Выбрать главу

—Tan bien como podría esperarse yendo en el estómago de un dirigible vivo. ¿Y tú? ¿Has salido bien parado, sin heridas?

—Sí, estoy bien. Escucha, me gustaría… Me gustaría decir cuánto me alegra escuchar tu voz.

Cirocco sintió una lágrima en su mejilla y se restregó.

—Me alegra oírte, Bill. Cuando caíste por aquella ventana… ¡Oh, maldito sea! No te acuerdas de eso, ¿verdad?

—Hay muchas cosas que no recuerdo —dijo Bill—. Más tarde podremos aclararlas.

—Me muero de ganas de verte. ¿Tienes pelo?

—Me está creciendo por todo el cuerpo. Pero será mejor que dejemos esas cosas para otro momento. Tenemos mucho de que hablar, yo, tú, Calvin y…

—Gaby —le ayudó Cirocco, después de lo que pareció una pausa muy larga.

—Gaby —dijo Bill, sin demasiada convicción—. Ya ves que estoy un poco confundido sobre algunas cosas. Pero no será un problema.

—¿Estás seguro de que te encuentras perfectamente, Bill? —Cirocco sintió un repentino frío y se frotó vigorosamente los brazos.

—Claro que sí. ¿Cuándo llegaréis aquí?

Cirocco preguntó a Calvin, que silbó una corta tonada. Fue respondido por otra tonada procedente de alguna parte por encima de su cabeza.

—Los dirigibles no tienen mucha noción del tiempo —dijo—. Yo diría que tres o cuatro horas.

—¿Qué forma de llevar una línea aérea es ésa?

CAPITULO 8

Cirocco eligió el extremo frontal de la góndola —no servía de nada pensar que era un estómago— para estar a solas. Gaby seguía petrificada y no era demasiado divertido hablar con Calvin después de que hubiera dicho todo lo que sabía sobre Apeadero. Calvin no iba a tratar los detalles que Cirocco deseaba conocer.

Una barandilla habría sido de agradecer. La pared de la góndola era clara como el vidrio hasta los pies de Cirocco, y también ahí lo habría sido de no estar la alfombra de hojas y ramas a medio digerir. Constituía una visión mareante.

Estaban sobrevolando una espesa jungla, muy parecida al suelo más elevado del peñasco. La superficie estaba salpicada de lagos. El río Clío —amplio, amarillo y despacioso— se retorcía por todo el paisaje: una cinta de agua lanzada a la tierra para serpentear cuando le apeteciera.

Cirocco se sorprendió por la claridad del ambiente. Sobre Rea había nubes que aumentaban a masas de cúmulos sobre la orilla norte del mar, pero era posible atisbar por encima de ellas. Cirocco vio los límites de la curva de Temis en ambas direcciones.

Una bandada de grandes dirigibles revoloteaban a diversas altitudes en torno al cable de suspensión más próximo a Apeadero. Cirocco no sabía qué hacían allí, pero supuso que tal vez estuvieran alimentándose. El cable era tan enorme que sobre él podían crecer árboles perfectamente.

Mirando hacia abajo en línea recta observó la inmensa sombra proyectada por Apeadero. Cuanto más descendían, tanto mayor era la sombra. Después de cuatro horas se hizo tremenda, y todavía se hallaban por encima de las copas de los árboles. Cirocco se preguntó cómo Apeadero se proponía dejarles en tierra. No había un solo claro tan grande como para acomodar el dirigible.

Se sobresaltó al ver dos figuras en un recodo del río, en la orilla occidental, haciéndole señas. Cirocco devolvió el saludo, sin saber si la podían ver.

—¿Cómo vamos a descender? —preguntó a Calvin.

El hombre hizo una mueca.

—Pensé que no os gustaría saberlo, así que no saqué el tema a relucir. Era absurdo que os preocuparais. Nos tiraremos en paracaídas.

Cirocco no reaccionó, y Calvin pareció tranquilizarse.

—En realidad es muy fácil. No tiene importancia. Lo más seguro posible.

—Oh, oh. Calvin, amo el paracaidismo. Creo que es divertidísimo. Pero me gustaría examinar y plegar mi paracaídas. Me gustaría saber quién lo fabricó y si es bueno —miró a su alrededor—. Corrígeme si me equivoco, pero no he visto que subieras paracaídas abordo.

—Los tiene Apeadero —dijo Calvin—. Jamás falla.

Cirocco quedó callada por segunda vez.

—Yo iré primero —dijo Calvin con tono persuasivo—. Así lo comprobaréis.

—Oh, oh. Calvin, ¿debo entender que ésta es la única forma de bajar?

—Podrías ir unos cien kilómetros al este, a las llanuras. Apeadero te llevará allí, pero tendrías que regresar andando a través de un pantano.

Cirocco miró el suelo, sin verlo realmente. Aspiró profundamente, después exhaló.

—Perfecto. Veamos esos paracaídas.

Cirocco se acercó a Gaby, le tocó la espalda, la apartó suavemente de la pared lateral y la guió hacia la parte trasera de la góndola. Gaby era tan dócil como una niña. Sus hombros estaban rígidos y temblaba.

—La verdad es que no puedo mostrártelos —dijo Calvin—. No…, hasta que yo salte. Aparecen al saltar. Algo así.

Extendió un brazo y asió un puñado de oscilantes zarcillos blancos. El material se alargó. Calvin se puso a separarlos zarcillos hasta obtener una malla suelta. El tejido parecía melcocha, aunque conservaba la forma cuando no era estirado.

Calvin metió una pierna por una abertura de la malla, luego la otra. Tiró del conjunto hacia sus caderas y formó una apretada cesta. Introdujo los brazos por más agujeros hasta que su cuerpo quedó envuelto en un capullo.

—Tú has saltado otras veces, ya conoces el método… ¿Eres buena nadadora?

—Muy buena, si mi vida está en juego. ¿Gaby? ¿Nadas bien?

A Gaby le costó unos instantes reparar en sus compañeros. A continuación, un interés centelleante brotó en sus ojos.

—¿Nadar? Claro. Como un pez.

—Bien —dijo Calvin—. Observadme y haced lo mismo que yo —silbó, y un agujero cobró existencia en el suelo frente a él. Calvin agitó los brazos, saltó sobre el borde y cayó como una piedra, lo cual no era tan deprisa con una cuarta parte de la gravedad habitual, aunque a Cirocco le pareció bastante, considerando que se trataba de un paracaídas no comprobado.

Las cuerdas se alargaron detrás de Calvin como seda de araña. Después se materializó una sábana sólida, color azul pálido, fuertemente apretada, que se desplegó en un instante. Cirocco y Gaby miraron hacia abajo a tiempo para ver y oír el aleteo y estallido del paracaídas al abrirse y aferrarse al aire.

Calvin cayó flotando, y agitó las manos llamando a las dos mujeres.

Cirocco hizo una seña a Gaby, que se puso el equipo. Estaba tan deseosa de irse que saltó antes de que Cirocco pudiera comprobar la disposición del material.

Dos de tres, pensó Cirocco, y metió el pie por la tercera malla. Era cálida y elástica, y cómoda en cuanto la dispuso convenientemente.

El salto era simple rutina, suponiendo que en Temis pudiera haber algo rutinario. El paracaídas describió un círculo azul sobre el fondo de cielo amarillo por encima de Cirocco. El dispositivo dio la impresión de ser más pequeño de lo debido, pero resultaba obvio que con la baja gravedad y la presión alta bastaba.

Cirocco se agarró a un puñado de cuerdas y se guió hacia la orilla del río.

Tocó tierra de pie y se libró del equipo con rapidez. El para-caídas se derrumbó sobre la fangosa orilla, casi cubriendo a Gaby. Cirocco se encontró con agua hasta las rodillas y contempló a Bill, que venía hacia ella. Era difícil no reírse. El hombre parecía un pollo pálido, desplumado, con vello corto que crecía en su pecho, piernas, brazos, cara y cuero cabelludo.

Cirocco se llevó ambas manos a la frente y las restregó en su velluda cabeza, sonriendo más ampliamente conforme Bill se iba aproximando.

—¿Soy como me recuerdas? —preguntó.

—Todavía mejor.

Bill avanzó chapoteando los escasos metros que les separaban. Rodeó a Cirocco con los brazos y se besaron. Cirocco no lloró, no sintió la necesidad de hacerlo, aunque estaba rebosante de felicidad.