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– Me da miedo. Tanta cosa a la que te pueden obligar.

– Usted no se preocupe, tampoco es para tanto.

– Pero no me salga como él. Usted sabe a lo que me refiero. Me da pánico que en sus genes se le haya infiltrado algo de ese pobre infeliz.

– Nada, mamá. Ni el apellido.

La madre de Alfonso tiene el pelo recién teñido y se ve demasiado negro. Tal como Gina, tiene al menos quince kilos de más. Su pulsera Óptima, de cobre, brilla al sol cada vez que esparce mantequilla en su pan amasado.

– ¿Y la Nadia, Alfonsito?

– Regresó a Santiago.

– ¿Cómo? -dice la abuela-. Pensé que iba a pasar la tarde con nosotros. Me dijo que pensaba ir a la playa.

– Mejor, mamá -le responde la madre de Alfonso-. Mientras menos esté esa niñita por aquí, mejor.

– La Nadiacita es un encanto, Eugenia. En Santiago me ayuda mucho. Es tan resuelta, no se asusta ante nada. Es una excelente influencia para Alfonso.

Gina toma el control remoto y cambia el canal. Lo deja en un show musical mejicano.

– ¿No le toca turno, mijita?

– No, abuela, cerramos hoy. Y ayer. Hace tiempo que no nos toca ser la farmacia de turno.

La madre de Alfonso abre con dificultad una caja de jugo de naranjas. Le sirve un vaso a Gina.

– Pero cuénteme algo, Alfonsito. ¿Cómo estuvo el ambiente? ¿Alcanzaron a ver los fuegos? ¿No había mucho tráfico?

– Llegamos hasta Libertad y de ahí corrimos hasta el muelle. No se podía ingresar, pero encontramos un sitio en la Avenida Perú. Ahí nos topamos después con gente de mi Escuela, como habíamos acordado. Nos fuimos a Valparaíso.

– Qué horror -opina la Gina.

– Pero no fuimos al Cinzano. Nos juntamos en una casa en el cerro Concepción, de unos amigos. Arrendaron una casona durante el verano. Les tocó hacer la práctica en La Estrella.

– Eso debería haber hecho usted. Escribir para La Estrella acá, cerca, donde corresponde. Nos iríamos juntos al puerto. Tú al diario y yo al Registro.

– El Clamor es más famoso.

– Pero me da miedo que sea más peligroso. ¿Policía? Y si te pasa algo, Alfonso.

– Mamá, voy a cubrir crímenes que ya ocurrieron. No voy a ser un policía. Ni corresponsal de guerra. Voy a estar lejos de las balas.

– La pura idea de que te quedes allá solo me enferma. Y además con esa famosa Nadia.

– Mamá, por favor.

– Es mejor que ande con una sola -interviene la abuela- a que sea mujeriego como el canalla de tu marido, que te engañó cada vez que pudo.

– Si sé, mamá, no tiene para qué recordármelo.

– La que lo recuerda eres tú, Eugenia. Lo menos que podrías hacer es sacarte esa argolla. Ya han pasado más de veinte años.

La madre de Alfonso se levanta, da un portazo y se encierra en su pieza.

– Ustedes tienen que ayudarla. Ha tenido mala suerte.

Gina mira a la abuela y le contesta:

– ¿Y nosotros?

Puta que eres pendejo

La sala de redacción está prácticamente vacía. Alfonso Fernández arregla el cuello de su camisa de manga corta a rayas y camina por un largo pasillo hasta toparse con el pequeño cubículo, sin ventanas. Una plancha de metal dice Policía. No hay nadie ahí. Alfonso catea el lugar: dos terminales de computador sobre una misma mesa, un escritorio, dos sillas, dos teléfonos, un montón de diarios del día, ceniceros de metal vacíos y una vieja máquina de escribir Underwood. En una de las paredes hay un calendario con una chica en tanga sorbiendo una gaseosa y varios de los afiches de chicas desnudas -los pezones tapados por estrellitas de tinta negra- que aparecen todos los viernes en el suplemento Bohemia de El Clamor. También hay un desteñido mapa de Santiago y un diploma otorgado por Carabineros de Chile.

Alfonso comienza a hojear el diario de hoy. Se va directo a las páginas rojas.

– ¿Encontraste algo interesante?

Alfonso salta sorprendido y se da media vuelta.

– Saúl Faúndez, tu jefe por estos cuatro meses -y le da un ceñidísimo apretón de manos. El metal de sus anillos clava a Fernández.

– Tanto gusto. Lo estaba esperado.

– ¿Estoy atrasado?

– No, no, no. Yo me adelanté. Estaba haciendo hora.

– Eso es lo que uno hace aquí. Hora. Esperar entre crimen y crimen. Y después rellenar páginas y páginas.

Saúl Faúndez es inmenso, ocupa todo el campo visual. Deber medir una cabeza, cabeza y media, más que Alfonso. Su edad no queda clara porque su piel se ve ajada, curtida, mal pigmentada, con residuos de un ser colorín perdido entre sus desgastados genes. Los ojos los tiene diminutos, escasos, celeste-nublado, y son tantas sus canas que su engominado pelo ya parece blanco. Cuando habla, frunce el ceño de modo que sus ojos desaparecen. Con sus frágiles anteojos horizontales de metal plateado adquiere un aspecto de abuela de cuento: procaz, desalmada, feroz.

Saúl Faúndez anda de pantalones color agua-de-menta y una ancha guayabera arriba de su camiseta de malla blanca transparente. Corona todo con un jockey blanco-invierno. Para ser tan fuerte y torneado, su vientre es enorme, sietemesino, duro y macizo, inamovible.

– Tenemos seis letras en común.

– ¿Disculpe?

– Faúndez, Fernández. Seis letras en común. ¿Te parece una casualidad?

– No lo sé, señor.

– Saúl.

– Saúl, señor.

– Si eres incapaz de decirme Saúl, trátame de don. No de señor. No tolero que me tilden como lo que no soy.

– Sí, señor. Digo, don. Don Saúl.

– ¿Estás nervioso?

– Un poco.

– Lo peor que te puede pasar es cometer una falta de ortografía. Relájate, no te voy a morder. ¿Tomas café?

– A veces.

– Cómo que «a veces». ¿Fumas?

– No.

– Puta madre, me mandaron un Opus Dei. ¿A qué edad perdiste la virginidad? Rápido.

– A los veintiuno, don Saúl.

– ¿Con una puta?

– No.

– ¿Te gustó?

– Más o menos.

– ¿Qué edad tienes?

– Veintitrés.

– Puta que eres pendejo, Pendejo. Puta que te voy a tener que enseñar huevadas. Sígueme. Vamos al café. Primero el café, el cigarrillo, la meadita, revisar la pauta que dejó el maraco del Chacal, unas llamaditas a La Pesca y después a los Pacos. Es la rutina, el día a día. Después salimos a husmear, lamer la sangre nuestra de cada día antes de que se coagule. Si tenemos suerte, Pendejo, llegamos tipo tres, comemos nuestros garbanzos antes de que cierren el casino y terminamos el despacho antes de las ocho. De ahí te puedes ir a putear.

Saúl Faúndez camina como si bailara un mambo y sus zapatos blancos, sin calcetines, se resbalan sobre el brilloso suelo. Su carterita de cuero, una suerte de estuche que cuelga de su muñeca, le da un leve toque afeminado.

Mientras lo sigue a la máquina del café que está a la entrada de la redacción, cerca de las oficinas de Rolón-Collazo y del Chacal, Alfonso divisa a Nadia, que para variar anda de negro, conversando con las secretarias. El estacionamiento está vacío.

Faúndez se sirve un café y lo llena de azúcar. Seis o siete cucharadas.

– A ver, cuéntame, ¿por qué un chico con esa cara de bueno que tienes elige una sección como ésta?

– No la elegí, señor.

– No me digas señor.

– El señor Ortega Petersen me asignó que trabajara… que aprendiera con usted.

– El maraco del Chacal me quiere cagar, por lo que veo. Y tú, ¿qué querías?

– Espectáculos.

– De la que te salvaste, Pendejo. Espectáculos sí que es una mafia. Si quieres putas gratis, dime. Para conseguir choro no hay que chupar diuca. ¿No sabías?

Hacerse hombre

Alfonso va sentado en la parte posterior de una camioneta pintada de amarillo con el logo del diario incrustado en las puertas delanteras y, por algún curioso motivo, en el techo. Adelante viaja Saúl Faúndez, como copiloto. Sus anteojos se le deslizan por la nariz. Lee un manoseado ejemplar de La Papaya.