Éste el fue el caso del infante Tomás Sobarzo Meza que, según la madre y el propio certificado, «falleció de muerte súbita» mientras dormía en su cuna. Tal como señalamos en la edición de anteayer de «El Clamor», la exhumación del cadáver del pequeño reveló que el niño había fallecido producto de un edema subdural (rompimiento del duramadre cerebral) luego de haber sido violentamente sacudido y azotado.
Como forma de cuidarse las espaldas, Fernández timbraba su nombre en el certificado vigilando que el número de su cédula no quedara estampado. Después aceptaba «el pago». Nunca hubo boletas de servicios de por medio. El costo era el equivalente a un «menú simple para dos» en Los Chinos Pobres de la Plaza Brasil.
Quizás lo más grave de este delito es que viola en forma flagrante la fe que depositan instituciones como el Registro Civil en la profesión médica. Así, los funcionarios del Registro sólo deben preocuparse de que «el certificado esté correctamente cumplimentado» para aceptarlo. Basta que el doctor efectivamente esté inscrito en el Colegio Médico para que el certificado sea considerado válido. El Colegio Médico, en tanto, es tajante y señala en su reglamento que «nunca se debe extender un certificado a petición de familiares o terceros». De este modo…
– Alfonso.
– ¿Qué?
– Qué te pasa -le grita de vuelta Escalona.
– Nada.
– Te llama tu vieja.
– Mamá, tienes que ver la portada de mañana.
Tinta roja
El reloj despertador destroza el alba, pero Alfonso ya está despierto, a la espera, con las manos detrás de la nuca. Sin silenciar la campanilla, abre la ventana y deja que el aire viciado escape. La luz de la atmósfera es la de un día de lluvia. Le da frío. Lo único que tiene puesto son calzoncillos. Va al baño y orina.
– Apaga ese ruido -le grita su abuela desde la otra habitación.
Alfonso regresa a su pieza y apaga el despertador. Son las seis de la mañana. Regresa al baño y abre la ducha, pero después corta el agua. En la cocina toma una caja de jugo de naranjas y bebe directamente de ella. Después agarra una botella de pisco, la abre y la huele. La deja a un lado.
En su habitación se pone unos jeans y un polerón de la Universidad de Chile. De un cenicero saca monedas y las llaves.
Alfonso abre la puerta del departamento y, antes de que su mocasín lo pise, ve el ejemplar de El Clamor enrollado en un tubo y sujeto con un tirante elástico. Lo toma. Del interior cae un sobre que dice su nombre. Cierra la puerta.
En la mesa del comedor abre el diario. Cierra los ojos y respira hondo. Entonces mira el titular: Familia baleada por defender a su perro, dice en gruesas letras impresas con tinta roja. Alfonso se desespera. Avanza por las páginas tan rápido que las raja. En la sección policial mira cada uno de los artículos. El central tiene que ver con el perro. Hay una gran foto de un pastor alemán. Alfonso toma el sobre y lo usa como una regla. Finalmente, bajo la columna de Sucesos Breves, sus ojos se detienen en el nombre del doctor Alfonso Fernández Martínez. Es una nota de tres líneas: Irregularidades en certificados de defunción…
Alfonso agarra el diario y lo lanza contra la pared. El tabloide se deshoja y se reparte sobre el sofá. Decide abrir el sobre. Dentro hay una hoja con membrete del diario. Es la letra de Faúndez, roja y gruesa y sangrante:
Pendejo:
Titulares buenos hay todos los días, pero padres, por culeados y pencas que sean, hay uno solo. El artículo, además, estaba pésimo.
Estoy en el Hotel Oddó, de Mapocho.
Saúl
Nadie le debe nada a nadie
El Hotel Oddó es un reliquia excéntrica que fue construida a comienzos de los años treinta cuando el verdadero, el que estaba en Ahumada con Huérfanos, fue demolido para dar lugar al Pasaje Matte. El dueño era el hijo descarriado de una familia de mineros del norte que había nacido en el hotel, por lo que le tenía un cariño exacerbado al nombre. Aspirante a poeta y diplomático frustrado, Emilio Gérard North construyó el hotel en el estilo neoclásico y lo ubicó a pasos de la Estación Mapocho, por la calle Morandé con General Mackenna. Gérard construyó su hotel pensando en los viajeros de los grandes barcos que llegaban a Valparaíso y de ahí tomaban el tren a Santiago para bajarse en la vecina Estación. Muchos intentaron convencerlo de que ése no era el lugar adecuado. Tenían razón. A los pocos años de inaugurado, el confort parisino era aprovechado por bohemios que comenzaron a arrendar sus piezas como estudios, talleres o bulines.
Cuando Gérard North se suicidó por amor en la suite principal, su madre vendió el Oddó a un inmigrante checo que lo transformó en varias cosas a la vez: hotel galante, pensión universitaria y hotel de segunda para viajeros de provincia. También transformó las habitaciones más grandes en departamentos.
Hoy el hotel es un monumento nacional muy mal tenido, con el papel descascarado y humedad de sobra. Su restorán es un bar que sirve pipeño y el salón de baile es un billar. Pero hay gente a la que le gusta vivir o alojar ahí y todos se respetan. Desde los mochileros israelíes a las prostitutas del barrio, pasando por los amantes subrepticios y los tipos que están en problemas.
– Estoy buscando al señor Saúl Faúndez -dice Alfonso en el mesón.
El botones tiene la piel como papel lija y una placa que le baila en la boca. El gato que descansa sobre la alfombra persa lo mira.
El hall de entrada es lúgubre y el candelabro, cubierto de polvo, no funciona. El lobby tiene varios sillones de cuero desvencijados. En todos hay jubilados leyendo el Extra o El Clamor.
– Está en la 508.
– ¿Tiene teléfono?
– En este hotel no hay teléfonos. Hubo pero se los robaron. Suba, no más.
Alfonso camina hasta el ascensor de reja. Aprieta el número cinco. Las indicaciones están en francés. El ascensor cruje y se mueve. Cada piso está pintado de distinto color. El quinto es mostaza aunque las paredes están trizadas por cicatrices de terremoto.
Alfonso se baja. Una puerta se abre y una señora muy anciana y encorvada lo queda mirando. Busca el número. Es al fondo, cerca de la ventana biselada por donde entra el único haz de luz. Sus zapatillas chirrían sobre el mármol. La anciana cierra la puerta. El eco queda suspendido.
Alfonso toca el timbre. El sonido no es el de una campana sino el de un taladro. Al otro lado hay ruidos. Alguien se acerca. La puerta se abre.
– Don Saúl.
– Puta que te demoraste, Pendejo.
Faúndez está sin afeitar, con calzoncillos y una camiseta blanca sin mangas manchada de vino tinto. No se ha afeitado en varios días. Con la mano derecha aferra una botella de aguardiente.
– ¿Sabes lo que es el chuflay? Mitad Bilz, mitad esta huevada. ¿Quieres un poco? ¿O prefieres tomarlo solo?
Faúndez empina el codo y toma. Toma tanto que el líquido cae sobre su cuello y entra bajo su camiseta.
– Pasa, puh, huevón. Esta es mi casa ahora.
Alfonso entra y cierra la puerta. El aroma a cocodrilo y agua empantanada rebota. Por la ventana se divisa el techo de la Estación. La pieza tiene dos ambientes y una cocinilla a la vista. La puerta del baño está cerrada. La cama, más allá, está deshecha y el suelo se ve empapelado de diarios. Faúndez se tropieza con un zapato.