—¿Y ahora qué? —abrió los ojos y vio flotar un fino polvo blanco en el aire. Centelleaba a la tenue luz.
—Lo llaman nieve.
Caminaron tan deprisa como pudieron para evitar que sus pies se entumecieran, y a Cirocco no le quedó duda de que sólo el ambiente tranquilo las estaba salvando. Hacía frío, y para colmo de males hasta el suelo estaba frío. Cirocco se sintió drogada. Aquello era imposible. Ella era una capitana de nave espacial. ¿Cómo es que terminaba andando penosamente en cueros en medio de una nevazón?
Pero la nevazón fue pasajera. En un momento dado alcanzó un espesor de algunos centímetros, pero luego el calor empezó a fluir por debajo y se fundió enseguida. Pronto el aire se hizo más cálido. Cuando Cirocco y Gaby creyeron estar a salvo, encontraron un lugar en el cálido suelo y se pusieron a dormir.
La pierna de carne no olía demasiado bien cuando despertaron, al igual que el cinturón de piel de Cirocco. Se desprendieron de todo y se bañaron en el río, antes de que Gaby matara otro de los animales a los que habían empezado a llamar risueños. Fue tan fácil como en la ocasión anterior.
Se sintieron mucho mejor después del desayuno, que completaron con algunos de los frutos menos exóticos que encontraron en gran abundancia. A Cirocco le gustó uno que parecía una pera deforme pero que tenía pulpa similar a la del melón. Sabía igual que el queso cheddar picante.
Cirocco creyó poder marchar todo el día, pero resultó que no pudieron hacerlo. El río, su guía en todo el recorrido hasta entonces, desapareció en un gran agujero en la base de una montaña.
Las dos mujeres se acercaron al borde del agujero y miraron hacia abajo. El agua producía gorgoteos como el desagüe de una bañera, aunque a largos intervalos emitía un sonido de succión seguido por un prolongado eructo. A Cirocco no le gustó aquello y se alejó.
—A lo mejor estoy loca —dijo—, pero me pregunto si éste será el lugar donde la cosa que nos comió obtiene su agua.
—Podría ser. No voy a bucear para averiguarlo. Así que. ¿qué hacemos ahora?
—Ojalá lo supiera.
—Podríamos volver al sitio donde empezamos y aguardar allí —Gaby no parecía entusiasmada por la idea.
—¡Maldición! Estaba segura de que encontraríamos un lugar que examinar si íbamos lo bastante lejos. ¿Crees que todo el interior de Temis es un gran bosque tropical?
—No tengo suficiente información, obviamente —Gaby se encogió de hombros.
Cirocco rumió un rato. Estaba claro que Gaby deseaba dejarle tomar las decisiones.
—Bien. Primero vamos a la cumbre de esta montaña y vemos cómo es. Otra cosa que me gustaría probar, si allá arriba no hay nada que nos sirva, es trepar a uno de estos árboles. A lo mejor llegamos a una altura en la que se vea algo. ¿Crees que podríamos hacerlo?
Gaby examinó un tronco.
—Claro que sí, con esta gravedad. Aunque no hay garantía de que seamos capaces de sacar la cabeza.
—Lo sé. Subamos la montaña.
Era más empinada que la campiña que habían atravesado. Había lugares en que tuvieron que usar manos y pies, y Gaby encabezó la marcha pues tenía más experiencia en escalar. Era ágil, mucho más menuda y flexible que Cirocco, quien no tardó en sentir, sin dejarse ni un día, la diferencia de edades entre ellas.
— ¡Mierda bendita, mira eso!
— ¿Qué es? —Cirocco iba unos metros detrás. Cuando alzó la vista sólo vio las piernas y trasero de Gaby, desde un ángulo claramente anormal. Era curioso, pensó, que hubiera visto desnudos a todos los tripulantes varones, y que sin embargo hubiera tenido que llegar a Temis para ver a Gaby. Qué extraña criatura era sin pelo…
—Hemos descubierto nuestro mirador —dijo Gaby. Se volvió y dio la mano a Cirocco.
Había árboles que crecían en la cresta del monte, pero no llegaban a la altura de los que habían dejado abajo. Aunque eran densos y estaban cubiertos de enredaderas, ninguno pasaba de los diez metros.
Cirocco había ansiado trepar la montaña para ver lo que había al otro lado. Entonces lo supo: el monte no tenía otro lado.
Gaby estaba de pie a pocos metros del borde de un peñasco. A cada paso que daba Cirocco, la visión se ajustaba, retrocedía, abarcaba más superficie. Cuando llegó junto a Gaby no podía ver aún la cara del peñasco, pero ya se había hecho cierta idea de cuan largo era el precipicio. Debía de medir kilómetros… Sintió que su estómago se revolvía.
Se encontraban ante una ventana natural formada por una brecha de veinte metros en los árboles más extremos. Enfrente de ellas no había más que aire en doscientos kilómetros.
Estaban en un borde del precipicio, contemplando la extensión de Temis hasta el otro lado. Allí había una sombra delgada que tal vez fuera un peñasco como el que pisaban. Por encima de la sombra había tierra verde que se aclaraba hasta volverse blanca y luego pasar a gris, y por fin convertirse en amarilla brillante conforme sus ojos recorrían el lado inclinado hasta la zona translúcida del techo.
Los ojos de las mujeres fueron atraídos curva abajo hacia el distante peñasco, por debajo del cual había más tierra verde, con nubes blancas que abrazaban el suelo o descollaban a más altura que Cirocco. Parecía el panorama desde la cumbre de una montaña en la Tierra, excepto por un detalle. El terreno daba la impresión de ser llano hasta que Cirocco miraba a izquierda o derecha.
Se inclinaba. Cirocco tragó saliva y estiró el cuello, retorciéndose, intentando nivelar el paisaje, tratando de ignorar que a mucha distancia el suelo estuviera a más altura que ella sin siquiera haber ascendido.
Se quedó sin aliento y trató de inspirar, luego se dejó caer sobre manos y rodillas. Así era mejor. Se acercó más al abismo y siguió mirando a la izquierda. Muy lejos había una extensión de sombra, inclinada de lado para su examen. Un mar oscuro destellaba en la noche, un mar que de algún modo no abandonaba sus riberas y se vertía hacia Cirocco. Al otro lado del mar había otra zona de luz, como la que tenía frente a ella, que se empequeñecía en la distancia. Más allá de esa zona la visión de Cirocco era interrumpida por el techo superior, que parecía combarse hacia abajo para encontrarse con el suelo. Cirocco sabía que se trataba de una ilusión de la perspectiva: el techo sería de la misma altura si ella se colocaba debajo en aquel punto.
Las dos mujeres se encontraban al borde de una de las zonas de día permanente. Un brumoso terminador empezaba a cubrir la tierra a su derecha, no agudo y claro como el terminador de un planeta visto desde el espacio, sino difuminándose a través de una región crepuscular que Cirocco estimó en treinta o cuarenta kilómetros de anchura. Más allá de tal región era de noche, aunque sin negrura. Allí dentro había un mar inmenso, dos veces mayor que el del otro lado, dando la sensación de que un brillante claro de luna caía sobre él. Centelleaba como una llanura de diamantes.
—¿No vino el viento de esa dirección? —preguntó Gaby.
—Sí, suponiendo que no nos hubiera confundido alguna curva del río.
—No lo creo. Eso me parece hielo.
Cirocco estuvo de acuerdo. La sábana de hielo se disolvía al encogerse el mar hasta formar un estrecho, convirtiéndose por fin en un río que discurría frente a las mujeres y desembocaba en el otro mar. El paisaje en aquella dirección era montañoso, abrupto como una tabla de lavar. A Cirocco le pareció incomprensible la manera en que el río se abría paso entre las montañas hasta unirse con el mar al otro lado. Su conclusión fue que la perspectiva la estaba engañando. El agua no podía fluir cuesta arriba, ni siquiera en Temis.
Más allá del hielo había una nueva zona de luz diurna, más brillante y amarilla que otras que Cirocco veía, igual que arenas del desierto. Para llegar hasta allí habría que recorrer el mar helado.