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– Algunas etapas se inician, otras se cierran. De ahí el éxito de las graduaciones, los matrimonios, los funerales. El Año Nuevo, sin ir más lejos…

– Nos vamos a ir a Viña, ¿no?

– Si dejas de hablarme de Lazos profundos.

– Alfonso, ¿qué vas a hacer para el Año Nuevo del 2000?

– Tomarme una pastilla para dormir, ver tele en tres dimensiones, leer un poco… A lo mejor paso a saludar a la Flaca, que va a estar muy vieja.

– ¿Estaremos juntos?

– Fiesta de la Escuela de Periodismo, harta salsa y merengue, vino navegado…

– Prometámonos estar juntos.

– Prometo acordarme de ti. A las once cincuenta y nueve del noventa y nueve.

– Y si estamos casados o en Nueva York…

– ¿Una cosa implica la otra?

– Dime tú.

– Si estoy casado contigo, pensaré en ti… Si estoy casado con otra, también.

– Y si estás famoso.

– Tú vas a ser la famosa, Nadia. Chorreas tanta ambición que podríamos hacer una sopa.

– No seas vulgar.

– En todo caso, el año nuevo del 2000 será igual a éste. O peor, porque al menos sé que este año que viene será distinto…

– Estamos iniciando una nueva etapa.

– Estoy.

– Estamos.

– Cada uno por su lado -recalca Alfonso.

– Espectáculos y Policía.

– No me lo recuerdes.

– Todavía no me perdonas.

– Ocurrió hace un par de horas, Nadia. El perdón no es instantáneo. Tienes que sufrir antes de perdonar, si no qué gracia tiene.

– Recuerda lo que dijo Escobar en clases: la mejor formación que puede tener un reportero es trabajar en la crónica roja. Así se formó él.

– Por qué no lo imitaste, entonces.

– Lo mío es la farándula.

– En El Clamor, espectáculos implica vedettes y topless. Las amigas de mi abuela lo leen, así que sé de lo que hablo.

– Me va a tocar el Festival de la Canción de Viña.

– Podrías alojarte con mi mamá y mi hermana Gina en vez de encerrarte en el Hotel O'Higgins. Te ahorrarías el viático.

– Alfonso, deja de ser irónico. Esta es una gran oportunidad. Para los dos.

– Yo quería El Universo, recuerda. Todo es culpa de esa inepta… No me vine a Santiago para lucirme en un tabloide amarillento, Nadia. Eso lo sabes. Quiero más.

– Aquí te van a dejar hacer cosas. En El Universo sólo sirves el café y te mandan al archivo.

– Pero haces contactos. Te juntas con la gente que da las órdenes en este país, no con los que las siguen.

– La sección policial es el mejor lugar. Vas a aprender mucho más que Juan Enrique, por ejemplo.

– ¿Te gustó?

– Camina como pingüino.

– ¿Y?

– No, me gustas tú.

– Me quieres pero no te gusto.

– Cambiemos de tema, me incomoda hablar de cosas personales.

– ¿Estás segura de que no intentaste dañarme con el Chacal?

– ¿Cómo puedes decirme eso?

– Dime.

– Jamás… pero yo también tengo derecho a estar en lo que quiero.

– El Chacal me considera un imbécil. Partí mal. Cómo me comía las uñas.

– Nada que ver.

– Mi abuela se va a ir a Viña mañana. Y la Esperanza parte a Conce en tren, donde mi prima Ivonne y su marido. Se va a quedar todo el mes. Espero.

– ¿Y tu abuela?

– Se queda en Viña con mi vieja. Voy a estar todo enero solo. Capaz que febrero también. Te podrías venir a vivir acá. Estoy cerca del diario. Nos podemos ir caminando. Es bastante más cerca que La Reina.

– ¿Y la Flaca?

– Abajo, en el ocho.

– ¿Qué va a hacer para el Año Nuevo?

– No soy responsable por la Flaca.

– Pobre, me da pena. Todos sus parientes exiliados.

– La Flaca lo pasa mejor que todos. Mejor que mi madre. Por lo menos viaja. A Europa, donde todos sus exiliados.

– Tu madre me odia.

– Te tiene miedo. Dice que haces lo que quieres conmigo.

– Falso.

– Me gustaría hacer lo que quiero contigo.

– Córtala.

– Lo único que tengo puesto son unos calzoncillos blancos. Chiteco. Me los compró mi abuela.

– Cállate.

– ¿Quieres venirte a alojar mañana? De aquí nos vamos al bus. Tengo pasajes para el 31. En el Tur Bus de la 15:10.

– La hora más fresca -ironiza Nadia.

– ¿Vienes?

– No.

– Por qué.

– No todavía. Pero si quieres, almorzamos en tu casa y de ahí nos vamos al bus.

– Vale.

– ¿Un beso?

– Pero sólo uno.

– ¿Largo? Oye, me saqué los Chiteco. Hace mucho calor acá. Estoy todo transpirado. Mira, toca.

– No seas asqueroso.

– Esa es la idea.

– Chao, Alfonso. Te quiero.

– A veces. Solamente a veces. Y nunca lo suficiente.

Año nuevo, vida nueva

Las cinco de la mañana, la hora más oscura del alma; la garúa es tan gruesa que se siente como una cortina de baño mojada. Aún suenan bocinazos, petardos que explotan a lo lejos. El olor del mar se altera con el aroma de la pólvora y los tubos de escape de los autos argentinos que corren por la ya desierta Avenida Perú. En los edificios blancos del otro lado de la calle todavía hay balcones encendidos, música tropical que se escapa de las fiestas que están en ese límite en que parecen recién comenzar o iniciar su agonía.

Alfonso Fernández está de parka y su pelo ha absorbido demasiada humedad y sal. El mar se ve negro y las olas rompen a medias, antes de tiempo, sobre las rocas. La silueta de ese museo naval en forma de castillo interfiere con la vista al anfiteatro luminoso que es Valparaíso. A esta distancia se divisan los barcos de guerra con sus guirnaldas de colores.

Alfonso está sentado en las piedras de la Costanera, mirando el mar, las estrellas y las reiterativas luces de Valparaíso. Termina de tomar el resto del champaña tibio y muerto que queda dentro de la botella. Luego la lanza al mar. Flota pero choca contra las rocas. No se quiebra. De pronto, cerca, desde la otra cuadra, desde la Avenida San Martín, se oye un frenazo, neumáticos ardiendo sobre el pavimento, un choque, vidrios que se quiebran, fierros que se retuercen, gritos desesperados. Alfonso cierra los ojos pero el ruido aumenta. Escucha una sirena acercarse. Alfonso se levanta. Camina hacia el muelle, lejos del choque, de los muertos, de la sangre.

Choricillos en Chorrillos

Alfonso abre los ojos y mira el descascarado techo de su pieza. Por la ranura de la puerta se cuela el olor de los choricillos friéndose en la sartén. La cortina no es capaz de atajar el sol que entra por la ventana. Alfonso observa el crucifijo colgado en la pared y un viejo globo terráqueo cubierto de polvo que descansa sobre la cómoda. Se levanta, se pone una polera y mira la hora. Dos y media de la tarde.

La casa de la madre de Alfonso se encuentra en Chorrillos y está pareada con otra que pertenece a una familia con niños chicos que gritan y lloran. No tiene vista al mar ni a la ciudad. A lo más se divisa la línea del tren. La mesa del comedor es de vidrio ahumado y al centro hay una fuente con frutas plásticas. El televisor está en una esquina y la imagen es Antonio Vodanovic recordando a aquéllos que cantaron en Viña un día. Alfonso vigila su plato de huevos revueltos, choricillos y papas fritas. Su hermana Gina, pálida y sin maquillaje, con evidente sobrepeso, abre el tarro de Nescafé y echa dos cucharadas grandes dentro de una taza con la figura de Mafalda adherida. Su abuela le pasa el termo celeste con el agua caliente.

– Alfonsito, ¿no quiere más huevos? Queda el raspado, lo más rico.

– No, gracias, mamá. Incluso no sé si me voy a comer los choricillos. Creo que anoche tomé un poco de más.

– Tenga cuidado, no me vaya a salir como su padre.

– Era Año Nuevo, no se puede ir a una fiesta y no tomar. Te obligan.