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De Roxana nunca supe más. Hay ocasiones en que me la imagino como la primera dama de alguna cárcel sureña cantando la Canción Nacional durante un acto oficial. Otras veces me la imagino flaca y pintándose las uñas en la sala de relaciones públicas de La Pesca. A veces, incluso, la recuerdo en ese taxi en medio de la lluvia. Cuando nos casamos con Cecilia, armamos algo parecido a una luna de miel y pasamos una larga temporada recorriendo México. Y fue justamente allá, en Cuernavaca, donde fui a toparme con Paquita, la del barrio. Cantaba en un restorán que estaba de bote en bote. Paquita seguía obesa, redonda como un tonel, pero ya era una señora mayor. Cecilia quedó impactada de que me supiera de memoria tantas de sus letras.

Nadia, al final, no se casó ni se dedicó a los espectáculos. Tampoco triunfó en la televisión, como yo lo anticipaba. Terminó como relacionadora pública de varios malls y, junto a unas socias, fundó una revistilla de circulación gratuita dirigida a los hogares llamada Casa-Aviso. Todas las semanas la revista aparece debajo de mi puerta.

Al Camión me lo topé por primera vez no hace mucho. Iba manejando su propio taxi. Aún no se casaba y seguía básicamente igual. Hombre de pocas palabras, recordando sus días de marino. El Camión me contó que Faúndez, al final, sí tenía cáncer a la próstata pero que, testarudo como era, se había salvado después de varias operaciones que redujeron notablemente su energía sexual. El Camión no me dejó pagarle el viaje y, aunque no intercambiamos fono ni dirección, estoy seguro de que volveré a encontrarme con él alguna vez.

Don Saúl Faúndez regresó a trabajar por unos pocos meses a El Clamor, pero Darío Tejeda no toleró sus tardanzas, ausencias y desapariciones, y lo despidió apenas se le presentó la ocasión. Yo ya no estaba ahí para defenderlo. Entre los motivos que arguyó, estaba el de que no podía permitir que un cuasi criminal, un hombre que dejó ciego a otro, escribiera en un diario tan respetable como El Clamor. Celso Cabrera, increíblemente, estuvo de acuerdo.

Ese año, Faúndez siguió viviendo en el Oddó (que finalmente fue demolido) e hizo algunas críticas de teatro para La República. Recuerdo haber ido a un par de estrenos con él, para después terminar en el 777 conversando hasta la madrugada. Roxana le dejó su puesto en la agencia Andes y ahí trabajó unos meses. Pero Faúndez quería un cambio y optó por viajar al norte. Se radicó en Antofagasta, donde reporteó asuntos judiciales y se hizo cargo de la bitácora naviera del puerto. La vida en provincia era más barata y rápidamente se integró a un círculo de jubilados y literatos que lo respetaban como a un intelectual.

Faúndez decidió nunca más cubrir el mundo policial. «Puta, cuando uno ve la muerte tan de cerca, cuando la ves que te llega de frente y te quita algo que quieres, algo te pasa, Pendejo», me escribió una vez. «La muerte dejó de parecerme cómica y normal. Cuando estábamos en El Clamor, la muerte nos llegaba procesada, lista para la foto de Escalona. Cuando te toque vivirla de cerca, verla transitar delante de ti y dentro de alguien que tú quieres, verás que es capaz de trastocarte. Y, aunque te parezca raro, te deja un poco más libre, porque terminas entendiendo más.»

Con el paso de los años, Faúndez reincidió en el mundo del hampa, aunque de manera más tangencial. Aceptó adaptar sus anécdotas y recuerdos de ciertos criminales para un muy sintonizado y sensacionalista programa de televisión que recreaba episodios de sangre. Recuerdo haber visto un capítulo sobre Aliro Caballero y comprobar con horror que el actor que lo interpretaba era uno de los de Región Metropolitana. Vi el programa en un estado de déjà-vu y embriaguez. Al final, tal como lo intuí, apareció el nombre de Saúl Faúndez encabezando los créditos.

Tengo entendido que jubiló de la Escuela de Periodismo de allá. Hace tiempo que perdimos contacto. Debe estar muy viejo, pero no creo que se haya muerto. Le pedí a mi editor, antes de partir, que lo ubicara y le enviara la novela. Cuando regrese a Chile, prometo averiguar qué fue de él, aunque hay días en que preferiría no saber. Quizás mi mayor miedo es que no se acuerde de mí tanto como yo me acuerdo de él.

Mi padre, en tanto, estuvo efectivamente preso, pero su abogado logró que le dieran una pena corta y en una cárcel relativamente decente, donde había que pagar por la celda como si fuera un hotel. Sé que ahora vive en Villa Alemana y atiende clientela particular. Nunca nos volvimos a ver. No creo que lo hagamos. Las cuentas están saldadas. Prensa amarilla me ayudó bastante en ése y en otros sentidos.

Mi hermana Gina pasó un período muy mal, pero hoy está radicada en Mendoza, Argentina, casada y con dos hijos universitarios. Viaja frecuentemente a Viña a ver a mi madre. Cuando almorzamos tenemos el buen gusto de saltarnos el pasado como si fuera un pariente al que le hemos perdido la pista.

La azafata anuncia por los parlantes que nos estamos acercando al aeropuerto de Raleigh/Durham. Por motivos de seguridad es necesario apagar todos los aparatos electrónicos. A través de la ventanilla ya se divisa el follaje de los árboles y los caminos que pasan entre ellos. El día está glorioso y parece nuevo. Benjamín debe estar esperándome allá abajo. Supongo que estoy preparado, pero no me consta. Sólo sé una cosa: ésta es una oportunidad que no llega a cada rato. Espero estar a la altura.

Agradecimientos

A Carolina D. (que es capaz no sólo de editar páginas sino vidas).

A todos mis amigos que me dieron info, datos, consejos y apoyo: F. Merino, A. Sepúlveda y E. Ayala (viernes literarios); además de Marcela S., S. Paz, S. Gómez, P. La Roche, Sylvia I. y R. Fresán.

A la gente de Rock & Pop y el Canal 2 por permitirme ser su escritor en residencia: I. Valenzuela, L. Ajenjo y también Alejandra P.

A mi familia: tanto la de allá como la de acá.

A la gente de Iowa y USA: C. Blaise, D. Toscana, Kristina C, y a mi gran agente E. Simonoff en NY.

Al Gato Gamboa y Luis Rivano, y a todas las librerías de viejo de San Diego.

Al elenco de Cinco Sur, partiendo por G. Muñoz-Lerner, M. Klotz y, sin duda, Morgana R.

A mi nueva familia Alfaguara: C. E. Ossa, M. Maturana, Magaly V., Verónica R., Claudia de la V. y Verónica G, y a Valeria Z. y, por cierto, a Marcela G., que siempre aperra y siempre es fiel.

Alberto Fuguet

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