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– Sácame la chucha si quieres -me dijo él-, pero llévame lejos de aquí. Quizás no me creas, pero estoy realmente mal.

Traté de echarlo, pero él abrió una de las puertas de atrás, se estiró y se durmió de inmediato. Manejé unas cuadras, y al llegar a un semáforo intermitente le grité que se despertara, que me diera instrucciones. Por el retrovisor vi que resucitaba.

– No me siento bien… Estoy débil.

– Apoquindo y General Blanche. No sigo más lejos.

Incapaz de hacerlo bajar, cambié de rumbo y viré a la izquierda. Tiene que haber pasado un minuto cuando sentí el viento colándose en el auto. Miré nuevamente por el retrovisor. Vergara tenía el libro en la mano, abierto, lloraba sin ruido y miraba un punto fijo en la calle.

– A Martín -me dijo-. El orgullo de cualquier padre.

Después, entre lágrimas, agregó:

– Tú ni siquiera te imaginas lo que hago con tal de estar vivo.

– Escribes.

– ¿Y? Como si a ti te hubiera servido de mucho.

Entonces oí las arcadas y le vi la cara; frené el auto.

– Para, para.

Estábamos en una calle con árboles y muros. Vergara alcanzó a abrir la puerta pero cayó al suelo, besando el pavimento. Martín se ahogaba, el vómito no tenía por donde salir. Lo agarré del torso, lo levanté y mientras vomitaba en forma desesperada, entre sollozos, como negándose a hacerlo, sentí que más allá de su prosa privilegiada o sus conquistas amorosas o ese afán triunfalista y seguro, debajo de todo eso, había un niño perdido, a punto de caer, que se hundía en un remolino de angustia y destrucción.

Lo tomé de la frente, fría y mojada, y con el otro brazo le palmoteé la espalda.

– Eso. Sácalo todo para afuera.

Hay veces en que uno sólo puede estar en el lugar del mundo que importa, ayudando a sólo una persona. Pocos tienen la suerte de estar justo ahí. Y los que están, por lo general huyen. Se asustan. Hace un rato, creo, estuve donde tenía que estar. Es una gran sensación saber que estás haciendo lo correcto. Martín, me parece, se percató. A todos alguna vez nos han ayudado, y la sensación de haber sido acogido cuando se estuvo más perdido es de tal intensidad, que uno termina sintiéndose en deuda no tanto con esa persona, sino consigo mismo. Es como si a lo largo de los años el deseo de retribuir ese apoyo aumentara. El deseo de ayudar a otro tal como te ayudaron a ti comienza a embargarte y a no dejarte tranquilo. Este era el momento, el instante en que debía devolverle la mano al pasado. Martín se percató. Paró de vomitar y de llorar y comenzó, ahí, sentado en la cuneta, a hablar. A hablar como nunca lo había hecho. Yo lo escuché. Atento.

Mientras balbuceaba me acordé de Benjamín, de cuando era niño y yo llegaba borracho; fue un dolor tan punzante que me ardió y me hizo caer también al pasto húmedo. No es fácil darse cuenta de cuánto uno ha perdido, a cuánta gente ha dañado. No pude dejar de llorar y de sentir que no era casualidad, que esta vez sí iba a estar presente cuando me necesitaran, tal como una vez, en una situación aterradoramente parecida, el viejo Saúl Faúndez me habló como nadie me había hablado.

Pan, pan/Vino, vino

– Y a usted, señorita, ¿dónde le gustaría desempeñar su práctica?

– En Crónica, señor.

– ¿Y a usted?

– Creo que Deportes sería lo ideal.

– Bien, muchacho. Deportes. Así será.

Más allá de la playa de estacionamientos, a un costado de este edificio art-decó que por momentos parece un transatlántico varado, se alzan varios galpones. En uno de los muros se lee pintado El Clamor, diario masivo y popular. Obreros con cotonas azules y ribetes amarillos entran y salen. Tres camiones pintados de amarillo esperan frente a una inmensa puerta metálica. Junto a los camiones se amontonan seis rollos de lo que parece papel higiénico. Son tan voluminosos que superan en altura a los camiones.

– ¿Y a usted, señorita?

– Dígame Nadia, así me siento más en confianza.

– Nadia, entonces… ¿dónde quieres trabajar?

– Me encantaría Espectáculos.

– Espectáculos me parece muy bien. Estupendamente bien. Creo que estarás a la altura. ¿Podré confiar en ti?

– Por supuesto.

– No esperaba menos, Nadia.

El portero está vestido totalmente de amarillo y en la espalda de su chaqueta tiene impreso un ícono que semeja un megáfono. A través de la oxidada reja se divisa una larga fila de mujeres de indudable extracción popular que esperan silenciosas bajo el calcinante sol de la tarde.

Al otro lado del muro se alza el campanario gris de una iglesia. La virgen de bronce, en la cima, está notoriamente ladeada, en un ángulo de diez a doce grados, recuerdo inalterable del último terremoto que azotó con saña a este antiguo y resquebrajadizo barrio venido a menos al otro lado del río. Alfonso Fernández lucha por no morderse las uñas.

– Y a usted, joven, ¿qué sección le agradaría?

– También me gustaría Espectáculos.

Omar Ortega Petersen suelta su lapicera y una mancha de tinta roja ensucia un documento que parece oficial. El sol que entra por el ventanal impide ver a Ortega Petersen con nitidez. Su mirada no es de las que incluyen empatía.

– ¿Eres sordo o tonto?

– Ninguna de las dos cosas, señor.

– ¿Qué miras?

– Diario masivo y popular.

– «Clamor popular.» Así nos dicen. ¿Tienes algún problema con eso?

– No, señor.

– Aquí no tenemos vocación de minoría, ¿me oíste? Y esto va para los cuatro. Quiero que lo tengan claro. Aquí no van a escribir para seducir al profesor o pasar de curso. Si logran publicar algo en El Clamor, los van a leer miles, para no decir millones. Van a poder cambiar vidas. Tendrán la posibilidad de influir, de meterse en la mente de los lectores como un dedo se mete en una chucha apretada. Ahora bien, joven, en qué sección quiere desempeñarse durante este verano que ya se nos vino encima, por la puta.

Alfonso Fernández se ve inocente, nuevo, mojado detrás de las orejas, recién bautizado. Tiene el pelo levemente crespo y pareciera que aún no ha quemado todas sus onces con pan con palta. Sus modales están bien aprendidos aunque se come las uñas. Luce un terno de segunda, heredado, gris claro, el mismo con que se graduó en los Padres Franceses de Valparaíso hace un par de años. A su lado está Nadia Solís, crespa y morena, motuda, tez color canela fresca, ojos como aceitunas de Azapa. Viste un peto negro y una chaqueta de lino mostaza que vanamente intenta esconder lo que ya está a la vista.

– ¿Tú eres Fernández?

– Sí, señor.

– ¿El de la beca Presidente de la República?

– No, crédito fiscal no más. En la Universidad de Chile.

– Si sé, un colega mío te hace clases. Bascuñán, ¿lo ubicas?

– Es muy buen profesor.

– Es como el pico. No es capaz de diferenciar una coma de un punto seguido.

Cuando Omar Ortega Petersen grita, las venas de su cuello resaltan. Fernández lo mira aterrorizado. No es para menos. Omar Ortega Petersen, subdirector de El Clamor, alias «el Chacal Ortega» en el gremio, es toda una leyenda negra, un hombre con mucho poder, mejores contactos y toneladas de enemigos. Incluso en la Escuela de Periodismo, mientras juegan pimpón o enrollan pitos en la sala de fotografía, los alumnos intercambian los innumerables cuentos y mitos que rodean al Chacal. Por mucho que El Clamor sea propiedad de la familia Rolón-Collazo, todo el ambiente sabe que el viejo Leónidas no es más que un títere entre los peligrosos hilos de Ortega Petersen. Alfonso Fernández vuelve a sus uñas.

– Ya, relájate, no te vas a comer todo esos dedos aquí.

Ortega Petersen se ve mayor que en la foto que adorna su columna diaria Pan, pan/Vino, vino, costado derecho de la página 3, donde es famoso por contar lo que otros diarios no cuentan, por quebrar el off-the-record que sus reporteros prometen a sus fuentes, y por lisa y llanamente transformar la tinta en veneno.