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– No. El Camión le anda siguiendo la pista. Llamó y me informó que no está en ninguno de sus lugares habituales.

– Este viejo culeado me las va a pagar.

– Según Escalona, tomó bastante al almuerzo. Tuvieron que ayudarlo a levantarse. Después paró un taxi. No se fue con ellos.

– ¿Y tú, Alfonso?

– Yo estaba en el cementerio de Maipú. Agarré una exclusiva, pero no te la voy a dar.

– Sólo quiero saber de Faúndez.

– Espérame, que viene el jefe hacia acá. No cortes.

Darío Tejeda se acerca a Alfonso y lo mira con dureza.

– ¿Y Faúndez?

– Está reporteando, señor.

– ¿Qué?

– Anda en Maipú, en el cementerio. Una señora nos llamó y él partió a investigar. Era una cosa urgente.

– ¿Qué pasó?

– Quiso cambiar a su marido muerto de nicho y encontró el esqueleto de una mujer en el ataúd.

– Genial.

– Sí.

– Escuché por ahí que estuvo muy regado el almuerzo.

– No lo sé, señor. Yo almorcé acá en el diario.

– La conferencia de prensa del dedo la cubrió Faúndez, ¿no?

– Así es.

– ¿Y el artículo ya lo escribió?

– Así es.

– Quiero titular la edición de provincias con eso. El texto tiene que estar listo en veinte minutos.

– Si está listo. Me dejó revisándolo. Todo listo. También tenemos otros casos buenos.

– Nada se compara con lo del dedo. ¿Así que era su amante?

– Diecinueve años. Pero él quiso volver con su mujer.

– De armas tomar la mina.

– Así parece, don Darío.

– Si no llega este borracho, despáchalo tú no más. Y suelta el artículo para que lo pueda leer yo en mi terminal. ¿Vale?

– Vale.

Tejeda se da media vuelta; desparece tras los módulos de Deportes. Alfonso toma el teléfono.

– ¿Estás ahí?

– Lo escuché todo. ¿Qué vas a hacer? ¿Quieres que te dicte? Yo no estuve presente, pero hablé con el Topo Ulloa. Apúrate. Tengo apuntes que pueden servir.

– No te preocupes, ya lo tengo. Transcribí la grabación. Faúndez entrevistó en exclusiva al Inspector Tapia. Todo bien. El Camión encontró la grabadora en el suelo de la camioneta.

– Puta el viejo irresponsable.

– Eso lo sabías de una. Ahora te cuelgo.

– Gracias por defenderlo. Todavía le duele haberte pegado.

– Da lo mismo. Nos vemos.

Alfonso cuelga y vuelve a la pantalla. Teclea unas letras: Por Saúl Faúndez. Sonríe.

Patio Esmeralda

– Te pasaste, cabro.

– Cuando quiera, don Saúl.

– No, en serio. Te debo una, Pendejo. Y te la voy a pagar.

– Da lo mismo.

– No da lo mismo. Estas cosas nunca dan lo mismo. Te la jugaste por mí. Me defendiste a pesar de todo.

– Si para eso estoy. Para ayudarlo.

– Para aprender. Y no te he enseñado nada. Puros malos ejemplos.

– Nada que ver. Me ha abierto los ojos. Lo único malo es que…

– Es que qué.

– Es que ya no los voy a poder cerrar.

Faúndez esquiva la mirada. Con el dedo dibuja una cara triste en la sal que llena un vaso de vino. Los ventiladores del techo giran lentos, sin ganas. Faúndez se sirve otro Fernet con manzanilla. Con la mano llama al mozo.

– Ya tomó harto por hoy, don Saúl, ¿no cree?

– Ni siquiera he empezado.

Están en el bar y restorán Patio Esmeralda, calle Esmeralda casi esquina Diagonal Cervantes. El ambiente está denso con el humo de los braseros y el fermento del pipeño. Ambos están al lado de la ventana que da a la galería del mismo nombre, que ya está cerrada. Desde su asiento Alfonso mira los letreros del reparador de carteras, del doctor del paraguas, del vaciador italiano.

El mozo se acerca y les pregunta qué desean.

– ¿Tiene cazuelín de menudencias?

– Los lunes, señor. Con las sobras.

– Entonces déme guatitas con arvejada.

– ¿Y el joven? ¿Lo mismo que el papá?

Alfonso le sonríe a Faúndez.

– A ver, yo quiero algo más normal. Riñones al coñac, ¿puede ser?

– Cómo no. ¿Con arroz?

– Perfecto.

– Les ofrezco borgoña con durazno. La especialidad de la casa.

– Muy bien -le dice Saúl antes de encender un cigarrillo. Deja el fósforo en una concha marina con restos de ceniza.

– ¿Le pasa algo, don Saúl?

– Estaba pensando en mis riñones. El coñac y el alcohol que han soportado. Cada vez estoy meando más veces y menos cantidad, Pendejo. Y la huevada me está comenzando a doler de verdad.

– Debería hacerse ver.

– En marzo.

El Patio Esmeralda tiene dos ambientes: el bar con su barra y la larga repisa de botellas de vino empolvadas; y el restorán, con sus mesas de formalita. La decoración pretende ser española, pero no queda tan claro. Las paredes están adornadas con grandes miniaturas de galeones y escudos de armas.

El mozo regresa con el borgoña. Les sirve a los dos.

– Salud. Y gracias.

– A usted.

Faúndez se toma el vino al seco.

– Me quedó dando vueltas eso que dijiste de abrir los ojos. Por eso uno toma, Pendejo. Para eso uno se mete con tanta mina. Para poder cerrarlos. ¿Me entiendes? Para recuperar la calma.

– Ya sé cómo te voy a pagar. Cómo voy a saldar mi deuda contigo. El sábado nos vamos a ir de juerga. Con la Roxana y Escalona y los que quieran. Y tú vas a ir acompañado.

– Lo que pasa es que…

– Nada de pendejerías. Vas a ir con la Valeskita Leiva y se acabó el cuento. Es sobrina del masajista de los Baños Anatolia. Es una gran podóloga.

– ¿Qué?

– Podóloga. La huevada de las patas, de los callos.

– La mujer de mis sueños…

– Mira, huevón, trabaja en una de las peluquerías más finas del barrio alto. Hace visitas a domicilio. La mina se moviliza en taxi. Le va muy bien.

– Así veo.

– Puta, es joven, tiene medias gomas, feroz raja, y es como tonta para el que te dije.

– ¿Experiencia personal?

– Conocimiento carnal, sí. Y hace unas cosas con los pies que te mueres.

– ¿Con los pies?

– La parte menos explotada del cuerpo.

Los Braseros de Lucifer

El local se llama Los Braseros de Lucifer y, tal como era de esperar, el color dominante es el rojo, aunque las brasas están bien escondidas dentro de las parrillas individuales que funcionan como centro de cada una de las mesas.

A través de la ventana se divisa claramente la calle San Diego y, más allá, la iluminada cúpula de la iglesia de los benedictinos. En el escenario, de pie y teñida de luz, Valeria González Mejías, vestida íntegramente de oro. La orquesta, más atrás, luce de negro, con corbatas plateadas.

– Gracias una vez más, querido público. El aplauso es el pago del artista y esta noche he recibido el sueldo de un mes.

La gente aplaude más todavía. Valeria arregla su inflado pelo, que cae sobre sus senos.

– Yo siempre me he debido a mi público y es reconfortante sentir que ustedes me quieren de la manera como lo hacen. Gracias. Y gracias, también, a los hermanos Olivares por mantener este importante centro nocturno que es una fuente de trabajo para todos los artistas chilenos. Para finalizar, voy a dar curso a un pedido que me ha llegado. Lo leo primero.

Valeria González Mejías abre una servilleta:

– Para Roxana, que ilumina mis tardes. De Saúl, que conoce sus debilidades. Este tema de Paquita que tanto te hace vibrar.

Saúl mira a Roxana y ésta le toma la mano. Sus ojos delatan emoción. Valeria González Mejías arruga la servilleta y la esconde en su escote. La orquesta comienza a sonar como si fuera una banda de mariachis.

Escalona le guiña un ojo a Alfonso. La mujer de Escalona se nota incómoda. Se ve bastante menor y sencilla. No ha hablado en toda la noche. Luce un vestido con cuello de encaje y cruz de oro. El Camión está solo y lanza besos hacia una mesa de secretarias que están de festejo.