Alfonso la observa. Está seria y su voz no tiene rastros de humor.
– Tienes razón: no debería haberle aguantado mil cosas, pero cada uno se merece el trato que obtiene. Pero eso ya es pasado y tampoco me importa tanto. La gorda, en cambio, me da pena. Faúndez me dijo a la entrada de la iglesia que ya había tomado su decisión.
– ¿Qué decisión?
– Que a partir de mañana en la mañana dejaba a su mujer. Ellos tenían un acuerdo: seguir juntos por el niño. Y el niño, como sabes, ya no está. El muy concha de su madre es hombre de una palabra y la va a cumplir. Un trato es un trato. La va a dejar. Y a mí también. ¿Pidamos más vino?
La lluvia cae con rencor y revienta como balines sobre el parabrisas del taxi. Alfonso y Roxana viajan en el asiento trasero. Los dos están seriamente borrachos. Por la radio habla América Vásquez en su programa Solitarios de la Noche. El taxista maneja despacio y mira hacia adelante.
– ¿Y no lo vas a echar de menos?
– Voy a seguir topándome con él. Por ahora.
– Eso es lo peor: terminar y seguir viéndose.
– ¿Y tu mina?
– Ya no es mi mina. Creo que nunca lo fue. Ahora estoy libre, sin amarras.
El rebote de las gotas sobre el techo anula la música de la radio. El reflejo de los autos en la calle mojada parece sangre.
– Me voy a casar, Alfonso.
– ¿Con Faúndez?
– ¿Cómo con Faúndez? Con otro. Claro que no estoy segura. Pero a lo mejor me caso. Me vería bien de blanco.
– ¿Con quién?
– Con un gendarme amigo, uno de mis contactos. Me he acostado un par de veces con él. Está arriba del promedio. Lo nombraron alcaide de la cárcel de Lota. Sería parte de la aristocracia de la ciudad. Tendría que almorzar con la esposa del alcalde. Me podría tirar al gobernador.
– O a los presos. Te encierras con ellos y les das como caja.
– A ti te voy a dar como caja, cabro atrevido.
– Vos, puh. Habló la más santa.
– Vos no tenís pelos en la lengua, huevón.
– Porque tú no quieres, no más.
– Estás muy borracho.
– Y tú estás muy gorda -le dice agarrándole uno de sus rollos.
Roxana le devuelve la gracia haciéndole cosquillas. Alfonso se larga a reír, trata de detenerla.
– Córtala.
– ¿Qué?
– Nada. No sigas.
– ¿Que no siga? ¿Seguro?
– Puta, es que se me está parando.
– Veamos.
– Sácame la mano del muslo -le susurra él-. Ahí es donde más me caliento.
– Como Saúl.
– Como todos.
Roxana le lengüetea la oreja.
– Escucha, Alfonso, es Paquita. Esto es buena suerte.
Alfonso la mira y le lame la mejilla.
– Señor, ¿podría subir el volumen, por favor?
El taxista gira la perilla y la voz de Paquita inunda el auto. Alfonso mira a Roxana y le acaricia el cuello.
– Estoy muy curado. Yo no respondo.
Ella se acerca y comienza a besarlo hasta hacer ruido.
– Yo sí. Dejémoslo hasta acá no más, Pendejo.
El velorio del angelito
– Oye, Escalona -le dice Alfonso-, me acaba de llamar Norambuena. Me ofrece una exclusiva.
– Ese cabro sicópata es la oveja negra de los ratis. No sé cómo lo dejan seguir ahí. Mancha la institución.
– Ojos que no ven, corazón que no siente. Ahora escucha, mira que está bueno: en Quinta Normal están velando a un angelito de siete meses. Los tiras van a ir a allanar el velorio.
– ¿Me estás hablando en serio?
– La abuela del niño acusa a su nuera. Dice que varias veces la vio golpeándolo. Parece que le hace al trago. Van a apoderarse del pequeño ataúd para que en el Médico Legal lo exhume. El padre es el testigo principal. Van a detener a la madre. ¿Te interesa?
– Como pocas cosas en el mundo. Quiero captarle el rostro cuando interrumpan su rezo.
– Don Saúl debería estar aquí.
– Ya va a estar. Pero ahora estás tú. ¿No te parece suficiente?
El doctor de la muerte
Alfonso se seca el sudor de la frente con un pañuelo y respira hondo. Ajusta la luminosidad de la pantalla del terminal. Se pone a tipear:
INFANTICIDIO DESTAPA OLLA:
MÉDICO BUITRE CÓMPLICE DE SÓRDIDOS ASESINATOS
Investigaciones descubre a doctor inescrupuloso involucrado en fraudes ligados a la extensión de certificados de defunción falsos y al tráfico de estimulantes.
(Por Alfonso Fernández Ferrer)
El triste velorio del angelito Tomás Sobarzo Meza, víctima de maltrato infantil por parte de Soraya Meza, su madre, dio pie para que la Brigada de Homicidios desvelara una sórdida red de espurias conexiones del peor tipo.
En efecto, lo que partió como la lamentable muerte súbita del cariñoso menor de siete meses, tuvo un vuelco inesperado al comprobarse, detrás del alevoso crimen contra un inocente, la no menos deleznable complicidad del médico Alfonso Fernández Martínez, un ser amoral y cobarde que, enredado en la «cultura de la paleteada» y el tráfico de influencias, se perfila como el centro de este cruel juego de dardos y corrupción que afecta a nuestra sociedad por entero. Fernández Martínez traicionó el juramento de Hipócrates y no examinó el frágil cuerpecito de Tomás antes de extender el certificado de defunción que documentaba, falsamente, que el pequeño se había ido de este mundo por muerte natural. Esa pecaminosa omisión encubrió a la desalmada madre del menor.
Fernández Martínez, 51 años, separado, es un médico internista que fue despedido del hospital de Quilpué hace más de una década por motivos poco claros. El doctor, que posee una consulta en el popular barrio de La Cisterna y que, no casualmente, no se desempeña en ningún servicio médico del Ministerio (ni en ninguna clínica particular), se ganaba la vida no sólo torciéndole el brazo a la ley, sino traicionando la confianza del Colegio Médico que lo acoge. Creyente en la moral del compadrazgo, Fernández Martínez, como tantos otros en este país, vive de pequeñas coimas y corruptelas nuestras de cada día. Hoy se encuentra -por fin- a disposición de la justicia.
Como si esto fuera poco, los detectives descubrieron que, además del negocio de los certificados de defunción irregulares, el doctor atendía en su consulta a mujeres obesas y jóvenes drogadictos, a quienes les pasaba, en forma directa y luego de un pago previo, pastillas con derivados anfetamínicos como mazindol y fenilpropanolamina. Estas pastillas eran preparadas especialmente para el doctor por la química-farmacéutica Gina Inés Fernández Ferrer, 26 años, soltera, de Viña del Mar, quien resultó ser hija del médico. El dinero, al parecer, se lo dividían los dos inescrupulosos profesionales.
HACER EL FAVOR
Tal como los «buitres» captan clientes para las funerarias, lo que doctores como Fernández Martínez hacen es «facilitar el paso al otro mundo». Y en este caso, el desconsiderado médico no extendía dos o tres certificados fraudulentos al mes (como otros de su especie descubiertos esta misma semana), sino que llegaba a firmar diariamente seis o siete cuando el alcohol lo inducía a ello.
Aunque el propio doctor manifestó a los detectives que nunca fue cómplice de un asesinato en forma consciente, la verdad es que su grado de corrupción y vileza es tal que ninguna excusa parece válida a estas alturas. Así lo entiende la ley, que lo enjuiciará como cómplice no sólo del infanticidio sino de otros casos aún en investigación. Esto, porque detrás de los cientos de certificados de defunción irregulares que fueron extendidos por el doctor perfectamente puede ocultarse otro homicidio, alguna negligencia o incluso darse el caso de que Fernández Martínez haya dado por muerto a algún criminal que anda vivo por ahí.
El modus operandi de Fernández era el siguiente. La funeraria (cuatro locales en total, ubicados en distintos puntos de la capital) les ofrecía a los deudos la posibilidad de evitarse las molestias de una autopsia. A veces esta solicitud venía incluso de los familiares. Cualquiera sea el caso, y siempre y cuando al muerto no lo hubiera revisado ni un médico ni un carabinero, la funeraria se comunicaba con el doctor Fernández vía teléfono celular. Por lo general, éste se desplazaba en colectivo al lugar de los hechos. Ahí conversaba con los familiares y, sin auscultar el cadáver (que por lo general estaba en otro sitio), extendía el certificado arguyendo causas naturales, vejez o un simple (y limpio) ataque al corazón.