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Afirmó su mandíbula y a continuación caminó pesadamente hasta el árbol más cercano. Le dio una palmada. El árbol permaneció tal cual, supremamente indiferente.

—Sólo un tonto árbol.

Examinó el agujero del que había salido.

Era una cruda llaga color castaño en la limpia extensión de hierba. Trozos de tierra herbosa que se mantenían unidos por una leve estructura llena de raíces, yacían revueltos en torno al hoyo. El agujero en sí sólo tenía medio metro de profundidad; los laterales se habían derrumbado para llenar el resto.

—Algo trató de comerme —dijo Cirocco—. Algo comió todas las partes orgánicas de mi traje y todos mis pelos, y luego excretó lo inservible, yo incluida.

Advirtió de paso su alegría porque la cosa la hubiera clasificado como inservible.

Era una bestia infernal. Sabían que la parte externa del toro —el suelo en que estaba sentada Cirocco— tenía un espesor de treinta kilómetros. Esta cosa era lo bastante grande como para haber enredado a la Ringmaster mientras la nave orbitaba a cuatrocientos kilómetros de distancia. Cirocco había pasado largo tiempo en su estómago y, por la razón que fuera, había demostrado ser indigerible. Había excavado la tierra hasta aquel punto y expelido a Cirocco.

Y eso era absurdo. Si la cosa podía comer plástico, ¿por que no había podido comer a Cirocco? ¿Acaso los capitanes de nave eran demasiado duros?

Aquello había devorado la totalidad de la nave, piezas tan voluminosas como el módulo de motricidad, pero también otras como meros fragmentos diminutos de vidrio, y tambaleantes, menguantes figuras provistas de traje espacial con cascos abollados…

—¡Bill! —estaba de pie, todos los músculos de su cuerpo en tensión—. ¡Bill! Estoy aquí. ¡Estoy viva! ¿Dónde estás tú?

Se dio una palmada en la frente. Si tan sólo lograra superar esa sensación de tener la cabeza embotada de ideas que se van presentando tan lentamente… No se había olvidado de los tripulantes, pero hasta entonces no los había relacionado con la recién nacida Cirocco puesta en pie, desnuda y sin pelos, sobre el cálido suelo.

—¡Bill! —gritó de nuevo.

Prestó atención y se dejó caer con las piernas dobladas bajo el cuerpo. Tiró de la hierba.

Piénsalo bien. Presumiblemente, la criatura habría tratado a Bill como otro desperdicio. Pero él había resultado herido antes.

Igual que ella, ahora que lo pensaba. Se examinó los muslos y no encontró ni siquiera una magulladura. Esto no le indicaba nada. Podía haber estado dentro de la criatura durante cinco años o sólo unos cuantos meses.

Cualquiera de los otros podía presentarse, ser expelido del suelo en cualquier instante. En alguna parte de allí abajo, a metro y medio de profundidad, había cierta especie de orificio excretor de la criatura. Si Cirocco esperaba, y si a la criatura no le gustaba el sabor de todos los humanos y no solamente el de los llamados Cirocco, tal vez volvieran a reunirse de nuevo.

Se sentó a esperarles.

* * *

Media hora después (¿o sólo fueron diez minutos?) la cosa no tenía sentido. La criatura era grande. Había devorado la Ringmaster como una pastilla de menta de sobremesa. Debía de extenderse a través de una gran parte del mundo subterráneo de Temis; no tenía sentido creer que ese único orificio era capaz de ocuparse de todo el tráfico. Quizás existieran otros, y lo más probable es que estuvieran diseminados por la totalidad de la campiña.

Un poco más tarde, Cirocco tuvo otra idea. Los pensamientos llegaban muy espaciadamente, pero llegaban, y ella se alegró de eso. La idea era simple: tenía sed, estaba hambrienta y sucia. Lo que más deseaba en el mundo era agua.

El terreno se inclinaba suavemente. Cirocco estaba deseosa de apostar que abajo, en alguna parte, habría una corriente.

Se levantó y dio una patada al montón de piezas metálicas. Había demasiadas cosas que transportar, pero los desperdicios era todo lo que tenía como herramientas. Cogió uno de los aros más pequeños y después alzó el mayor, que había sido la base de su casco y seguía conectado a los colgantes componentes electrónicos.

No era mucho, pero tendría que serlo. Se colgó del hombro el aro de mayor tamaño y comenzó a descender la colina.

* * *

El estanque estaba alimentado por un salto de agua de dos metros procedente de una corriente rocosa que serpenteaba en un pequeño valle. Los inmensos árboles se arqueaban en lo alto y bloqueaban por completo la visión que Cirocco tenía del cielo. La mujer permaneció inmóvil en una roca cercana al borde del estanque, tratando de medir su profundidad, pensando en dejarse caer al agua.

Pensar en ello fue todo lo que hizo. El agua era clara, pero no había señal alguna respecto a qué podría haber en ella. Cirocco saltó el reborde que producía el salto. Resultó fácil con una cuarta parte de la gravedad normal. Un corto paseo la llevó a una ribera arenosa.

El agua era cálida, dulce y espumosa, y con mucho lo mejor que Cirocco había probado en su vida. Bebió toda la que quiso, luego se puso en cuclillas y se restregó con arena. Se mantuvo alerta. Las charcas eran lugares para estar precavida. Al acabar, se sintió razonablemente humana por primera vez desde su despertar. Se sentó en la húmeda arena y dejó que sus pies flotaran en el agua.

El líquido era más fresco que el ambiente o el suelo, pero todavía sorprendentemente cálido para lo que parecía ser una corriente de montaña alimentada por un glaciar. Cirocco comprendió después que sería lógico que la fuente de calor de Temis estuviera donde ellos habían deducido: abajo. La luz solar en la órbita de Saturno no suministraría excesivo calentamiento superficial. Pero las aletas triangulares se encontraban ahora debajo de Cirocco y probablemente estaban destinadas a almacenar calor solar. Se imaginó enormes ríos subterráneos de agua caliente corriendo algunos centenares de metros bajo la superficie.

Seguir adelante parecía ser la siguiente tarea, pero ¿en qué dirección? Hacia adelante podía ser descartado. A lo largo del curso de agua la tierra volvía a ascender. Corriente abajo sería más fácil, y enseguida la llevaría a terrenos llanos.

—Decisiones, decisiones —murmuró.

Observó la maraña de restos metálicos que había estado llevando toda la…, ¿la qué? ¿La tarde? ¿La mañana? Aquí era imposible medir el tiempo de esa forma. Sólo era posible pensar en tiempo transcurrido, y Cirocco no tenía idea de cuánto rato había pasado.

El aro del casco seguía en su mano. Arrugó la frente mientras lo miraba más atentamente.

Su traje había contenido una radio antes. Por supuesto no era posible que el aparato hubiera salido intacto de aquella prueba tan dura, pero por puro gusto Cirocco rebuscó y encontró los restos. Había una diminuta batería y lo que quedaba de un interruptor conectado. Eso concluía el asunto. La mayor parte de la radio había estado formada por hojas de silicio y metal, por lo que había existido una tenue esperanza.

Volvió a observar. ¿Dónde estaba el altavoz? Debería ser un pequeño cuerno metálico, los restos de un juego de auriculares. Lo encontró y lo alzó hasta una oreja.

—…cincuenta y ocho, cincuenta y nueve, noventa y tres sesenta…

—¡Gaby!

Se encontró de pie, gritando, pero la voz familiar siguió contando, absorta. Cirocco se arrodilló en la roca y dispuso sobre ella los restos del casco con dedos temblorosos, sosteniendo el auricular en la oreja mientras manoseaba los componentes. Encontró el micrófono de garganta miniatura.

—Gaby, Gaby, adelante, por favor. ¿Puedes oírme?