—Si puedes encontrar algo para mocasines —dijo a Gaby—, te promoveré tres grados cuando estemos en casa.
—Estoy trabajando en eso.
Gaby resplandeció un día entero después del hecho, y se mostró juguetona como un perrito, restregándose contra Cirocco y las finas prendas de ésta a la más mínima excusa. Estaba patéticamente ansiosa por complacer.
Cirocco estaba sentada junto a la orilla del río, a solas por una vez y contenta de ello. Ser el motivo de disputa entre dos amantes no era de su gusto. Bill empezaba a estar fastidiado por la conducta de Gaby y daba la impresión de creer que debía hacer algo.
Se inclinó con facilidad con un palo largo y flexible en una mano y observó un pequeño flotador de madera al extremo de la cuerda. Dejó que sus pensamientos divagaran hasta el problema de ayudar a cualquier expedición de rescate que llegara en su busca. ¿Qué se podría hacer para facilitar el rescate?
Era un hecho patente que no podían salir de Gea por sus propios medios. Lo mejor que Cirocco podría hacer sería tratar de ponerse en contacto con la partida de rescate. No tenía duda de que llegaría una, y pocas ilusiones de que su objetivo primario fuera el rescate. Los mensajes que había logrado enviar durante la desintegración de la Ringmaster describieron un acto hostil, y las implicaciones de ello eran enormes. Seguro que se daría por muerta a la tripulación de la Ringmaster, pero no se olvidaría a Temis-Gea. Pronto llegaría una nave, y estaría sobrecargada.
—Muy bien —dijo—. Gea ha de tener medios de comunicación en alguna parte.
Probablemente en el cubo de la rueda. Aun cuando los motores estuvieran allí también, su ubicación centralizada parecía el lugar lógico para los controles. Allí tal vez hubiera gente que se ocupara de las cosas, o tal vez no. No existía modo alguno de dar al viaje un aspecto de fácil, o al destino un aspecto de seguro. El último podía estar celosamente vigilado contra la incursión y el sabotaje.
Pero allí había una radio, Cirocco ya vería qué podía hacer en cuanto llegara hasta ella.
Bostezó, se rascó las costillas y movió perezosamente los pies de arriba abajo. El flotador subía y bajaba en el agua. Parecía un buen momento para una siesta.
El flotador sufrió una repentina sacudida y desapareció bajo las turbias aguas. Cirocco lo miró un instante y comprobó con moderada sorpresa que algo había mordido el anzuelo. Se levantó y empezó a tirar de la cuerda.
El pez no tenía ojos, escamas o aletas. Cirocco lo alzó y lo observó con curiosidad. Era el primer pez que habían capturado.
—¿Qué diablos estoy haciendo? —preguntó en voz alta. Lanzó el pez al agua, enrolló su cuerda de pescar y empezó a doblar el recodo del río hacia el campamento. A medio camino se puso a correr.
—Lo siento, Bill, sé que has dedicado mucho trabajo a este lugar. Pero cuando vengan a buscarnos, quiero estar trabajando todo lo que pueda para salir de aquí —dijo Cirocco.
—Estoy de acuerdo contigo, básicamente. ¿Cuál es tu idea?
Cirocco explicó su meditación respecto al cubo de la rueda, al hecho de que si allí existía un control tecnológico central para esta inmensa construcción, estaría allá arriba.
—No sé qué encontraremos. Es posible que nada, aparte de telarañas y polvo, y que todo siga funcionando por pura inercia aquí abajo. O tal vez el capitán y una tripulación dispuestos a hacernos pedazos por invadir su nave. Pero tenemos que verlo.
—¿Cómo te propones llegar ahí arriba?
—No lo sé seguro. Supongo que los dirigibles no pueden hacerlo o sabrían más de esa diosa de que hablan. Incluso es posible que no haya aire en los radios.
—Eso haría la cosa un poco dura —observó Gaby.
—No lo sabremos hasta que no lo veamos. El medio de subir los radios es emplear los cables de apoyo. Tendrían que subir hasta las mismas entrañas, hasta el punto más alto.
—Dios mío —musitó Gaby—. Hasta los cables inclinados están a cien kilómetros de altura. Y eso te lleva simplemente al techo. A partir de ahí hay otros quinientos kilómetros hasta el cubo.
—Mi dolorida espalda —gruñó Bill.
—¿Qué ocurre con vosotros? —quiso saber Cirocco—. No he dicho que trepemos por los cables. Eso lo decidiremos cuando echemos un buen vistazo. Lo que trato de deciros es que somos ignorantes de este lugar. Por lo que yo sé, hay ascensor rápido posado en el pantano que nos llevará hasta la parte superior. O un hombrecillo que vende billetes de helicóptero, o alfombras mágicas. Nunca lo sabremos, a menos que nos pongamos a explorar.
—No te excites —dijo Bill—. Estoy de tu parte.
—¿Y tú, Gaby?
—Voy donde tú vas —dijo Gaby, de un modo desapasionado—. Ya lo sabes.
—De acuerdo. Esto es lo que pienso. Hay un cable inclinado hacia el oeste, hacia Océano. Pero el río fluye a la inversa, y podemos usarlo como transporte. De esa forma incluso podríamos llegar antes a la siguiente hilera de cables que abriéndonos paso a través de la jungla. Creo que deberíamos encaminarnos hacia el este, hacia Rea.
—Calvin dijo que nos mantuviéramos alejados de Rea —recordó Bill.
—No he dicho que nos adentremos en Rea. Si hay algo más difícil de aceptar que esta tarde perpetua, ha de ser una noche perpetua, así que de todos modos no estoy ansiosa por ir allá. Pero hay mucha tierra entre aquí y allá. Podríamos echarle una ojeada.
—Admítelo, Rocky. Eres una turista en el fondo.
Cirocco tuvo que sonreír.
—Culpable. Pensaba hace un rato que aquí estamos en este lugar increíble. Sabemos que hay una docena de razas inteligentes. ¿Qué hacemos? Descansar y pescar. Bueno, yo no. Tengo ganas de curiosear. Por eso nos pagaban, y, ¡caramba, es lo que me gusta! Quizá deseo un poco de aventura.
—Dios mío —repitió Gaby, con una pizca de mofa—. ¿Qué más puedes pedir? ¿No has tenido bastante?
—Las aventuras se pueden volver en tu contra y defraudarte —dijo Bill.
—No lo sé. Pero de todos modos vamos a descender por ese río. Me gustaría estar en marcha después del siguiente período de sueño. Me siento como drogada.
Bill consideró el hecho por un momento.
—¿Crees que es posible? ¿Algo dentro de una de las frutas?
—¿Eh? Has leído demasiada ciencia ficción, Bill.
—Escucha, no te cargues mis hábitos de lectura y yo no me cargaré tus rancias películas en blanco y negro.
—Pero eso es arte. No importa. Imagino que es posible que hayamos comido algo que tranquiliza, pero en realidad creo que se trata simplemente de una holgazanería anticuada.
Bill se puso en pie y buscó su inexistente pipa. Pareció fastidiado por olvidar una vez más el detalle y después se limpió la arena de las manos.
—Nos costará un poco montar una balsa —dijo.
—¿Por qué una balsa? ¿Qué me dices de esas enormes cápsulas vegetales que hemos visto flotando río abajo? Son lo bastante grande para sostenernos.
Bill frunció la frente.
—Sí, supongo que sí, ¿pero crees que se manejarán bien en aguas turbulentas? Me gustaría echar un vistazo a los fondos antes…
—¿Manejar? ¿Piensas que una balsa sería mejor?
Bill adoptó un aire de sorpresa, después de enfado.
—¿Sabes una cosa? A lo mejor me estoy volviendo torpe. Adelante, comandante.
CAPITULO 10
Las cápsulas crecían en las copas de los árboles más altos del bosque. Cada árbol producía sólo una a la vez, y cuando la cápsula alcanzaba la madurez estallaba como una bomba. Habían oído sonar estas explosiones a largos intervalos. Lo que quedaba después era algo parecido a la cáscara de una nuez, uniforme y suavemente dividida.