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– Pendejo, ¿qué tal?

Alfonso dobla su cabeza para mirarlo. Faúndez tiene polvo blanco alrededor de una de sus fosas nasales. Instintivamente se toca la nariz y nota los restos de cocaína.

– Me pillaste pichicateándome -dice subiéndose al escalón del urinario-. Para que veas que no es sólo una cosa de adolescentes en discothèques. ¿Quieres? Está rebuena. Me la regaló el Inspector Salgado, que es tan requete amable.

– No, no, gracias. No creo que…

– Yo antes era así, Pendejo. Como en la anécdota. Insobornable. Aún lo soy, créeme. No me juzgues por las cosas chicas. Al menos ten eso en cuenta. A nadie hay que juzgarlo por las cosas chicas. Todos nos caemos en eso.

Faúndez comienza a mear. Alfonso mira hacia abajo. El agua que cae de la cañería diluye la orina roja que sale de Saúl.

– Me estoy desangrando vivo, Pendejo.

¿Me está hablando a mí?

Siete de la tarde, el día sigue, se arrastra, no para a pesar de lo largo, caluroso y violento que ha sido. Faúndez y Escalona están de gira, fuera de la ciudad, en Rancagua, invitados por Carabineros, redadas en Coltauco, quema de marihuana en Rancagua, todos los traficantes de droga de la Sexta Región en manos de la ley y listos para la foto.

Alfonso y el Camión bajan por Vitacura. Regresan de una mansión que ha sido asaltada. Desconocidos maniataron a dos empleadas y las encerraron en la despensa. Los ladrones, cuatro cabros jóvenes, buenos para el hueveo, la jarana, locos con la angustia, la pasta base, ingresaron a la casa, que se encontraba sin sus moradores. Estos se hallaban veraneando en un exclusivo balneario de la Cuarta Región. El asalto, en el cual hurtaron especies y joyas valuadas en una suma superior a los quince millones de pesos (varias pinturas al óleo de Pacheco Altamirano, y Carmen Aldunate como yapa), pronto dio paso a una bacanal. Al parecer, los malandrines se toparon con drogas, tragos y videos pornográficos, todos de propiedad del matrimonio ausente. La fiesta terminó en la violación de las dos empleadas, el consumo de las delikatessen encontradas en el refrigerador y abuso de las sustancias químicas. También utilizaron la piscina, donde los malhechores hicieron sus necesidades fisiológicas y otras degeneraciones que contaminaron el agua clorizada.

– Y vos qué creís, Camión: ¿fueron violadas o simplemente se dejaron llevar?

– Las dos cosas. Ni huevonas.

– Yo no sé, yo creo que a nadie le gusta ser violado. El sexo a la fuerza debe ser lo peor.

– No hables sobre huevadas que no sabes.

– Detente acá. Mira que tengo que comprar algo. Espérame, me demoro cinco minutos como máximo.

– ¿Qué necesitas?

– Un regalo. Ropa de mina. La Nadia está de cumpleaños.

– Apúrate.

Alfonso se baja y corre hasta la boutique que se encuentra en la otra esquina. El local está vacío y huele a spray antitabaco. La mujer que atiende habla por teléfono. Mejor dicho, escucha, responde monosílabos. Alfonso revisa las repisas atestadas de blusas, chalecos, faldas. Ve una prenda azul que le llama la atención. Al sacarla, las otras blusas caen al suelo.

– Disculpe -dice mientras se agacha a recogerlas.

La mujer cuelga violentamente el auricular y le grita:

– Ten un poco más de cuidado. Si no piensas comprar, mejor ándate, tal por cual.

– ¿Qué?

La mujer llega donde él y con violencia le toma el brazo y lo empuja lejos.

– Muévete, niño. Estás arrugándolo todo.

– Ya le dije que perdone.

– Me da lo mismo. Ya, ándate, además no creo que te alcance la plata. Así que deja de manosear esas prendas.

– Creo que debería tratarme mejor. Ya le pedí disculpas. Ahora creo que la que me debe una disculpa es usted.

– Qué te has creído, mocoso de mierda. Ya, ándate, te dije, sal de mi tienda, que me das asco.

– ¿Perdón?

– Mira, no tengo tiempo para hablar con rotos.

– ¿Me está hablando a mí? Disculpa, ¿a mí me estás hablando así?

– O te vas o llamo a los pacos, imbécil -le grita ella.

– A mí no me tratan así. Ya no.

– Me importa un rábano.

Alfonso la mira un buen rato y hace un gesto que la asusta, pero se reprime y no alcanza a tocarla.

– Mírame bien la cara, vieja, porque te va a costar olvidarla.

Alfonso abandona la tienda y corre rumbo a la camioneta. El Camión está leyendo Las Noticias Gráficas.

– Huevón, me tienes que ayudar. Rápido.

– ¿Qué pasa?

– Préstame tu Luger. Apúrate.

– ¿Estás loco?

– Sí, y la necesito ya, antes de que me vuelva la cordura. Sácale las balas.

– ¿Vas a asaltar a alguien?

– A imponer justicia. Quédate aquí, con el motor prendido.

El Camión descarga el revólver.

– No hagas algo que después te pueda costar caro.

Las balas quedan en la palma de su mano. Le pasa la Luger.

– Por ser tú no más.

– Si sé. Está en buenas manos. Gracias.

Alfonso inserta el revólver en su pantalón y corre de vuelta a la tienda. La calle está vacía. El sol ya se puso pero hay luz, aunque lo que predomina son las sombras. A través de los vidrios ahumados de la boutique divisa a la mujer. Está hablando por teléfono. Alfonso saca la pistola y entra. La apunta mientras camina. La mujer queda muda.

– Cuelga.

Los ojos de la mujer no caben en sus cuencas. Alfonso se acerca y corta el teléfono. Con la misma mano desocupada, lo agarra y lo lanza lejos, destrozando en mil sonoros pedazos un espejo a escala humana.

– Muéstrame las blusas. Y levanta los brazos. Coloca tus manos sobre tu nuca.

La mujer intenta hablar.

– Si hablas, te vuelo los sesos.

Alfonso acerca la pistola hasta su boca.

– Ábrela.

La mujer se niega. Alfonso la agarra y la obliga. Introduce levemente el revólver en su boca.

– A lo mejor así aprendes a quedarte callada.

La mujer llora. Alfonso extrae el arma y se la coloca a la altura de la sien.

– Es una línea muy fina la que separa a un buen ciudadano de un criminal, ¿lo sabías? Camina.

La mujer avanza unos pasos.

– Quiero una blusa. Azul, porque estoy aburrido de que use negro. Médium, porque tanta teta no tiene.

La mujer, entre espasmos, extrae una blusa. Se la pasa.

– Supongo que no me la vas a cobrar después de todo lo que ha pasado. Además, qué tonto soy, a los rotos como yo no les alcanza el dinero para este tipo de prendas. Ahora arrodíllate.

Alfonso se toca el paquete. Pone su arma a la altura de su marrueco.

– ¿Cuál prefieres?

La mujer se agarra las manos y llora desconsoladamente.

– Ahora lloras, puta. ¿No eras tan valiente? Otra cosa: los clientes siempre tienen la razón. Ahora acuéstate, cara al suelo.

La mujer cumple las órdenes. Alfonso sale de la tienda y corre como nunca. El Camión lo ve y abre la puerta. Alfonso se sube, sudando.

– ¿La mataste?

– Casi.

Barracuda

Al final de la primera curva de la subida Ecuador hay una vieja casona típicamente porteña tapizada con planchas de metal oxidadas por el mar. El letrero encima del timbre dice Barracuda, pero nada en esa fachada sirve como indicio de lo que ocurre dentro.

Para entrar al Barracuda hay que primero decir el santo y seña de la noche y después pagar la entrada en una suerte de zaguán-guardarropía iluminado de azul. El primer piso es el living de una casa, con sillones kirsch y una biblioteca. Ahí se encuentra gente conversando en forma quieta y tranquila. Si bien el Barracuda es un bar, en el comedor del fondo, que tiene vista a la bahía de Valparaíso, se puede comer quesos y otros alimentos sólidos que salen de la cocina pintada en tonos verdes y rosa.