– Pero los querías igual. Te ayudaban y te protegían.
– Esos sí que eran días -acota el Topo.
– Caballero era un dandy cuma, una suerte de cafiche, pero no quedaba claro -explica Faúndez-. Los suplementeros lo amaban. Le gustaba vivir bien y durante años me lo topaba por los alrededores de la Plaza Almagro. Era parte de la mafia de ese barrio. Lo suyo era el tráfico de drogas, la pichicata. Y apuestas, una que otra extorsión, sus putitas, lo suficiente como para vivir y, sobre todo, pasarse las noches en El Bosco y tomar.
– Porque Caballero era bueno para tomar -recordó el Chico-. Pero convidaba. No como otros.
– Y no le faltaban minas. Usaba trajes negros, con mil rayas blancas, y las huevonas se le abrían de patas.
– En una época salía con la Amanda San Román.
– Que era bastante buenamoza.
– Estupenda.
– ¿Quién era? -interrumpe Roxana.
– Amanda San Román era una famosísima actriz de radioteatro -le aclara Waldo Puga-. Quebraba corazones y cobraba por ello. Su voz era ronca, pastosa, como si hubiera tragado mucho semen.
– Caballero estaba por debajo de ella, pero el tipo era pintoso y la conquistó.
– Dejaba la cagada -reconoce Quiroz.
– ¿Sí?
– Era guapo, había que ser imbécil para no darse cuenta. Y no tenerle envidia. Tenía unos profundos ojos oscuros que reflejaban su peligro interno. Ese era su secreto. Por eso las minas caían fulminadas. El peligro gusta. Atrae.
– Cierto -reconoce Roxana.
– Si hasta la loca de la Guillermina Izzo De la Sota, la poetisa, se enredó con él, pero después terminó agarrándolo a golpes en El Goyesquín.
– ¿Sí?
– Yo escribí la nota -cuenta Quiroz.
– Pasó el tiempo, la bohemia se mezcló con la política, Caballero comenzó a tener problemas. Un día se armó una mocha en un pool de Tarapacá con San Diego. Mató a un huevón con el palo. Se lo ensartó en el ojo. Lo dejó sangrando sobre el paño verde. Claro que no le probaron nada y no cayó en cana, aunque en el ambiente se supo. El malogrado era un cafiche argentino y había tanta gente con motivos para liquidarlo, incluyendo los ratis, que todo quedó en nada.
– Pero Caballero ya estaba iniciando su decadencia -continúa el Chico-. Vivía borracho, manejaba putas malas y hasta mostaceros en el Santa Lucía; tenía contactos con un chino del puerto que le enviaba morfina y opio, porque en esos días, antes de que la pasta lo cagara todo, aún había mercado para eso.
– Hasta que le llegó el día.
– Porque a todos les llega.
– Así no más es, Chico.
– Ese fue el día que lo separó de sus recuerdos, de su era dorada.
– ¿Pero qué pasó? -pregunta, un tanto exasperada, Roxana Aceituno mientras le saca las pepitas a un ají verde.
– Yo personalmente creo que amaneció con la pata izquierda -le responde Faúndez-. No sé lo que hizo ese día, pero sí está claro que tomó y tomó.
– Y siguió tomando. Recorrió todos los bares de San Diego y antes de que cayera el sol se fue para su casa. En taxi.
– En esa época, Caballero tenía una casita por Quinta Normal, en la calle Andes. Era verano, así que había luz. A media cuadra de él, en una casa más bien modesta pero que se mantenía bien, vivía una veterana.
– De noventa años -acota el Chico-. ¿Te acuerdas de cómo se llamaba?
– Ludovica del Carmen.
– Pizarro Leiva. Viuda. Casi noventa y un años y no tenía hijos. Creo que su marido había sido funcionario de Ferrocarriles. Tenía su pensión. Vivía tranquila, sin sobresaltos. Era querida en el barrio.
– Y era fina. Buenamoza, para la edad, digo. Una dama, se notaba -acota Faúndez.
– Ludovica era lectora y en el verano instalaba una silla en la puerta de su casa, en la calle, y leía, miraba a los niños pichanguear.
– Esa tarde, después de dormir un rato, Caballero se quedó mirándola desde su ventana, donde vivía solo y abandonado.
– Mucho más solo que la vieja del frente, que no tenía a nadie -explica el Chico.
– El asunto sucedió así -comienza Faúndez-. La veterana se levanta de su silla, barre la vereda del frente de su casa y se apresta a entrar. Caballero, que la estaba mirando desde atrás de una acacia, corre hacia ella, la empuja hacia dentro y cierra la puerta. Nadie en el barrio se da cuenta.
– Así es -confirma el Chico-. Caballero ahí se volvió loco, porque aunque andaba con billete le bajó la onda de que tenía que robarle. Comenzó a pegarle a la veterana y la tiró sobre su cama. Revisó todo el living buscando joyas o recuerdos, pero la señora era modesta, tenía sus cosas, pero nada digno de robar.
– Pero tenía discos -acota Saúl-. Eran de chárleston. Y Caballero los puso. Entonces, comenzó a propinarle más golpes y decidió desnudarla para violarla.
– Me están hueveando -dice Roxana.
– Se calentó con la vieja, pero por mucho que le hizo empeño, solamente la dejó llena de moretones y hematomas. La anciana quedó mal.
– ¿Y?
– Caballero se desnudó, intentó de nuevo, pero la diuca no se le paró.
– Mucho trago.
– En efecto, pero quiso seguir tomando. Encontró una botella de manzanilla, se la tomó casi toda y obligó a la veterana, que ya no hablaba, a tomarse el resto. Después se quedó dormido.
– ¿Cómo?
– Eso. Hacía calor, se durmió y despertó un par de horas más tarde. Digamos que a las diez. Miró a su lado y vio a la pobre vieja agonizando.
– ¿Llamó a la posta?
– Trató de violársela de nuevo. Le separó las piernas y las amarró a los postes de la cama, pero nada. Esto lo hizo enrabiarse.
– Me imagino. Así se ponen cuando no atinan -reconoce Roxana.
– Caballero está hecho un energúmeno y, de tanto golpearla, le quiebra la placa. Después el muy hijo de puta se viste, le roba el poco dinero que tenía en la cartera y se va.
– ¿Qué fue de ella? -pregunta, asustado, Alfonso.
– La deja ahí y se va a un clandestino a tomar. Toma y toma. Hasta como las cinco de la mañana. Ahí decide regresar. Cuando llega a su casa, se acuerda de la vieja.
– ¿Qué hace el culeado? Puta, se acuerda de la vieja y cruza la calle, saca las llaves e ingresa a la casa.
Faúndez termina su borgoña, agarra fuerzas y se lanza con el último trozo de su narración:
– La veterana ya está a punto de expirar y Caballero se tira sobre ella, le quiebra varias costillas con el peso, pero por mucho que trate, no pasa nada y la violación queda en puro proyecto, no más. Angustiado, le pega hasta matarla, pero él no se da cuenta de que la vieja se muere. Se queda dormido -puta que tenía sueño el culeado- y recién despierta, con el cadáver de compañero, al atardecer.
– ¿Qué pasó?
– Se fue al fútbol. Lo aprehendieron un par de días después. Dejó la casa llena de pistas. Un llavero, huellas, fósforos. La Be Hache cruzó la calle, golpeó la puerta y lo detuvo. Para adentro, mierda. Cagaste.
– ¿Y?
– Nada, fue preso. A la capacha.
– ¿Por qué no lo mataron? -pregunta Alfonso-. Eso es como para pena de muerte, ¿no?
– Aquí te fusilan sólo si tocas a los poderosos. Violas a una rica, escándalo nacional. Matas y ultrajas a una rota, no pasa nada.
– ¿Pero cuánto tiempo estuvo?
– Un par de años, me imagino. Algo así. Preguntémosle.
– ¿Cómo?
– Lo voy a invitar a un trago. Oye, Caballero, ven para acá.
El tipo del bar se da vuelta y sus profundos ojos oscuros delatan miedo. Mira la mesa con algo de terror.
– ¿Te acuerdas de mí? ¿Saúl Faúndez? ¿El Clamor?
Caballero, visiblemente agotado, nervioso, se acerca a la mesa. Todos lo quedan mirando.
– Pero siéntate, hombre. No seas tímido.