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– Me acuerdo todo los días.

– ¿Nadia?

– ¿Sí?

– Nosotros nos llevamos bien, ¿no? Nos reímos. ¿Cierto?

– Es que tenemos tantas cosas en común.

– ¿Tú crees?

– No entiendo adónde quieres llegar.

– No, nada.

– Ah, no es nada.

– Es que, no sé, a veces siento que me tienes celos, que no quieres que me vaya bien.

– Por favor, cómo te voy a tener celos. ¿De qué? Si no le has ganado a nadie.

Alfonso le cuelga. Y vuelve a tipear.

¿Tú también escribes?

Es la hora de salida de las oficinas. Seis y media de la tarde y el sol sigue arriba; el calor ha cedido y la brisa huele a escape de auto. Aun así es preferible quedarse en el único lugar tolerable: las salas de cine con aire acondicionado.

La angosta calle San Diego está atestada de micros repletas de pasajeros que ya no caben dentro. Obreros de la construcción van colgando de las pisaderas.

Alfonso camina por San Diego hacia la Alameda. Avanza más rápido que las micros aunque no es tan fácil, puesto que la vereda también está intransitable. Los carritos con libros usados no facilitan las cosas. El derroche de letreros, ofertas y mal gusto tampoco.

En las disquerías suenan cumbias y rancheras, y en los grandes almacenes que dan a la vereda cientos de televisores sintonizan la misma imagen con distinto color. Los chocolates fabricados con tierra que venden por kilo en las dulcerías están blandos y viscosos.

El ambiente, en rigor, tiene algo de festivo; el calor de hoy recuerda el infierno de diciembre y el feroz ajetreo navideño. Todas las fuentes de soda están al tope, hay olor a pollo asado y grasa de papas fritas, y en las vitrinas los maniquíes ya están modelando ropa escolar o luciendo tenidas de verano en franca rebaja.

Alfonso sujeta un sobre tamaño oficio color amarillo. La transpiración de su mano ha manchado y corroído el grueso papel. Cuando llega a la Alameda, baja unas escaleras y cruza por un pasaje que da al paso bajo nivel Bandera. Una mujer vende incienso. El aroma del sándalo choca con el de la harina recién tostada.

El centro de Santiago es un solo coro de bocinazos. El sol rebota en los vidrios de los cientos de taxis. Alfonso mira un reloj que dice El Clamor, diario masivo y popular: faltan diez para las siete. Comienza a correr. No se detiene en las calles. Pasa frente a La Moneda sin mirar a los guardias. Cuando llega al Ministerio de Educación, no lo dejan entrar.

– ¿Cómo que no?

– Hay que entrar por Valentín Letelier.

Alfonso corre por la callejuela hasta toparse con la puerta de servicio. Un guardia le pide su carnet.

– Vengo a dejar un cuento al concurso.

El guardia le señala una puesto que está ubicado a un costado del ancho hall de entrada de mármol. Las sombras están en bloque. Alfonso se coloca al final de la fila. Hay tres personas más. Justo delante de él, una chica con una larga cabellera negra que brilla. Anda con jeans y una polera a rayas como marinero francés. Ella se da vuelta. Lo queda mirando.

– Hola -le dice.

– Hola.

Se ve muy joven y bronceada. Tiene ojos verdes y es un poco bizca.

– ¿Tú también escribes? -le pregunta.

– Sí, supongo. Veamos lo que dice el jurado.

– ¿Crees que vas a ganar?

– Puedo quedar entre los finalistas.

– ¿Cómo sabes? ¿Cómo tan seguro? No conoces a los otros participantes.

– Pero me conozco a mí.

Ella se ríe con su respuesta. El sobre que sujeta en sus manos es rosado y tiene mariposas y pajaritos.

– Te invito a una bebida -le propone muy suelta de cuerpo-. Nunca he conversado con un escritor. Es mi primera vez.

– ¿A qué te refieres con primera vez?

La vida, simplemente

Alfonso apaga la luz y acomoda su almohada. Suena el teléfono. Con su mano busca el cordón y lo acerca hasta a él. Al cuarto campanazo contesta.

– ¿Aló?

– ¿Lo interrumpo?

– Un poco, mamá.

– Tan poco cariñoso que se ha puesto usted.

– Nunca he sido cariñoso.

– ¿Estaba durmiendo? Tiene voz de sueño.

– Estaba a punto de quedarme dormido, mamá. He tenido un día largo. Estoy destrozado.

– Pero Alfonsito, no son ni las once de la noche. Me preocupa. ¿Se siente mal?

– Me duele la cabeza.

– ¿Fiebre?

– No. Estoy agotado. Tuve un mal día. ¿Nunca le ha pasado?

– Todos los días de mi vida, y no me quejo.

– Sí se queja.

– Pero sigo adelante.

– Yo también. Sigo adelante. Combo a combo.

– No le entiendo.

Se produce un silencio. Alfonso abre la ventana para que entre aire.

– ¿Alfonso?

– ¿Sí?

– Se quedó dormido.

– Sí. Le estoy respondiendo desde mis sueños.

– Usted está insoportable. Usted y su hermana.

– …

– La Gina se encierra en su pieza y llora. No se le puede ni hablar.

– ¿No estará embarazada?

– ¿De quién? Si ése es su problema. No sale.

– Como la tía Esperanza.

– Tiene razón. Están cada día más parecidas. Qué horror.

– ¿Y su auto?

– Lindo. Pero me ha sacado a dar una vuelta una sola vez. Cuando estaba su abuela. Nos llevó a Quilpué y Villa Alemana. Llegamos hasta Quillota, donde tomamos onces.

– Té. Se dice té.

– Fue un paseo muy agradable.

– Qué pena habérmelo perdido.

– Su hermana está rara, Alfonsito.

– Es rara. Lo ha sido toda la vida.

– Debería llamarla. Averiguar. Usted es periodista, es bueno para sacarle cosas a la gente.

– No me insulte.

– Se lo decía como un halago.

– ¿Y el clima? -le pregunta Alfonso después de un rato.

– Amanece nublado.

– Ah.

– El otro día me topé con la Nadia frente al Samoiedo. Andaba con un jovencito de pésimo aspecto.

– Debe ser un amigo.

– Podría ser su novio.

– Yo soy su novio, mamá. Le guste o no. Cuando usted se casó con mi padre, yo no me metí, ¿cierto?

– No existía.

– Pero igual. No me hubiera metido.

– Aunque eso significó arruinar mi vida.

– Cada uno cava su propia tumba. Los otros no se pueden meter.

– Yo lo único que he hecho es sacrificarme por ustedes.

– Ya sé, mamá. Tengo sueño.

– Usted vive con sueño. Estoy enferma, nerviosa, y ni me pregunta. A eso hemos llegado.

– ¿Enferma de qué?

– Del esófago. Por los nervios que me hacen pasar esas arpías del Registro Civil. Su hermana me tiene loca. Y su abuela no se iba nunca.

– No me hable de mi abuela, vivo con ella. No exagere.

– Por fin se mandó a cambiar.

– ¿A las Termas del Flaco?

– Que es lo peor. Un asilo de ancianos. ¿Ha visto algo más deprimente que viejos en traje de baño?

– ¿Y la Esperanza? -le pregunta cerrando los ojos.

– En Concepción, con la Ivonne. Cómo los debe estar jodiendo. Su pobre tía Esperanza por Dios que es jodida. Compadezco a su yerno. No es fácil soportar a la Esperanza. Eso lo sabe usted.

– Lo sé.

– Además, con el problema que sufre.

– ¿Qué problema?

– Cosas de mujeres. De amor.

– ¿La tía Esperanza? ¿No me va a decir que tiene un amante?

– Ojalá tuviera. Ese es su problema. Lo necesita y no tiene.

– ¿No?

– No, cómo se le ocurre. Lo que pasa es que su tía Esperanza es muy… ardiente, ya. Eso puede ser bueno y puede ser malo, Alfonso. Si una es soltera o está sola, es malo. Su tía ha sufrido mucho. Es su calvario. No sabe cómo…

– ¿Cómo qué?

– Cómo aliviarse…

– Le juro que no entiendo.

– La única manera que tiene su tía de aliviarse es dándose baños de bidet con agua helada. Dios mío, las cosas que estoy diciendo.