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Cirocco y Gaby acabaron por unirse con Calvin en el borde del peñasco para poder ver toda la maniobra.

Apeadero, el pequeño dirigible flexible, tenía un kilómetro entero de proa a popa. Todo lo que le faltaba para ser una réplica exagerada de la aeronave alemana Hindenburg era una esvástica pintada en su cola.

No, reflexionó Cirocco, eso no era del todo cierto. Era una entusiasta de la aeronáutica, había estado en servicio activo en el proyecto de la NASA para construir una aeronave casi tan grande como Apeadero. Trabajando con los ingenieros del proyecto había llegado a conocer bastante bien el diseño del LZ-129.

La forma era la misma: un cigarro alargado, romo en la punta, amasándose en cierta medida hasta la popa. Incluso tenía una especie de góndola que sobresalía por debajo, pero mucho más atrás que en el Hindenburg. El color era impropio. igual que la textura del forro. Ninguna estructura de arriostramiento era visible; Apeadero era liso, como los viejos dirigibles de Año Nuevo, y ahora que Cirocco lo veía claramente, brillaba con una iridiscencia nacarada y una pizca de oleosidad sobre el color gris-azulado básico.

Y Hindenburg no había tenido pelo. Apeadero sí, a lo largo de un reborde ventral transversal, que se hacía más espeso y alargado en el centro y se reducía hasta un disperso azul hacia el final. Un puñado de finos zarcillos pendían del nodulo central, o góndola, o lo que fuera.

Luego aparecieron los ojos, y los planos de deriva. Cirocco distinguió un ojo de visión unilateral y pensó que probablemente habría más. En lugar de cuatro superficies de vuelo en la cola, Apeadero sólo tenía tres: dos horizontales y un timón. Cirocco vio cómo se doblaban mientras el monstruoso ser pugnaba por volver su nariz hacia ellos, al mismo tiempo que hacía retroceder la mitad de su largura. Los planos de deriva eran delgados y transparentes, como las alas de un aeroplano de O’Neil, y flexibles como una medusa.

—¿Tú… eh, tú hablas con esta cosa? —preguntó a Calvin.

—Bastante bien —Calvin estaba sonriendo al dirigible, más feliz de lo que jamás le había visto Cirocco.

—Entonces, ¿es una lengua fácil de aprender?

Calvin se puso serio.

—No, no creo que se pueda decir eso.

—Llevas aquí… ¿Cuántos días? ¿Siete?

—Te lo aseguro, sé cómo hablar con él. Sé muchas cosas de Apeadero.

—Entonces, ¿cómo las has aprendido!

La pregunta aturdió claramente a Calvin.

—Me desperté sabiéndolas.

—¿Cómo?

—Simplemente, las sabia. La primera vez que vi a Apeadero lo sabía todo acerca de él. Cuando me habló, le comprendí. Así de sencillo.

Ni con mucho era tan sencillo, Cirocco estaba convencida. Pero era obvio que Calvin no deseaba que le presionaran al respecto.

Apeadero tardó casi una hora en situarse adecuadamente y avanzar con cautela hasta casi tocar el lateral del peñasco. Durante la maniobra, Gaby y Cirocco se echaron muy hacia atrás. Ambas se sintieron mejor cuando contemplaron la boca del ser. Era un corte de un metro de ancho, situado veinte metros por debajo del ojo delantero. Bajo la boca había un orificio separado: un esfínter que se plegaba y silbaba como una válvula reguladora de presión.

Un objeto largo y rígido sobresalió de la boca y se extendió hasta el suelo.

—Vamos —dijo Calvin, haciendo señas a las mujeres—. Subamos a bordo.

Ni Gaby ni Cirocco fueron capaces de pensar un curso de acción conveniente. Se limitaron a mirar fijamente a Calvin, que pareció exasperado por un momento, luego sonrió de nuevo.

—Supongo que os resultará difícil creerlo, pero es cierto. Sé mucho de estos seres. Ya he dado un paseo antes. Apeadero está totalmente dispuesto y de todas formas hará lo que queramos. Y es seguro. Sólo come plantas, y muy pocas. No puede comer demasiado, o se iría a pique —puso un pie sobre la alargada pasarela y caminó hacia la entrada.

—¿Qué es eso donde estás? —preguntó Gaby.

—Creo que podría llamarse su lengua.

Gaby empezó a reír, pero el sonido fue sordo y se apagó con la tos.

—¿Es que todo esto no te parece un poco…? ¡Hablo en serio! ¡Caramba, Calvin! Estás ahí en la maldita lengua de esta cosa, pidiéndome que entre en su boca, diantres. Supongo que al final de… ¿Hay que llamarlo cuello? Al final del cuello habrá algo que no será realmente un estómago, pero cumplirá las mismas funciones. Y esos jugos que empiezan a fluir sobre nosotros… ¡También tendrás una bonita y locuaz explicación para eso!

—Hey, Gaby. Te prometo que es tan seguro como…

—¡No, gracias! —replicó Gaby—. Puedo ser la hija más tonta de mamá Plauget, pero nadie ha dicho nunca que yo no tengo sentido para quedarme lejos de la boca de un jodido monstruo. ¡Caramba! ¿Sabes lo que estás pidiendo? Ya me han comido viva una vez en este viaje. No permitiré que vuelva a suceder.

Había acabado chillando y temblando y su cara estaba encendida. Cirocco estaba de acuerdo, en un sentido emocional, con todo lo que había dicho Gaby. De todos modos, avanzó hacia la lengua. Era cálida, aunque seca. Se volvió y extendió la mano.

—Vamos, compañera. Creo en Calvin.

Gaby dejó de estremecerse y se quedó sorprendida.

—No me dejarías aquí, ¿verdad?

—Claro que no. Vendrás con nosotros. Tenemos que bajar hasta allí, con Bill y August. Vamos, ¿dónde está el coraje que sé que tienes?

—Eso no es justo —se quejó Gaby—. No soy cobarde. Pero no puedes pedirme que haga eso.

—Te lo pido. La única manera de vencer el miedo es enfrentándose a él. Vamos.

Gaby titubeó largo rato, hasta que irguió los hombros y avanzó como si fuera hacia su ejecución.

—Lo haré por ti —dijo—, porque te quiero. Tengo que estar contigo, a donde vayas, aunque eso signifique morir las dos.

Calvin miró a Gaby de un modo extraño, pero no dijo nada. Entraron en la boca. Se encontraron en un estrecho tubo translúcido de fino suelo y ambiente muy enrarecido. El camino era largo.

En el centro del dirigible se hallaba la gran bolsa que Cirocco había visto desde el exterior. Era un material grueso y claro de cien metros de largo por treinta de ancho y el fondo estaba cubierto de madera y hojas pulverizadas. Había pequeños animales en el interior: varios risueños, una selección de especies menores y miles de criaturas de piel lisa más pequeñas que musarañas. Al igual que el resto de animales que habían visto en Temis, éstos no prestaron atención al grupo.

Podían ver el exterior en todas direcciones y comprobaron que ya se hallaban a cierta distancia de la faz del peñasco.

—Si este lugar no es el estómago de Apeadero, ¿qué es, entonces? —preguntó Cirocco.

Calvin pareció desconcertado.

—Nunca dije que no fuera su estómago. Estamos pisando su alimento.

Gaby gimió y trató de regresar corriendo por el camino de entrada. Cirocco la agarró y tiró al suelo. La capitana miró a Calvin.

—Todo va bien —dijo éste—. Apeadero sólo puede digerir con la ayuda de estos animalitos. Come su producto final. Sus jugos digestivos no pueden dañaros más que un té aguado.

—¿Has oído, Gaby? —musitó Cirocco a la oreja de la otra mujer—. Nada nos pasará. Cálmate, cariño.

—S-sí. No os enfadéis conmigo. Estoy asustada.

—Lo sé. Vamos, levántate y ten cuidado. Eso te mantendrá distraída.

Ayudó a Gaby a ponerse en pie y los tres chapotearon hasta la clara pared estomacal. Fue como si anduvieran por un trampolín. Gaby apretó la nariz y manos contra la pared y pasó el resto del recorrido sollozando y mirando fijamente el espacio. Cirocco la dejó a solas y se dirigió hacia Calvin.