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—Tres días y dos noches —dijo Gaby—. La teoría ha resultado bastante buena. Dije que lograríamos ver casi medio interior de Temis desde cualquier punto. Lo que no me figuraba eran esas cosas.

Cirocco siguió el dedo extendido de Gaby hasta una serie de cuerdas, o algo parecido, que empezaban abajo en el suelo y subían en ángulo hasta el techo. Había tres en una línea casi directamente frente a Cirocco y Gaby, de tal modo que la más cercana ocultaba en parte a las otras dos. Cirocco las había visto antes, pero no había reparado en ellas porque no podía comprenderlo todo al momento. Esta vez miró más atentamente y frunció la frente. Del mismo modo que un deprimente número de cosas en Temis, eran enormes.

La más cercana servía de modelo para el resto. Se encontraba a cincuenta kilómetros de distancia, pero Cirocco observó que estaba formada quizá por un centenar de cables enrollados juntos. Cada cable tendría un grosor de doscientos o trescientos metros. Otros detalles a esa distancia se le escapaban.

Las tres estructuras alineadas se doblaban de manera abrupta sobre el mar helado y ascendían ciento cincuenta kilómetros o más hasta unirse al techo en un punto en que Cirocco sabía que debía ser uno de los radios, visto desde el interior. Era una boca cónica, como el pabellón de una trompeta, que se ensanchaba para convertirse en techo y lados del recinto del precipicio. En el extremo opuesto del pabellón, a unos quinientos kilómetros, Cirocco distinguió más cuerdas.

Había más cables a su izquierda. Ascendían directamente hasta el arqueado techo y desaparecían a través de él. Y a más distancia había otras hileras que se doblaban hacia la boca del radio que Cirocco no alcanzaba a ver desde su ventajosa posición, el situado sobre el mar en las montañas.

En los puntos donde los cables se unían al suelo lo levantaban para formar montañas de amplia base.

—Parecen los cables de un puente colgante —dijo Cirocco.

—Estoy de acuerdo. Y creo que de eso se trata. No hay necesidad de torres para sostenerlo. Los cables pueden asegurarse en el centro. Temis es un puente colgante circular.

Cirocco se acercó más al borde. Pegó la cabeza al suelo y miró hacia abajo, a dos kilómetros de profundidad. El peñasco era casi perfecto en su perpendicularidad, tanto como puede serlo un rasgo superficial irregular. Sólo cerca del fondo comenzaba a ensancharse para juntarse finalmente con el suelo.

—No estarás pensando en bajar por ahí. ¿eh? —preguntó Gaby.

—La idea había entrado en mi mente, pero te aseguro que no me entusiasma en absoluto. ¿Y qué habría mejor ahí abajo que aquí arriba? Tenemos una noción bastante buena de que podríamos sobrevivir aquí arriba.

Se interrumpió. ¿Acaso iba a ser ése su único objetivo?

Disponiendo de la oportunidad, Cirocco preferiría la aventura a la seguridad, si seguridad significa construir una choza con ramas y acostumbrarse a una dieta de carne cruda y fruta. Se volvería loca en un mes.

Y la tierra de allí abajo era maravillosa. Había montañas imposiblemente escarpadas con relucientes lagos azules situados entre ellas como gemas. Cirocco vio prados que se agitaban. densos bosques y, muy hacia el este, el caviloso mar de medianoche. No había indicio de qué peligros ocultaba aquel suelo, pero parecía llamar a Cirocco.

—Podríamos bajar por esas enredaderas —dijo Gaby. estirando un brazo por encima del borde y señalando una posible línea de descenso.

La cara del peñasco estaba incrustada de plantas. La jungla se derramaba sobre el margen como un torrente de hielo. Árboles voluminosos crecían de la desnuda pared rocosa, aferrándose igual que percebes. La roca en sí sólo era visible a trozos, e incluso allí la novedad no resultaba del todo mala. Parecía una formación basáltica, un haz de pilares de cristal muy apretados con amplias plataformas hexagonales donde las columnas se habían roto.

—Es factible —dijo Cirocco por fin—. No sería fácil o seguro. Tendríamos que pensar en una razón bastante buena para intentarlo —(algo mejor que la amorfa urgencia por estar allí abajo, pensó Cirocco).

—Caramba, tampoco quiero quedarme parada aquí —dijo Gaby, con una mueca.

—Entonces tus problemas han terminado —dijo una voz sosegada a espaldas de las dos mujeres.

Todos los músculos de Cirocco se pusieron en tensión. Se esforzó por alejarse lentamente del borde.

—Aquí arriba. Os estaba esperando.

Sentado en una rama de árbol a tres metros del suelo, con los pies desnudos colgando, estaba Calvin Greene.

CAPITULO 7

Antes de que Cirocco hubiera podido contar con una oportunidad para serenarse, se encontraban todos sentados en círculo. Calvin estaba hablando.

—Emergí no muy lejos del agujero donde desaparece el río. Eso fue hace siete días. Os oí el segundo día.

—¿Pero por qué no nos llamaste? —preguntó Cirocco.

Calvin sostuvo en alto los restos de su casco.

—Falta el micro —dijo, desenredando el destrozado extremo del cable—. Podía escuchar, pero no transmitir. Aguardé. Comí fruta. Me sentía incapaz de matar a ninguno de los animales —extendió sus gruesas manos y se encogió de hombros.

—¿Cómo supiste que era éste el lugar apropiado para esperar? —preguntó Gaby.

—No estaba tan seguro de que lo fuera…

—Bien —dijo Cirocco. Se palmeó las piernas y después rió—. Bueno. Me agrada esto. Justo cuando estábamos a punto de perder la esperanza de encontrar a alguien, nos topamos contigo. Demasiado bueno para ser cierto. ¿No te parece, Gaby?

—¿Eh? Ah, sí. Es fantástico.

—También yo me alegro de veros, chicas. Os he estado escuchando desde hace cinco días. Es agradable oír una voz familiar.

—¿De verdad ha sido tanto tiempo?

Calvin dio un golpecito a un aparato que llevaba en la muñeca. Era un reloj digital.

—Sigue marcando la hora exacta —dijo—. Cuando regresemos, pienso escribir una carta al fabricante.

—Yo daria las gracias al fabricante de la pulsera. La mía era de cuero, en cambio la tuya es de acero —dijo Gaby.

—Y bien que lo sé —Calvin hizo un gesto de indiferencia—. Me costó más de lo que saqué en un mes, como interno.

—Me sigue pareciendo mucho tiempo. Sólo hemos dormido tres veces.

—Es cierto. Bill y August tienen el mismo problema para determinar el tiempo.

Cirocco levantó los ojos.

—¿Bill y August están vivos?

—Sí, he estado escuchándoles. Están ahí abajo, en el fondo. Puedo señalar el sitio. Bill tiene su radio entera, igual que vosotras dos. August sólo tenía un receptor. Bill recibió algunas ondas y empezó a decir cómo podríamos encontrarle. Se quedó en su sitio dos días, y August lo encontró bastante pronto. Ahora llaman con regularidad. Pero August sólo pregunta por April y llora muchísimo.

—Jesús —dijo Cirocco en un susurro—. Supongo que lo hará. ¿No tienes idea de dónde está April, o Gene?

—Creo que escuché a Gene una vez. Llorando, como Gaby dijo.

Cirocco meditó, y se puso ceñuda.

—¿Por qué Bill no nos oía, entonces? El también debía de estar escuchando.

—Habrán sido problemas de visual —dijo Calvin—. El peñasco os separaba. Yo era el único capaz de escuchar ambos grupos, pero no podía hacer nada al respecto.

—Entonces, él debería estar oyéndonos ahora, si…

—No te excites. Ahora están durmiendo y no te oirán. Esos auriculares son como un mosquito zumbando. Bill y August despertarán dentro de cinco o seis horas —Calvin miró alternadamente a las dos mujeres—. Lo mejor para vosotras, chicas, es que durmáis un poco también. Habéis estado caminando veinticinco horas.