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Esta vez Cirocco no tuvo problemas para creerle. Sabía que lo que la mantenía despierta era la excitación del momento. No podía rendirse aún, pero sus párpados se cerraban.

—¿Y qué me dices de ti, Calvin? ¿Has tenido algún problema?

—¿Problema? —Calvin alzó una ceja.

—Ya sabes de qué hablo.

Calvin pareció retraerse.

—No hablo de eso. Nunca.

Cirocco prefirió no insistir. Calvin aparentaba estar sereno, como si hubiera llegado a un acuerdo respecto a algo. Gaby se levantó y desperezó en medio de un enorme bostezo, y dijo:

—Voy a tumbarme. ¿Dónde quieres estirarte. Rocky?

Calvin también se puso en pie.

—He estado preparando un sitio —dijo—. Está aquí arriba, en este árbol. Usadlo las dos, yo seguiré despierto y atento a Bill —se trataba de un nido tejido con ramitas y enredaderas. Calvin lo había forrado con una sustancia plumosa.

Había mucho sitio, pero Gaby prefirió estar junto a Cirocco, tal como habían hecho antes. Cirocco se preguntó si debería poner coto a la situación, mas luego decidió restarle importancia.

—¿Rocky?

—¿Qué hay?

—Quiero que tengas cuidado con él.

Cirocco volvió a la conciencia desde el borde mismo del sueño.

—¿Huuunf? ¿Calvin?

—Le ha pasado algo.

Cirocco la miró con un ojo enrojecido.

—Duérmete, Gaby, ¿quieres? —se volvió y dio una palmadita en la pierna de Gaby.

—Ten cuidado —murmuró Gaby.

* * *

Si tan sólo hubiera una señal que indicara la mañana…, pensó Cirocco, bostezando. Levantarse sería mucho más fácil. Algo como un gallo, o los rayos del sol cayendo con una inclinación diferente…

Gaby seguía dormida junto a ella. Se desenredó y se puso en pie sobre la amplia rama del árbol. Calvin no estaba por allí. El desayuno yacía al alcance del brazo: fruta púrpura del tamaño de una pina. Cogió una y la comió, corteza incluida. Se puso a trepar.

Fue más fácil de lo que parecía. Cirocco subió casi tan rápido como si lo hubiera hecho por una escalera. Desde luego, había cosas que decir de una gravedad de un cuarto de lo que es habitual, y el árbol era ideal para trepar, mejor que cualquier otra cosa que Cirocco hubiera tenido desde los ocho años de edad. La nudosa corteza ofrecía asideros donde escaseaban las ramas. Obtuvo algunos arañazos para añadir en su colección, pero era un precio que Cirocco estaba deseosa de pagar.

Se sintió contenta por primera vez desde su llegada a Temis. No tenía en cuenta los encuentros con Gaby y Calvin, porque habían sido momentos de tal emoción que habían rayado en la histeria. Ahora simplemente era sentirse bien.

—Caramba, cuánto tiempo hacía —murmuró.

Nunca había sido una persona triste. Se habían producido algunos buenos momentos a bordo de la Ringmaster, pero poca alegría cabal. Intentando recordar la última vez que se había sentido tan bien, Cirocco se decidió por la fiesta cuando supo que había obtenido el mando después de siete años de tentativas. Sonrió ante la evocación. Había sido una fiesta muy buena.

Pero no tardó en apartar todos los pensamientos de su mente y dejar que su alma fluyera en el mismo esfuerzo. Notó todos y cada uno de sus músculos, cada centímetro de su piel. Había una sorprendente cuantía de libertad en trepar un árbol sin ropa puesta. Su desnudez, hasta el momento, había constituido un fastidio y un riesgo. Ahora le gustaba. Sentía la ruda materia del árbol bajo los dedos de los pies, y la elástica curvatura de las ramas. Deseaba dar el alarido de Tarzán.

Al aproximarse a la copa escuchó un sonido que no había estado allí antes. Era un roznido repetido, procedente de un punto que ella no podía precisar a través de las hojas verdeamarillas, delante de ella y a escasos metros por debajo.

Actuando con más precaución, Cirocco se estiró sobre una rama horizontal y se movió tímidamente hacia el aire libre. Frente a ella tenía una pared gris-azulada, de la cual no podía hacerse idea de lo que era.

El roznido se repitió, más alto, levemente por encima de la mujer. Un manojo de ramas rotas se movió delante de Cirocco y desapareció. Luego, sin aviso, apareció el ojo.

—¡Uaahh! —aulló Cirocco, antes de que pudiera cerrar la boca.

Sin recordar del todo cómo había llegado allí, se encontró tres metros más atrás, brincando con el movimiento del árbol y contemplando fijamente, paralizada, el monstruoso ojo. Era tan amplio como sus brazos extendidos, destellaba a causa de la humedad y era espantosamente humano.

El ojo parpadeó.

Una delgada membrana se contrajo por todas partes, igual que el diafragma de una cámara, después volvió a abrirse de golpe, literalmente rápido como un parpadeo.

Cirocco batió todos los récords de descenso, sin reparar en que se arañaba la rodilla y chillando sin parar. Gaby estaba despierta. Tenía un fémur en la mano y parecía dispuesta a usarlo.

—¡Abajo, abajo! —gritó Cirocco—. Hay algo ahí arriba. Podría emplear este árbol como palillo de dientes.

Levitó los últimos ocho metros, cayó de rodillas y, cuando ya estaba descendiendo la montaña, se topó con Calvin.

—¿No me has oído? Tenemos que irnos de aquí. Hay esa cosa…

—Lo sé, lo sé —la tranquilizó Calvin, alzando sus manos con las palmas hacia ella—. Lo sé todo, y no hay motivo para preocuparse. No tuve tiempo de explicártelo antes de que te fueras a dormir.

Cirocco se sintió abatida, pero en absoluto tranquilizada. Era terrible poseer tanta energía nerviosa y no tener nada que hacer con ella. Sus pies ansiaban correr. En lugar de eso. se encolerizó con Calvin.

—¡Mierda, Calvin! ¿No tuviste tiempo para hablarme de una cosa así? ¿Qué es, y qué sabes tú de eso?

—Es… Es nuestra salida de este peñasco —dijo Calvin—. Se llama… —arrugó los labios y silbó tres claras notas con un trino al final—. Pero ya me doy cuenta de que es embarazoso usarlo mezclado con inglés… Yo lo llamo Apeadero.

—Lo llamas ‘Apeadero’ —repitió Cirocco, muy aturdida.

—Exacto. Es un pequeño dirigible flexible.

—Un pequeño dirigible flexible…

Calvin la miró de un modo curioso y Cirocco hizo rechinar sus dientes.

—Se parece mucho a un dirigible, pero no lo es porque no tiene un armazón rígida. Lo llamaré y lo veréis vosotras mismas —se llevó dos dedos a la boca y silbó una larga y complicada tonada con extraños intervalos musicales.

—Calvin lo está llamando —dijo Cirocco.

—Eso he oído —dijo Gaby—. ¿Te encuentras bien?

—Sí. Pero mi pelo volverá a salir canoso.

Hubo una serie de trinos de respuesta desde arriba. Después no ocurrió nada durante varios minutos. Aguardaron.

La masa de Apeadero apareció a la izquierda. Estaba a trescientos o cuatrocientos metros de la faz del peñasco, moviéndose paralelamente a ésta, e incluso a esa distancia sólo pudieron verlo en parte. Era una sólida cortina gris-azulada extendida ante la vista de ellos. Acto seguido Cirocco avistó el ojo. Calvin volvió a silbar y el ojo osciló perdidamente, hasta que por fin los descubrió.

Calvin miró hacia atrás por encima del hombro.

—No ve muy bien —explicó.

—Entonces prefiero apartarme de su camino. Irme al condado vecino, por ejemplo.

—No sería suficiente distancia —dijo Gaby, admirada y temerosa—. Su trasero estaría en el condado vecino.

La nariz desapareció y Apeadero siguió pasando ante ellos. Y pasando más. Y pasando, pasando, pasando… Parecía no tener fin.

—¿Adonde va? —preguntó Cirocco.

—Le cuesta un poco parar —explicó Calvin—. Estará listo enseguida.