.

– ¿Como la falta de mantequilla en el Café Santos? Ese viejo está gagá. No entiendo cómo te haces un tiempo. Yo ya no estoy para sacar ciegos a mear.

Alfonso está a punto de decirle algo pero calla.

– ¿En qué estás? -le pregunta al fin.

– Un artículo sobre teatro callejero. Y un reportaje para el domingo sobre un garaje que hay por la Estación Central donde se junta la vanguardia y tocan unos grupos de rock. ¿Escuchaste el que te pasé? ¿Te gustó?

– Buenísimo, pero no creo que puedan llegar a ser muy masivos. Demasiado puntudos.

– ¿Y cómo te fue en Til-Til?

– Mal, no había muertos. Falsa alarma. Un par de heridos leves, nada de sangre, cero posibilidades de foto. Fue un viaje perdido. Pero me tocó un buen caso en La Cisterna. Ese me gustó.

– Te estás corrompiendo, Alfonso.

– Me estoy profesionalizando. No confundas las cosas.

Un vaho de perfume invade el cubículo. Alfonso y Nadia se dan vuelta y miran a dos mujeres llenas de curvas y bustos sintéticos que se balancean sobre sendos pares de zapatos de taco alto. Una luce una peluca plateada y la otra una melena crespa y anaranjada. Ambas visten mallas de lycra. Una va de leopardo, la otra de zebra.

– ¿Señorita Nadia? -pregunta la que tiene más maquillaje y menos escote.

– ¿Sí?

– Yo soy Denise de la Rouge. Buenas tardes. Hablamos por teléfono hace un rato. ¿Se acuerda usted?

La mujer recalca las eses. Alfonso intenta contener la risa.

– Pero claro -le contesta Nadia-. Son del Cabaret Montecarlo, ¿no?

– Así es. Venimos a ver al señor Francisquito Olea. Queremos que nos entreviste.

– Creo que las estaba esperando.

– Qué bueno porque, usted sabe, sin el apoyo de la prensa es muy difícil que artistas como nosotras podamos hacer nuestro trabajo.

– ¿Quedó bien, entonces?

– Sí, pero le cambié el final -responde Faúndez con un cigarrillo en la mano.

– ¿Puedo hacer algo?

– Revisa el despacho del corresponsal de Concepción. Un bus se cayó al Bío-Bío.

Alfonso se sienta al lado de Faúndez. Entre las terminales hay vasos de café llenos de ceniza y colillas, y hojas sueltas garabateadas con apuntes.

– Buenas tardes, don Saúl -le dice una mujer con rasgos indígenas.

– Ya la estaba echando de menos, Eduvigis. ¿Qué me tiene hoy?

– Le tengo queso de cabra, fresquito. Y queso chanco, también.

– ¿Y los locos?

– Usted sabe que están en veda. Para el viernes. ¿Lo anoto?

– Una docena. Y uno de esos frascos de erizos.

– También ando con mermeladas. De unas monjas. Están bien buenas.

– ¿Y qué tiene para comer ahora? Tengo hambre. Pendejo, ¿quieres algo?

– Esos cuchuflís cubiertos de chocolate.

La mujer se agacha para sacarlos de su bolso.

– ¿Y usted, don Saulito? -le pregunta mientras le pasa los dulces a Alfonso.

– Déme uno de sus sandwiches. Y un kilo del de cabra. ¿Manjar no tiene?

– Se me acabó. Me los compró todos don Darío.

– Eso es todo, entonces -remata Faúndez.

– ¿Quiere que se lo anote, como siempre?

Alfonso aprieta el botón que justifica el texto y ve que aun debe editar la nota para que alcance a entrar en el espacio que el diseñador le adjudicó.

El teléfono suena. Fernández lo contesta al primer ring.

– Clamor, policía, buenas tardes.

– Amor, ¿qué tal?

– Soy Alfonso, Roxana.

– Ah, perdona. Pero te quiero igual. ¿Cómo va todo? ¿Algún caso que valga la pena compartir?