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– Nada, Roxana. Estoy terminando de editar. Te paso a don Saúl, espérate.

Faúndez lo mira y su cara se ilumina de picardía. Antes de tomar el auricular, se arregla el pelo con las manos.

– Estaba esperando tu llamada, empanadita -le dice con voz baja-. ¿Me ha echado de menos? Le compré unos locos para que me los apalee, tal como a mí. ¿Y su señora madre cuándo regresa? ¿Hasta cuándo podemos aprovechar ese nidito de amor?

Alfonso intenta revisar la ortografía de los apellidos de las víctimas del bus, pero la conversación de Faúndez no lo deja concentrarse.

– Sí, pues, usted sabe que sí -le susurra antes de quedarse callado un rato y dedicarse a escuchar.

Alfonso mira a Pancho Olea conversar con una de las vedettes del Montecarlo. Desconcentrado, hojea el diario de la tarde que llegó hace un rato. Se fija en el reportaje sobre las colonias de veraneo.

– Mira, esta noticia es buena -le dice Faúndez a Roxana-. Te puede servir. Anota, amorosa… ¿Lista? Nosotros vamos a titular así: Fue a darle el pésame a una mujer y la violó para que se le pasara la pena. Es tal cual. Sí, eso fue lo que ocurrió. ¿Cómo? En La Cisterna. Fue a consolarla por la muerte de su marido, pero agarró papa y se le tiró al dulce.

Alfonso deja el diario y mira de tal manera a Faúndez que éste nota su disgusto. Con la mano le hace señas de que se calme, no es para tanto.

– El caradura fue identificado como Raúl Francisco Miranda Pincheira, de 31 años, quien muy suelto de cuerpo les dijo a los pacos que había cometido la violación como una forma de apartar a la mujer del dolor provocado por la muerte de su cónyuge. Puta el rufián cara de raja. Aprovecharse de una viuda es lo más bajo, ¿no crees?

Faúndez le guiña un ojo a Fernández mientras al otro lado de la línea Roxana le dice algo que lo entusiasma.

– Le voy a tener que colgar, amor. Ah, y las iniciales de la tipa son M.E.M., 39 años. Hablemos más tarde, ¿ya? Yo la llamo. Un besito. Eso.

Faúndez cuelga y comienza a editar de inmediato el artículo que está en la pantalla.

– ¿Don Saúl?

– Dime.

– Mire, no es por meterme, pero…

– ¿Pero qué…? ¿Me vas a recordar que estoy casado?

– No, no me refiero a eso. Es que, no sé, a lo mejor no me corresponde, pero esa noticia de la violación era exclusiva. Yo la conseguí. Nadie la tenía. Pensé que podíamos golpear mañana, pero como ahora se enteró Roxana, ya lo van a saber todos, no sé si me explico. Las radios van a transmitirla. Se va a enterar el Extra. Todos los que tengan el servicio de la agencia cablegráfica.

– No seas tan egoísta con la información, Fernández.

– Quizás, pero no sé, yo no se la hubiera dado. Nosotros hacemos el trabajo sucio, estamos en la calle, y Roxana se queda todo el día en La Pesca o donde los pacos o en la agencia. Sale poco y nada. Es decir, el otro día salimos a reportear juntos, usted sabe, y me cae bien y todo…

– ¿Y? Te escucho.

– Usted sabe que casi siempre se queda encerrada y, sin embargo, termina con más exclusivas que todos los reporteros del sector. La agencia Andes nos gana siempre. Eso me parece injusto, don Saúl.

– ¿Eso es todo?

– Eso es todo. Tenía que decírselo alguna vez.

Faúndez da vuelta la silla y le toma una mano.

– Mira, Pendejo, estoy de acuerdo. A lo mejor es cierto que la Roxi no es tan buena reportera, pero puta que chupa bien el pico. Y uno es humano. Cómo le voy a decir que no. Pasando y pasando, así funciona la cosa.

Fernández intenta soltarse, pero Faúndez se la agarra con fuerza hasta inmovilizarla. Lo mira tan directamente a los ojos que lo taladra.

– Me costó muchos años darme cuenta de cuáles eran mis prioridades. Muchos hombres pasan su vida tratando de entender qué es lo que los mueve. A estas alturas de mi vida, Fernández, ya sé qué es lo que me importa. Y una buena mamada me hace más feliz que una sonrisa del comunacho ése de Darío Tejeda.

Conversación en el Congreso

La noche está sospechosamente caliente, húmeda, con nubes que tapan la luna, empapadas de un tinte rojizo, como si fueran brasas que aún no se apagan. El día ha sido largo, crispado. Un incendio arrasó varias cuadras de bodegas, casas y almacenes en La Cisterna. Varios muertos y, nadie sabe por qué, una vaca calcinada.

¿Qué más? Un agónico suicida, que se disparó en la sien, salió a la calle MacIver desesperado, arrepentido, arrastrando su sangre por entremedio de los acalorados peatones. Escalona -en exclusiva- fotografió al tipo, Ernesto Valdebenito Ponce, 47 años, apoyado exhausto en la inmensa vitrina del Café Paula ante el horror de los comensales. El vidrio quedó chorreado en sangre antes de que Valdebenito Ponce expirara ahí mismo.

Al final del comedor del primer piso del bar/restorán Congreso Nuevo, una cuadra más abajo del abandonado Congreso Nacional, la mesa está atestada de colegas cubiertos de hollín. Saúl Faúndez se halla a la cabecera, rodeado de Roxana Aceituno, que luce flores estampadas y un escote transpirado, y del Negro Soza, del Extra. También se encuentran presentes Escalona, Alfonso, el Chico Quiroz y el Topo Ulloa, de La Crónica Ilustrada. Waldo Puga, el veterano reportero policial de El Universo, se ha unido a ellos.

La mesa está llena de copas y platos de comida. Varios comen conejo al escabeche. También hay fuentes con ensalada a la chilena y restos de humitas. El local está hirviendo y las aspas de los ventiladores aportan poco aire, aunque hacen circular el denso humo blanco de los cigarrillos. Los hombres están todos en mangas de camisa. Sus chaquetas cuelgan de los colgadores estratégicamente instalados junto a los espejos. La conversación ha girado, como las aspas, en banda.

– Waldito, tú que no naciste ayer, a ver si recuerdas quién es ese chucha de su madre que acaba de entrar.

Todos los ojos de la mesa enfocan a un ser enclenque, mal afeitado, bajo y frágil que flota dentro de un apolillado traje azul.

– Me suena, Saúl, pero uno ha visto tanta gente.

El hombrecito se acerca al bar. Su piel es cerosa y no esconde sus huesos. No hay duda de que tirita. Pide una caña. Un grupo de encorbatados radicales, de bigotes y gomina, lo quedan mirando como si fuera un paria.

– Ese, amigos, es nada menos que Aliro Caballero Reinoso, alias Todo un Caballero.

– ¡Caballero se comporta como chacal! -exclama, con algo de nostalgia, el Chico Quiroz.

– Exactamente. Gran título, gran portada, gran crónica.

– Pero eso fue hace mucho tiempo -dice Waldo Puga mientras unta un trozo de pan en el pebre.

– Veinte años, por lo menos.

– Yo en esa época cubría hípica, Saúl. Supe de él por los diarios. No salía del Hipódromo. No me tocó cubrir ese caso.

– Pero quién chucha es -interrumpe algo molesta Roxana Aceituno-. ¿Me podrían poner al día? ¿Quién mierda es este flaco que parece que no le ha ganado a nadie? ¿Mató a mucha gente?

– No, pero uno no pasa a la historia sólo por el número de cadáveres. Era una buena historia, eso es todo.

– Y Saúl tuvo la exclusiva -explica el Chico Quiroz-. Y escribió un par de notables crónicas. Una detrás de otra. Lo entrevistaste, ¿no?

– Un par de veces. Yo pensé que le habían dado perpetua.

– Aquí todo el mundo sale -sentencia el Topo Ulloa mientras juega con los pelos que salen de su oreja-. Es muy raro que por sólo matar a alguien te arruinen la vida.

– Ya, pero cuenten, no todos vivimos la dorada época de la bohemia. ¿No es cierto, Alfonso?

– Así no más es, Roxana.

Saúl Faúndez llama al veterano mozo y pide dos jarras de borgoña de durazno para todos.

– Bien -dice-. El viejo flacuchento que ven ahí en la barra tuvo, como todos, su época de gloria, ese par de años que te marcan, que te sirven para contar anécdotas, seducir minas y comparar el resto de tus días con esos pocos en que fuiste número uno, en que te sentías capaz de cualquier huevada, cuando tenías tantos amigos que no eras capaz ni de recordar sus nombres.