Cirocco había crecido mucho y en soledad, teniendo sólo a su madre como amiga. Vio por primera vez los Estados Unidos cuando tenía doce años. Por entonces sabía leer y escribir, y ya no podía resultar dañada en su desarrollo por el sistema educativo estadounidense. Su madurez afectiva era otra cuestión; no hacía amistad con facilidad, pero era fieramente leal a los pocos amigos con que contaba. Su madre poseía ideas firmes respecto de cómo educar a una jovencita, y estas ideas incluían pistolas y karate, así como clases de baile y canto. En apariencia, no carecía de confianza en sí misma. Pero sólo ella sabía cuan asustadiza y vulnerable era en el fondo. Se trataba de su secreto…, un secreto que guardaba tan bien que pudo embaucar a los psicólogos de la NASA para que le dieran el mando de una nave.
¿Y cuánto de eso era cierto?, se preguntó. No había razón para mentir. Sí, la responsabilidad del mando la aterrorizaba. Quizá todos los comandantes hubiesen de estar secretamente inseguros de sí mismos y supieran muy dentro de ellos que no eran completamente aptos para la responsabilidad que se les imponía. Pero preguntas de ese tipo no eran de las que se pudieran hacer… ¿Y si los otros no estaban atemorizados? En ese caso, el secreto quedaba al descubierto.
Se encontró preguntándose cómo había llegado a gobernar una nave, si eso no era lo que ella había querido. ¿Qué era lo que quería? Me gustaría salir de aquí, intentó decir. Me gustaría que pasara algo.
En ese instante sucedió algo.
Sintió que tocaba una pared con la mano izquierda. A su tiempo, sintió otra con la mano derecha. Las paredes eran cálidas, lisas y flexibles, tal como ella imaginaba que sería el interior de un estómago. Las sentía moverse al otro lado de sus manos.
Y empezaron a estrecharse.
Se introdujo, de cabeza, en un túnel irregular. Las paredes se contrajeron. Por vez primera, sintió claustrofobia. Los espacios reducidos jamás le habían preocupado antes.
Las paredes vibraron y ondearon, la empujaron hacia adelante hasta que su cabeza se deslizó sobre frialdad y una áspera textura. Cirocco fue estrujada; un fluido salió burbujeante de sus pulmones y tosió, aspiró y encontró su boca llena de arena. Tosió otra vez y brotó más fluido, pero ahora sus hombros estaban libres y entonces pudo sumergir la cabeza en la oscuridad para evitar que volviera a llenársele la boca. Jadeó y escupió, y empezó a respirar por la nariz.
Sus brazos quedaron libres, luego sus caderas. Se puso a excavar en el material esponjoso que la circundaba. Olía como un día de la infancia pasado en un sótano frío, de tierra desnuda, en ese angosto espacio que los adultos visitan únicamente cuando las cañerías fallan. Olía a sus nueve años de edad, cavando en el barro.
Una pierna se liberó, a continuación la otra, y Cirocco descansó con la cabeza inclinada en la depresión formada por brazos y pecho. Su aliento brotó en húmedos espasmos.
La tierra se desmenuzó detrás de su cuello y rodó por su cuerpo hasta llenar casi el espacio libre. Cirocco estaba enterrada, pero viva. Había que excavar, mas no podía usar los brazos.
Luchando contra el pánico, se obligó a levantarse con las piernas. Los músculos de sus muslos se contrajeron, las articulaciones crujieron, aunque sintió que la masa por encima de ella cedía.
Su cabeza emergió a la luz y el aire. Jadeando, escupiendo, sacó un brazo fuera de la tierra, luego el otro, y se aferró a lo que parecía un frío cristal. Salió arrastrándose del agujero, usando manos y rodillas, y se desplomó. Hundió los dedos en el bendito suelo y lloró hasta quedarse dormida.
Cirocco no quería despertarse. Se opuso, fingiendo dormir. Al sentir que la hierba se desvanecía y la oscuridad regresaba, abrió los ojos rápidamente.
A centímetros de su nariz había una pálida alfombra verde que parecía hierba. Olía a hierba, igualmente. Era el tipo de hierba que sólo se encuentra en el césped de los mejores campos de golf. Pero era más cálida que el aire, y Cirocco no se podía explicar eso. Quizá no fuera hierba en absoluto.
Frotó una mano sobre la hierba y husmeó de nuevo. Como si fuera hierba.
Trató de levantarse y algo que resonó la perturbó. Una reluciente banda metálica circundaba su cuello, y otras, más pequeñas, se hallaban en sus brazos y piernas. Numerosos objetos extraños pendían de la banda mayor cosidos con alambre. Cirocco arrancó el objeto y se preguntó dónde lo había visto antes.
Concentrarse fue tremendamente difícil. La cosa que tenía en la mano era tan compleja, tan diversa… Demasiado para sus dispersos sentidos.
Se trataba de un traje presurizado, despojado de todos los cierres de plástico y goma. La mayor parte del traje había sido plástico. No quedaba más que el metal.
Amontonó los fragmentos y en el proceso advirtió cuan desnuda se encontraba. Bajo un revestimiento de suciedad su cuerpo carecía por completo de vello. Hasta sus cejas habían desaparecido. Por alguna razón eso la entristeció. Puso la cara entre las manos y empezó a llorar.
Cirocco no lloraba fácilmente, ni a menudo. No servía para eso. Pero después de mucho tiempo creyó de nuevo saber quién era.
Ahora podía averiguar dónde se encontraba.
Tal vez media hora más tarde, se sintió preparada para moverse. Pero su decisión de hacerlo generó muchas preguntas previas. Moverse…, pero, ¿hacia dónde?
Había pretendido explorar Temis, pero eso había sido cuando disponía de una nave espacial y de los recuerdos de la materna tecnología terrestre. Ahora tenía la piel desnuda y algunos fragmentos metálicos.
Se hallaba en un bosque formado por hierba y algo así como árboles. Así los denominó, siguiendo el mismo razonamiento que había usado con la hierba. Si el objeto tiene setenta metros de altura, posee un tronco castaño, redondeado, y algo que se parece a hojas muy en lo alto, se trata de un árbol. Lo cual no significaba que aquello no pudiera comerse alegremente a Cirocco si gozara de la oportunidad.
Debía rebajar las preocupaciones a un nivel tratable. Descarta las cosas por las que no puedes hacer nada, no te molestes demasiado por las que poco puedes hacer. Y recuerda que si eres tan precavida como la cordura parecería dictar, te morirás de hambre en una caverna.
El ambiente estaba incluido en la primera categoría. Era posible que fuera venenoso.
—¡Pues deja de respirar, ahora mismo! —dijo en voz alta.
Bien. Al menos olía fresco y no le hacía toser.
El agua era algo por lo que podía hacer poco. Finalmente tendría que beber un poco, si es que lograba encontrar…, lo cual debería ir a la cabeza de su lista de prioridades. Una vez que la encontrara, quizá pudiera hacer fuego y hervirla. En caso contrario, la bebería con bichos microscópicos y todo.
Y después estaba el alimento, que le preocupaba más que cualquier otra cosa. Aun cuando no hubiera nada alrededor que deseara utilizar a Cirocco como comida, no había forma de saber si el alimento que ella comiera la envenenaría. O tal vez no fuera más alimenticio que el celofán.
Ni siquiera eran demasiado parecidos a árboles. Los troncos semejaban mármol pulido. Las elevadas ramas eran paralelas al suelo y se extendían a una distancia determinada antes de que formaran un ángulo recto. Por encima, las hojas eran planas, como las del lirio de agua, y medían tres o cuatro metros.
¿Qué era temerario y qué era excesivamente cauteloso? No había una guía del viajero, y los peligros no parecían estar indicados. Pero Cirocco no podía moverse sin algunas presunciones, y debía empezar a moverse. Tenía hambre.