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—La piel debería servir para algo —observó Gaby—. Podríamos hacer ropa con ella.

Cirocco arrugó la nariz.

—Si quieres vestir eso, adelante. Probablemente apestará muy pronto. Y hasta el momento, hace calor suficiente como para ir sin ropa.

No parecía correcto abandonar la parte más grande del animal, pero decidieron hacerlo. Ambas mujeres conservaron un hueso de las patas para usarlo como arma y Cirocco tajó un gran trozo de carne mientras Gaby cortaba tiras de piel para unir las partes del traje espacial. Cirocco se hizo un tosco cinturón al que ató sus cosas. Después se encaminaron otra vez río abajo.

* * *

Vieron más criaturas-canguro, solas y en grupos de tres o seis. Había otros animales, más pequeños, que se movían de un lado a otro entre los troncos de los árboles casi demasiado rápido para verlos, y todavía más que permanecían cerca del borde del agua. No resultaba difícil acercarse a cualquiera de ellos. Los animales de los bosques, cuando se quedaban quietos el tiempo suficiente para examinarlos, daban la impresión de no tener cabeza. Eran bolas azules de corto pelaje con seis pies dotados de garras que sobresalían y se movían en cualquier dirección con igual facilidad. La boca se encontraba en la parte inferior, centrada en una estrella de patas.

La campiña empezó a cambiar. No sólo vieron más animales, sino que había más variedades de vida vegetal. Cirocco y Gaby prosiguieron la penosa caminata en medio de una luz que varió a verde oscuro por efecto de la bóveda del follaje, cien mil pasos en un día de veinticuatro horas.

Por desgracia, pronto perdieron la cuenta. Los enormes y simplificados árboles dieron paso a un centenar de especies distintas y un millar de tipos de arbustos en flor, enredaderas y plantas parásitas. Las únicas cosas que permanecieron constantes fueron la corriente que constituía su única guía y la tendencia al gigantismo de los árboles de Temis. Cualquiera de estos últimos habría merecido una placa y una visita turística al Parque Nacional Secoya.

Y además ya no había silencio. Durante su primera jornada de viaje Cirocco y Gaby tuvieron únicamente los sonidos de sus pasos y el matraqueo de los restos de sus trajes como compañía. Ahora el bosque gorjeaba, ladraba y gruñía ante ellas.

La carne supo mejor que nunca cuando se detuvieron a descansar. Cirocco la engulló vorazmente, sentada espalda con espalda con Gaby junto al nudoso tronco de un árbol más cálido de lo que cualquier árbol debería ser, con blanda corteza y raíces que formaban nudos más grandes que casas. Las ramas más altas se perdían en la increíble jungla superior.

—Apostaría a que hay más vida en esos árboles que en el suelo —dijo Cirocco.

—Mira allí —dijo Gaby—. Diría que alguien unió esas enredaderas. Se ve agua rezumando por abajo.

—Deberíamos hablar de eso. ¿Qué me dices de la vida inteligente aquí? ¿Cómo la reconoceríamos? Ese es uno de los motivos por el que traté de evitar que mataras a este animal.

Gaby masticó pensativamente.

—¿Tendría que haber intentado hablar con él antes?

—Lo sé, lo sé. Lo que más miedo me daba era que se hubiera vuelto y te hubiera arrancado las piernas de un mordisco. Pero ahora que sabemos lo dócil que es, tal vez debiéramos hacer simplemente eso, ¿no crees? Intentar hablar con uno…

—Qué estupidez. Esa cosa no tiene la mitad de cerebro que una vaca. Se podía ver en sus ojos.

—Probablemente estás en lo cierto.

—No, tú estás en lo cierto. Es decir, yo tengo razón, pero tú también en cuanto a que debemos ser más prudentes. Me fastidiaría comer algo con lo que debería estar hablando. Hey, ¿qué ha sido eso?

No fue un ruido, sino la comprensión de que el ruido había cesado. Sólo el chapoteo del agua y el alto susurro de las hojas perturbaba el silencio. Después, aumentando tan tranquila y lentamente que ambas mujeres estuvieron varios instantes oyéndolo antes de poder identificarlo, hubo un gemido colosal.

Dios habría podido gemir así, en caso de que El hubiera perdido todo lo que había amado y suponiendo que El tuviera una garganta como un órgano de mil kilómetros de largo. El lamento prosiguió creando una nota que de algún modo lograba subir de tono sin desviarse nunca de los límites inferiores extremos de la audición humana. Cirocco y Gaby lo sintieron en las entrañas y detrás de los globos oculares.

Ya parecía estar llenando el universo y sin embargo aún aumentó más. Se le unió el sonido de una sección de cuerdas: violoncelos y contrabajos electrónicos. Moviéndose ligeramente por encima de esta enorme base tonal había sibilantes armónicos ultrasónicos. El conjunto creció de volumen pese a que parecía imposible que hiciera tal cosa.

Cirocco pensó que su cráneo iba a estallar. Apenas era consciente de que Gaby se abrazaba a ella. Las dos contemplaron fijamente, boquiabiertas, cómo se abatía sobre ellas una lluvia de hojas muertas que caía de la bóveda del follaje. Animales diminutos empezaron a caer retorciéndose y brincando. La tierra se puso a vibrar en armonía; estaba anhelando volar y lanzarse al aire. Un remolino de arena se deslizó inciertamente y después se deshizo bruscamente en fragmentos sobre el cuerpo del árbol donde se acurrucaban las mujeres. Las dos fueron azotadas por los desechos.

Hubo un estrépito por encima de ellas y un viento empezó a llegar al suelo del bosque. Una rama gigantesca se empotró en medio del río. Por entonces el bosque oscilaba, crujía, protestaba: disparos y clavos arrancados de madera seca.

La violencia alcanzó una meseta y permaneció en ese nivel. El viento pareció ser de sesenta kilómetros por hora. A más altura sonaba mucho peor. Gaby y Cirocco estaban abajo, protegidas por las raíces del árbol, y observaban la cólera de la tormenta que las rodeaba. Cirocco se vio obligada a gritar para ser oída por encima del gemido grave.

—¿Cuál supones que es la causa de que esto se haya producido tan de repente?

—No tengo idea —gritó a su vez Gaby—. Calentamiento o enfriamiento local, un gran cambio en la presión atmosférica. Aunque no sé qué podría haber provocado eso.

—Creo que lo peor ha pasado. Hey, te castañetean los dientes.

—Ya no estoy asustada. Tengo frío.

Cirocco estaba experimentándolo igualmente. La temperatura bajaba con rapidez; en sólo algunos minutos había pasado de suave a fría y en aquel momento Cirocco juzgó que se aproximaría a cero grados… Con un viento de sesenta kilómetros por hora no era algo para tomarlo a broma. Las mujeres se acurrucaron juntas, pero Cirocco sintió el calor absorbido de su espalda.

—Tenemos que conseguir algún tipo de refugio —gritó.

—Sí, ¿pero cuál?

Ninguna de las dos deseaba moverse del cobijo que tenían, por pequeño que fuera. Intentaron cubrirse mutuamente de tierra y hojas secas, pero el viento se lo llevaba todo.

Cuando estuvieron convencidas de que morirían congeladas, el viento cesó. No disminuyó; cesó por completo, y los oídos de Cirocco se taparon bruscamente hasta causarle dolor. No pudo oír hasta que forzó un bostezo.

—¡Caray! He conocido cambios de presión, pero ninguno como éste.

El bosque estaba tranquilo de nuevo. Después Cirocco descubrió que si escuchaba atentamente podía oír el eco mortecino de lo que había producido el sonido lastimero. Esto la hizo temblar de un modo que nada tenía que ver con el frío. Nunca se había considerado imaginativa, pero el gemido había parecído tan humano, a pesar de brotar en una escala tan poderosa… La había llevado a desear tumbarse y morir.

—No te duermas, Rocky. Tenemos otra sorpresa.