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– A ver…

– Cuando tú escribes un artículo, ¿entrevistas testigos?

– Sí, claro. ¿Hay?

– Varios. Dicen que Castellani no paraba de entrar cabros a su departamento. Tenía más de un millón de amigos.

– ¿Sospechosos?

– Toda la Plaza de Armas.

– Parto para allá.

– Alfonso, por lo general, con los detectives, ¿hablas? Es decir, ¿los entrevistas?

– Sí.

– ¿Y tú podrías entrevistarme? ¿Podría salir mi nombre en el diario?

– Ah, eso. Claro, ningún problema. Yo te cito.

– ¿En serio?

– Hugo, haré lo humanamente posible.

– Mi mamá va a estar tan feliz.

– Yo también, Hugo. No te puedes imaginar cuánto.

– Mi mamá vive en el sur. Somos de Temuco.

– Todos, al final, somos de provincia.

– Nos vemos en un rato, entonces.

– Tú lo has dicho.

Alfonso cuelga y aprieta el botón guardar en el teclado del computador. Agarra su chaqueta, marca el número del radio-taxi y pide un móvil. Corre hasta Celso.

– Señor Cabrera, pare las prensas. Tengo portada, dos páginas, fotos, lo que quiera. Conseguí una exclusiva. ¿Alcanzamos? ¿Cuánto tiempo tengo?

– Calma, calma.

– ¿Podemos levantar lo que tenemos?

– No sueñes, chico.

– Se lo juro que es importante. El caso de los cabritos de los supermercados. Los de la bolsa.

– ¿Otro cabro?

– Mejor. El asesino. Muerto. Noventa y nueve por ciento probado.

– ¿Y si no es?

– Da lo mismo. Es un gran crimen. Un tipo casado, con departamento de soltero en el centro, es encontrado maniatado, con bolsas de supermercado en la boca, acuchillado entero, sin sus testículos. Esto es mejor que el cine.

– Ya, me convenciste.

– ¿No está Escalona?

– Llévate a Gárate.

– Ah, otra cosa. Para adelantar el trabajo. A lo mejor hay foto de archivo. El tipo era notario. Salía en la tele. En esos concursos.

Celso Cabrera levanta la vista y la fija en Alfonso. Su piel se pone tan pálida que lo único que se destaca es su cicatriz.

– ¿Carlos Castellani?

– Sí, ¿cómo lo sabe?

Cabrera se queda un segundo en silencio.

– Santiago es una ciudad muy chica.

Sustancias químicas

Sucedió así: estaban todos muy aburridos, desanimados, sin ganas, la típica tarde de sábado veraniega en que el calor se vuelve un mal consejero y la cocaína sólo aumenta la transpiración y el nervio. El plan era desafiar la tarde, anularla y preparar la movida que prometía la noche. Los padres del dueño de casa estaban en la playa y estos jóvenes se encontraban a la deriva, varados en Santiago, en el último piso de una torre de ladrillo y cristal con aire de faro que proyectaba una interminable sombra sobre la Avenida Louis Pasteur.

– ¿Cómo que no van a dar los nombres?

– No podemos. En forma oficial, digo. Si te los doy, es para que tengas más información -le explica el detective Norambuena-. Pero no creo que puedas publicar nada, Alfonso. Esta gente tiene poder. Nos costaría el puesto a los dos, cada uno por su lado. ¿Y Faúndez?

– En el hospital, en el canal de televisión, en todas partes. Hasta la Roxana Aceituno nos está ayudando. Esto es un notición.

– Te tocó lo más aburrido. Acá no pasa nada. El cadáver ya se fue. La sangre le manchó entera la polera Hard Rock Café.

– Buen detalle -opina Alfonso antes de anotar algo en su libreta-. ¿Y la causa exacta de muerte?

– Traumatismo encéfalo craneano abierto por precipitación.

– O sea, se sacó la rechucha.

– Dieciocho pisos sin detenerse a saludar.

– Llamando la atención hasta el final. Se va a convertir en el James Dean chileno. Acuérdate.

Alfonso y Norambuena cruzan el jardín del condominio hasta llegar a un Ferrari negro estacionado bajo los árboles.

Sebastián Rogers era el ídolo del momento. Uno de los chicos de Lazos profundos, arrasaba en las revistas del corazón. No sólo tenía ojos verdes y el pelo color miel, sino que además cantaba. Días antes el canal había anunciado que Sebastián sería el protagonista de una telenovela sobre un astro pop que recorre el país cantando. Rogers tenía 23 años.

Alfonso se apoya en la carrocería negra. Al otro lado de la verja se oyen niños jugando en una piscina.

– Problema de auto -observa Norambuena.

– Y de minas. Este huevón las tenía todas.

– Y le hacía a todo, parece.

– ¿A qué te refieres?

– Confidencial, huevón, lo siento.

– Pero di algo.

Norambuena se ríe y se echa una pastilla de menta en forma de perla a la boca.

– ¿Y puedo entrar al departamento?

– Imposible. Un tío del dueño de casa llegó antes que nosotros. El tío, a todo esto, es senador.

– Ocurre en las peores familias.

– Y el papá es accionista mayoritario de un banco. Una tía es parte del comité editorial de El Universo. El tío abuelo, a todo esto, dirige la Sociedad de Fomento Fabril. Hasta tiene un primo sacerdote ligado a Schoenstadt.

– Puta, lo tienen todo y se lo farrean -reclama Fernández-. Si yo accediera a esto, encendería velas dando las gracias.

Norambuena reflexiona un instante. Después le comenta:

– Te das cuenta de que no estamos hablando de gente que trabaja para el empleo mínimo, huevón.

– Ya lo creo.

– La verdadera noticia aquí no es Rogers -resume Norambuena-, sino el amiguito que le pasó la terraza.

– Y la coca.

– Y las dos cajas de anfetaminas gentileza del cirujano plástico amigo de la mamá. La gente de Lazos profundos tenía lazos bastante superficiales.

– ¿Esperabas otra cosa?

– ¿Te puedo confesar algo? Me caía bien Sebastián Rogers. La semana pasada me compré una chaqueta como ésas que usaba en la teleserie. Verle el cráneo abierto igual fue duro.

– Te invito a una cerveza. Hay una botillería en la esquina.

– Pero rápido, porque están mis jefes arriba.

– ¿Y el resto de la patota? -pregunta Alfonso antes de sorber el tarro de cerveza. Caminan de vuelta al edificio. Ya está comenzando a refrescar-. ¿Por qué no estaban en la playa? Esta gente se salta todo el verano.

– Dos o tres estaban postulando a la universidad. El karateka, creo. Y el que movía los saques.

– ¿Chicos de universidades privadas?

– Se jalaron en una noche lo que yo gano en tres meses. Comenzaron a aspirar líneas ayer a la hora de almuerzo. Rogers saltó a las tres de la tarde.

– Debe haber estado muy fome la conversa.

– Fueron a dos discos y después pasaron donde la manager de Sebastián para conseguir más motes. Volvieron para acá y siguieron dándole. El huevón de pronto se levanta, les dice «los quiero ene», se saca su chaqueta de cuero y salta.

– Adiós mundo cruel.

– El imbécil del karateka lanzó los papelillos y las pajitas al primer piso de puro terror. Cuando corrieron a ver el cadáver, Valdés los tomó y…

– ¿Valdés?

– Es secreto del sumario, Fernández.

– Relájate.

– El dueño de casa agarró los papelillos y las pajas y los escondió bajo un pastelón suelto. Una vecina lo delató. Había más de tres gramos.

– A lo mejor quería guardarlos para más tarde.

– Encontramos preservativos en su billetera. Y restos de una sustancia blanca.

– ¿Cocaína?

– ¿Te cuento una más?

– Después te devuelvo el favor, te lo juro.

– Rogers tenía pinchazos en un brazo. Por algo se quedó tanto en España. Y lo más importante: se teñía el pelo.

– ¿Me estás hueveando?

– Si se hubiera lanzado de la Torre Entel, quizás habría sido el escándalo del año. Te apuesto mi placa a que antes de que anochezca la jueza sentencia orden de no informar.