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Se apartó de la idea. Mientras padecía el temor normal de la muerte como fin de toda conciencia, estaba atisbando algo infinitamente peor. ¿Y si la gente no moría nunca?

¿Y si el fallecimiento del cuerpo dejaba atrás el cuerpo? La vida eterna podía existir…, y tal vez pasara en una eterna carencia de sensación.

La locura empezó a parecer atractiva.

Intentar moverse fue un fracaso. Renunció a ello y comenzó a registrar a fondo sus recuerdos más recientes, esperando que la clave de su actual situación pudiera encontrarse en sus últimos segundos conscientes a bordo de la Ringmaster. Se habría reído, de haber sido capaz de localizar los músculos que hacían tal cosa. Si no estaba muerta, estaba atrapada en la panza de una bestia suficientemente grande como para devorar la nave y a toda su tripulación.

Muy pronto, esa idea también empezó a parecer atractiva. Si tal cosa era cierta, si ella había sido devorada y seguía viva de algún modo, entonces la muerte aún estaba por venir. Cualquier cosa era mejor que la eternidad de pesadilla cuya inmensa futilidad se desplegaba ahora ante ella.

Descubrió que era posible llorar sin cuerpo. Sin lágrimas o sollozos, sin quemazón en el cuello, Cirocco lloró desesperadamente. Se convirtió en una niña en la oscuridad, soportando el dolor en su interior. Sintió que su mente volvía a irse, lo agradeció y se mordió la lengua.

Sangre cálida afluyó a su boca. Se sumergió en la sangre con el temor y el anhelo desesperado de un pececillo en un extraño mar salado. Cirocco era un lución, una simple boca con dientes fuertes, sólidos, y una lengua hinchada, que buscaba a tientas ese maravilloso sabor a sangre que se dispersaba en cuanto se lo encontraba.

Frenéticamente, volvió a morderse y fue recompensada con un repentino y fresco chorro rojo. ¿Es posible paladear un color? Pero no se preocupó. Aquello dolía gloriosamente.

El dolor la transportó al pasado. Alzó su rostro de los rotos diales y el destrozado parabrisas de su pequeño avión y sintió cómo el viento helaba la sangre de su boca abierta. Se había mordido la lengua. Se llevó la mano a los labios y dos dientes cubiertos de rojo se desprendieron. Los miró, sin comprender de dónde habían salido. Semanas más tarde, al salir del hospital, los encontró en el bolsillo de su abrigo esquimal. Los conservó en una caja, en su mesita de noche, para las veces que despertaba con el silencioso y mortal viento susurrándole. El motor secundario no funciona, y ahí abajo no hay otra cosa más que árboles y nieve. Y entonces cogía la caja y la agitaba. Yo sobreviví.

Pero aquello fue hace años, recordó.

…mientras su cara temblaba. Estaban quitando los vendajes. Así de cinematográfico. Es una asquerosa vergüenza que no pueda verlo. Rostros expectantes congregados a su alrededor, la cámara que penetra rápidamente entre ellos… Gasa sucia que cae junto a la cama y que se desenrolla capa tras capa… Y entonces… ¡Caramba! ¡Caramba, doctor…! Es hermosa.

Ese no era el caso. Le habían dicho a qué atenerse. Dos monstruosos ojos amoratados y piel hinchada, rojiza. Los rasgos quedaron intactos, no hubo cicatrices, pero no fue más hermosa de lo que había sido siempre. La nariz siguió pareciendo vagamente un hacha. ¿Y qué? No se la había roto, y su orgullo no le habría de permitir que se la fueran a cambiar por razones puramente cosméticas.

(En secreto, odiaba su nariz; pensaba que tal órgano, junto con su estatura, le había asegurado el mando de la Ringmaster. Habían presionado para que se incluyeran mujeres en la selección, pero los que decidían cosas así aún no podían poner a una muchacha de metro cincuenta al mando de una costosa nave espacial.)

Costosa nave espacial.

Cirocco, estás divagando de nuevo. Muérdete la lengua.

Lo hizo, y saboreó la sangre…

…y vio el lago helado precipitarse hacia arriba, a su encuentro, sintió la cara golpeando el tablero de instrumentos, alzó el rostro del destrozado vidrio que prontamente se desplomó en un pozo sin fondo. El cinturón del asiento la mantuvo sobre el abismo. Un cuerpo se deslizó por las ruinas, y ella estiró el brazo en busca de la bota del hombre-Volvió a morderse, fuerte, y sintió algo en la mano. Pasaron eras, y experimentó algo que tocaba su rodilla. Unió las dos sensaciones y comprendió que se había tocado ella misma.

* * *

Tuvo una resbaladiza orgía individual en la oscuridad. Estuvo delirante de amor por el cuerpo que ahora redescubría. Se retorció apuradamente, lamió y mordió toda parte a la que pudo llegar mientras sus manos pellizcaban y estiraban. Era lisa, carecía de pelo, estaba tan suave como una anguila.

Un líquido espeso, casi gelatinoso, ondeó en las ventanas de su nariz cuando trató de respirar. No fue desagradable; ni siquiera alarmante, en cuanto se hubo acostumbrado a ello.

Y había sonido. Lento, bajo… Tenía que ser el latir de su corazón.

No podía tocar otra cosa que no fuera su cuerpo, por más que se estirara. Durante un rato intentó flotar, pero no pudo saber si había llegado a alguna parte.

Mientras se preguntaba qué hacer a continuación, se quedó dormida.

* * *

Despertarse fue un proceso gradual, incierto. Durante algún tiempo no pudo saber si estaba consciente o si soñaba. Morderse ya no fue ayuda. Era capaz de soñar un mordisco, ¿no?

Y pensando en eso…, ¿cómo podía dormir en un momento así? Tras haber pensado en tal cosa, ya no estuvo en absoluto segura de haber dormido. Era algo que se estaba haciendo más bien problemático, comprendió. Las diferencias entre los estados de conciencia eran diminutas, con tan poca sensación que les dieran forma… Dormir, soñar, fantasear, cordura, locura, viveza, somnolencia… Carecía de contexto para dar significado a cualquiera de esas acciones.

Escuchó su terror en el ritmo creciente del latido de su corazón. Iba a volverse loca, y lo sabía. Aferrada tenazmente a la personalidad que había logrado reconstruir a partir del torbellino de locura, luchó contra eso.

Nombre: Cirocco Jones. Edad: treinta y cuatro. Raza: no negra, pero tampoco blanca.

Era una persona apatrida, estadounidense, pero en realidad miembro de la desarraigada Tercera Cultura de las corporaciones multinacionales. Toda ciudad importante de la Tierra poseía su Ghetto Yanqui de casas-colmena, escuelas de inglés y locales autorizados para la venta de comidas rápidas. Cirocco había vivido en muchos de estos sitios. Se parecía un poco a ser la hija de un militar, aunque con menos seguridad.

Su madre había sido una soltera, ingeniero consultor, que solía trabajar para las empresas productoras de energía. No había pretendido tener hijos, pero no contó con el guardián de la prisión árabe. El individuo la violó después de que fuera capturada tras un incidente fronterizo entre Irak y Arabia Saudí. Mientras el embajador de Texaco negociaba su liberación, nació Cirocco. Para entonces algunas bombas nucleares habían sido desperdigadas en el desierto, y el incidente fronterizo se convirtió en una guerra a pequeña escala la época en que tropas iraníes y brasileñas invadieron la prisión. Al variar el equilibrio político, la madre de Cirocco se encaminó a Israel. Cinco años más tarde contrajo cáncer de pulmón como consecuencia de la precipitación radiactiva en la atmósfera. Los siguientes quince años los pasó soportando tratamientos ligeramente menos dolorosos que la enfermedad.