Caballero coge una silla y se sienta. No habla. Se ve muy mayor, con el pelo escaso y los dientes amarillos. Sus manos tiritan.
– Te acuerdas de mí. ¿Sí o no?
Caballero mira a Faúndez y sus ojos comienzan a llenarse de lágrimas. Con esfuerzo, extrae una vieja billetera de cuero de cocodrilo del interior de su chaqueta. Revisa sus documentos y saca un trozo de papel amarillento, seco, resquebrajadizo. El trozo está doblado varias veces y, mientras lo despliega, comienzan a aparecer las letras rojas de un titular. ¡Caballero se comporta como chacal! Con sus dedos lo alisa; lo deja en la mesa.
– De todos los artículos, don Saúl, el mejor fue el suyo. Jamás pensé que me volvería a topar con usted. Quería darle las gracias.
– Pero hombre, qué va. A todos nos pasa lo mismo. Y, por favor, no me trates de usted. Ahora, dime, ¿qué mierda quieres tomar? El Clamor paga. Total, Caballero, algo te debemos.
– No, por favor. El que le debe algo soy yo. Me transformó en personaje y eso no se olvida. En la Peni me respetaban por eso. Me salvó de que me dieran capote. Antes de entrar, ya era leyenda.
Quedar en pelotas
La calle Emiliano Figueroa tiene apenas dos cuadras, pero en la primera, la que va entre Huamachuco y Copiapó, se concentran toda la acción y la fauna que le han dado la mala fama que tiene y se merece.
Emiliano Figueroa está en el epicentro mismo del barrio Diez de Julio, que es el nombre por el que todos conocen a esta angosta calle Huamachuco que se las da de avenida. Diez de Julio es, con justa razón, sinónimo de repuestos de autos, el lugar a donde vas si te han robado un espejo, quebrado un vidrio o rayado una puerta. Cientos de estos boliches se amontonan a la largo de la calle. No hay dónde perderse y es una ganga. En Diez de Julio un motorista puede arreglar el desperfecto que sea ahí mismo, en plena calle: le hacen el trabajo a la vista. Desde parchar un neumático hasta desabollar un choque. Diez de Julio es un barrio de hombres, de maestros, de manos engrasadas, cotonas sucias y garabato limpio.
Emiliano Figueroa, en tanto, es una calle de putas que de día vuelca sus servicios a la clientela cercana. Es común que, después de una buena propina o de cambiar el aceite, los mecánicos se den una vuelta, aprovechando la hora de almuerzo. De noche, el asunto se sofistica aunque no demasiado. Lo que sí varía son los parroquianos. Llegan de más lejos y en auto, en grupo, después de una fiesta o despedida de soltero. Emiliano Figueroa atrae a jovencitos de clase media en busca de aventuras criollas y decadentes. También a oficinistas que llegan en taxi, puesto que muchos taxistas tienen convenio con las putas, las cabronas y los cafiches, y trabajan a porcentaje.
Los más entendidos aseguran que la legendaria calle le debe su nombre a un Presidente de la República de comienzos de siglo. Según las putas, don Emiliano fue el Presidente más caliente de Chile: un gran conocedor, aunque sexualmente era más conservador que liberal.
Quizás como homenaje a don Emiliano, hay algo francamente antiguo, para no decir clásico, en la manera de practicar el oficio en esta calle. Nada de saunas ni salones de masajes; tampoco topless o bares con azafatas. En Emiliano Figueroa, tal como en La Chimba un siglo atrás, la transacción es transparente. Siguiendo el ejemplo de Diez de Julio, buena parte del trabajo se hace al aire libre. Las niñas están en la calle o en un par de discothèques de mala muerte donde efectivamente hay música pero poco baile y nada de luces de colores. Sí hay bar y en el invierno, debido al frío y a las ventanas abiertas, buenos braseros. La disco -o salón- es el lugar donde se conoce a las niñas y, a veces, se baila un poco. Es el lugar, además, donde se negocia. Cuando se llega a un acuerdo, se pasa por una de las innumerables puertas detrás de las cuales están las escuálidas piezas con sus camas de una plaza.
Precisamente esto es lo que hizo Nicomedes Oyarce antenoche. Al menos, eso cuenta el parte de Carabineros. Oyarce, que trabaja como vendedor en Michaely, sección calzados de hombre, llegó a la calle Emiliano Figueroa bastante tarde, alrededor de las cuatro y media de la mañana, del día martes pasado. Oyarce, 26 años, casado, dos hijos, andaba en calidad de viudo de verano; su mujer y sus hijos estaban en la localidad costera de San Sebastián pasando sus vacaciones. Oyarce pensaba juntarse con ellos el fin de semana. Pero esa noche se apoderaron de él sus demonios y ansiedades.
Después de pasar por el centro, ver un programa doble de películas eróticas y tomar cervezas con un compañero de trabajo, salió a vagar. Aficionado a jugar póker, terminó en un garito ubicado por el sector de Santa Isabel y Seminario, donde rápidamente se integró a una mesa. Dos horas después, Oyarce se levantó del juego con varios tragos de más en el cuerpo y los bolsillos repletos de billetes nuevos. Incapaz de dormir, paró un taxi y le solicitó que lo llevara a la calle Emiliano Figueroa.
Una vez ahí, el calor de la noche revolvió sus sentidos. Entró a todas las discothèques: Blue Moon, Hawai, Marabó. Optó por asentarse en una bautizada como Xanadú. Al poco rato eligió dos mujeres para que lo acompañaran. Pidió más trago. Y drogas. Oyarce solicitó una par de anfetaminas o pepas. Se las tomó. Y se fue a una pieza ubicada en el fondo. Sabe que comenzó a sacarse la ropa, pero nada más.
– O sea, lo doparon -concluye el Camión mientras se estaciona.
Son las tres de la tarde y el calor no es broma. Diez de Julio duerme siesta y la actividad es como de final de campeonato de fútbol.
– Eso es lo que les dijo a los pacos -le contesta Alfonso-. En todo caso, no es la noticia del siglo. Ocurre a cada rato, ¿no?
– No tanto -le replica Escalona.
Los tres se bajan de la camioneta amarilla. Las mujeres que se apoyaban en las ventanas se alejan y cierran los postigos, interrumpiendo en seco Cariño malo, que flotaba en el aire.
– Esto es como una película de vaqueros. Nos ven y se esconden.
– Ya que estamos en el pueblo, hagámonos respetar -sentencia Fernández, a cargo en reemplazo de Faúndez, que decidió aprovechar la invitación del motel Media Naranja para llevar a Roxana Aceituno a conocer más en detalle las instalaciones.
Escalona cierra con un portazo y de inmediato enfoca y dispara, agarrando algunas siluetas de prostitutas antes de que se arranquen.
– Esta es la peor luz del día. No hay ni sombras.
La calle está vacía, seca, todo el posible encanto nocturno borrado por el sol que no perdona.
– ¿Entonces? ¿Qué pasó? -pregunta el Camión.
– Oyarce despierta y está totalmente en pelotas, asado de calor. Se da cuenta de que es de día porque los rayos se cuelan por las tablas de la pared. Trata de ver la hora porque sabe que se le pasó la mano, pero no puede. No encuentra el reloj. Ni su ropa, ni sus zapatos.
– Ni su billetera con la plata.
– Adiós tarjetas, adiós carnet.
– O sea, quedó en pelotas.
– Exacto -le dice Fernández-, pero en pelotas de verdad. Ni siquiera sabe dónde está, porque además esas pastillas lo dejaron mareado.
– Que todavía ocurran estas cosas. Puta madre, uno no puede ir a echarse una cacha tranquilo.
– Para mí que el taxista sopló -opina Escalona.
– La cosa es que abre la puerta y ve que la disco está vacía. Nadie, ni un alma. Como si estuviera abandonada. Recorre las piezas. Cero. Trata de usar el teléfono que encuentra, pero tiene candado. No sabe qué hacer. Entonces decide huir lo más rápido posible, porque si hace una denuncia podría ir preso: en su billetera tenía los gramos de coca que le compró al taxista.
– No me habías contado eso.
– Se me olvidó.
– Pero era importante.
– Ya, lo siento.
– Es el taxista, está clarísimo.
– ¿Puedo seguir? Oyarce decide jugársela y salir a la calle, así en pelotas, y parar un taxi, explicarle, e irse a su casa. Agarra la sábana, se tapa como puede y se echa a la vereda. No hay nadie. Se acerca a otra disco y entra. Ve a un tipo, un cafiche, que según lo que declaró a los pacos era uno de los tipos que estaban en la Xanadú. Lo increpa, le dice que lo ayude, lo acusa de ladrón. El cafiche le manda un pencazo, lo deja lona, le quita la sábana y lo empuja de una patada a la calle donde cae de bruces, su nariz sangrando. Se trata de tapar y corre hasta Copiapó, pero justo pasa un furgón de pacos y lo agarran por transgredir las normas sobre buenas costumbres.