– No. Mientras menos sepa, mejor.
– Esta también es mi primera vez. Segunda, digamos. Jalé en mi pieza, solo. En la mañana.
– Yo no voy a jalar. Te afectó, veo.
– Encontré siete papelillos con mote.
– ¿Siete?
– Saqué cuatro para mí -le explica y deja caer tres paquetitos de su mano-. Como los artistas de la tele. A todo nivel. En Temuco no se vive así. Ya, te toca. No seas ingrato.
Alfonso agarra la pajita y jala una línea.
– Ambas fosas; si no, vas a quedar cojo.
– Puta que sabes.
– Me he estado preparando toda mi vida.
El Peloponeso está al fondo del tercer nivel de un desastre inmobiliario bautizado como Caracol Bandera. Inaugurado meses después de que el auge de los edificios caracoles pasara de moda y el boom económico de los 80 se desinflara, estas réplicas tercermundistas del célebre Museo Guggenheim de Nueva York nunca lograron seducir al público consumidor. Los caracoles son souvenirs de una arquitectura adolescente a la que le tocó plasmar un momento muy breve de transición, en que la ciudad estaba abandonando sus almacenes y galerías pero aún no había abrazado la causa de los malls.
El Caracol Bandera está ubicado a dos cuadras de lo restos humeantes del barrio chino, en un sector que se caracteriza por sus innumerables locales de telas al por mayor y ropa usada norteamericana. En el centro comercial ya no hay boutiques, aunque sí muchos locales se han transformado en rústicas oficinas o bien en zurcidores chinos o reparadoras de calzado.
El Peloponeso es el topless más grande del Caracol y ocupa casi medio piso. La competencia es fiera porque hay otros seis locales, más pequeños pero muchísimo más cerca del único acceso principal. Por eso dos tipos jóvenes están siempre en la calle, invitando y convenciendo a potenciales clientes, ofreciéndoles en forma muy poco velada tarjetitas con descuento.
– Mira -le dice Norambuena-, si vamos a entrar, entremos al Peloponeso. Ahí está la Drácula.
– ¿Tú también estás enterado?
– ¿Crees que recién me vengo bajando del tren?
Alfonso toma la tarjeta e inician la subida circular por la pendiente. Norambuena le coloca el brazo sobre el hombro.
– Estaba bueno el jale, ¿no?
– Tengo toda la garganta amarga, Hugo.
– Ese es el control de calidad. Necesitas un trago. Toma.
El detective le pasa una petaca de pisco que tiene guardada en el bolsillo de su chaqueta.
– Puta que escondes cosas.
– Gajes del oficio, compadrito. Tengo otra. Aquí no sirven trago. Puro café o bebidas. La Municipalidad no les da licencia de alcohol. Tetas sí, cerveza no.
– Nunca había estado aquí -le confiesa Alfonso.
– ¿En un topless?
– Una vez, por la Plaza Almagro. Para celebrar un examen donde todos pasamos. Pero en éstos nunca.
– No sabes lo que te pierdes. Estos son al chancho.
Norambuena toma un trago del pisco y lo atornilla.
– Eres bien caído del catre, Fernández. ¿Qué has hecho toda tu vida?
El Peloponeso, como los otros locales de espectáculos en vivo del Caracol Bandera, ofrece shows de desnudos parciales y totales. Las chicas bailan sobre un escenario iluminado con luz negra al son de música de moda, generalmente en inglés, aunque a veces ellas se dan el trabajo de doblar alguna balada romántica, en español, mientras aprovechan de abrirse de piernas y masturbarse frente a los tipos que están sentados a metros de ellas.
– ¿Estás caliente, Fernández? Yo ya estoy a media asta. Esta mina se lo come entero. Se nota que es seca para la corneta.
– Puede ser.
– Ya hablé con la Betsabé Trujillo. Se fue a lavar los dientes. Nos va a hacer pasar a la pieza del fondo.
A un costado del escenario hay dos puertas. Una, que se abre a cada rato, da a una bodega llena de cajas y un lavatorio. Es el camarín de las chicas y cada vez que entra o sale una, un fuerte haz ciega a los que miran el espectáculo. La otra da a la pieza del fondo o salón vip.
– Mansa raja la de esta huevona -comenta Norambuena.
– Qué calor. No puedo respirar.
– Más caliente te pone. Más desesperado.
En el escenario la chica está de espaldas, con su vulva en dirección a un tipo bajo con facha de obrero de la construcción que no deja de sudar. Suena Raffaella Carrà. El hombre se estira, saca su lengua y la lame.
– Yo no mojaría ese choro ni cagando.
– Hugo, mira. Nos llaman.
Los dos se levantan. El calor es tan espeso como en una lavandería china. El aire no circula y las gotas de sudor de Alfonso caen al suelo y rebotan.
Una trigueña con una malla transparente los hace pasar.
– ¿Usted me va a lavar la cabeza, mijita? -le pregunta Norambuena.
– Un momentito. Siéntanse cómodos.
– No se te vaya a ocurrir acabar dentro de la mina.
– Me sé el cuento, Hugo. Recuerda que tengo a Faúndez de sapo. Él es mi informante.
Se sientan en un sillón hundido, de felpa áspera y gastada. En el escenario, dos mujeres, una bastante gorda, bailan entre ellas y se tocan los pezones.
– La ondita -comenta Alfonso respirando el intenso olor a perfume químico y transpiración agria.
Al frente de ellos, un tipo sentado en otro sillón, con pantalones blancos y una polera sin mangas con la cara de Julio Iglesias, emite quejidos. A la altura de su ombligo, una mujer arrodillada mueve y gira su cara. El tipo le acaricia la abundante cabellera.
– ¿Esa es la Drácula? Le gusta el loly, parece.
– No creo. Se ve muy joven. No tiene celulitis.
Ambos se quedan mirando el espectáculo. Hasta que la mujer arrodillada se levanta y salta al escenario. El tipo se levanta también pero se tropieza. Tiene cerrados los pantalones. Sólo que el área de sus genitales se ve completamente manchada de rojo.
– Con razón le dicen Drácula.
– Es rouge, huevón. Fíjate bien.
La Be-O
La Brigada de Homicidios tiene su cuartel en Condell, una calle llena de árboles en los límites de la comuna de Providencia, justo en medio de un antiguo barrio residencial de viejas casas de dos pisos, protegidas por muros gruesos cubiertos de hiedra.
La casa que alberga a la Be-Hache (aunque no faltan los lumpen que, sin ironía de por medio, la llaman la Be-O, pensando, como es lógico, que homicidio se escribe con o) posee todos los lujos a que aspiraba la familia burguesa de mediados de los años treinta. Claro que hace tiempo que ahí no vive ninguna familia, sino tres docenas de detectives e inspectores que pasan todo el día adentro, aprisionados en turnos demenciales e ineludibles, lo que a través de los años, claramente, ha desgastado la mansión hasta dejarla en el estado que uno podría esperar de un internado juvenil con problemas de caja chica.
– Así que la Drácula -comenta con ironía Faúndez.
– En efecto -le responde Fernández.
– Espero que no hayas acabado adentro.
– He aprendido mis lecciones, don Saúl. Todas. En serio.
Faúndez, de corbata marrón y chaqueta gris, le entrega su carnet de prensa al guardia que está a la entrada. Alfonso Fernández, con el pelo recién lavado, lo acompaña en silencio, como una sombra.
– Vengo a ver al Subprefecto Maldonado.
– Lo siento, pero no se encuentra. Anda en comisión.
– ¿Y el Inspector Tapia?
– Lo llamo enseguida.
En la sala de espera hay un televisor prendido sin volumen y varios afiches. Uno dice: Detener para investigar, no investigar para detener.
– Adelante.
El Inspector Tapia les sale al encuentro. Es de ese tipo de hombres que sólo se destacan por su nariz. Tal como Faúndez, tiene algo de púgil, aunque Tapia posee más bien el aspecto del entrenador, del tipo que se queda en la esquina y aconseja.
– ¿En qué lo puedo ayudar, señor Faúndez? Siempre es un agrado ayudar a la prensa.