—¿Quieres explicarme otra vez por qué estamos haciendo esto? —gritó Gaby a Cirocco—. Creo que no lo comprendo.
El trayecto hasta el radio era más difícil de lo que habían supuesto. Habían seguido el río para atravesar la selva, como si lo hubieran hecho por una magnífica carretera natural. Pero fue entonces cuando Cirocco pudo enterarse del verdadero significado de impenetrable. La tierra estaba cubierta de una capa de vegetación casi sólida, y las únicas herramientas de corte que tenían habían sido construidas con los aros de los cascos. Para empeorar más la situación, el suelo se iba elevando constantemente mientras se acercaban al cable.
—Yo me lo tomaría con un poco menos de angustia —contestó Cirocco—. Ya sabes que tenemos que hacerlo. Pronto será más fácil.
Ya habían obtenido cierta información provechosa. Lo más importante hasta entonces era el hecho de que se trataba realmente de un cable, compuesto por ramales arrollados. Había más de un centenar de ramales, todos con sus buenos doscientos metros de diámetro.
Los ramales estaban fuertemente unidos en la mayor parte de su longitud, pero a medio kilómetro del suelo empezaban a divergir, llegando a tierra como entidades separadas. La base del cable se transformaba en un bosque de inmensas torres, más bien que una sola y gigantesca.
Lo más interesante de todo: varios ramales estaban rotos. Muy superficialmente vieron los retorcidos extremos de dos de ellos rizados igual que las puntas pilosas florecidas de un anuncio de champú.
Mientras se abría paso para despejar el terreno, Cirocco observó que la sustancia que pavimentaba el punto de unión del suelo con el cable, similar al caucho o el alquitrán, se había endurecido. Cada ramal había hecho sobresalir un cono de esa sustancia, y los diversos conos estaban llenos de arena. Entre los ramales extremos era posible distinguir una selva de conos que menguaba hasta la negrura.
La tierra que los separaba del cable era arenosa, con enormes piedras diseminadas en ella. La arena era amarillorrojiza y las rocas tenían bordes filosos, con pocas señales de erosión. Parecía que las hubieran arrancado violentamente del suelo.
Bill inclinó la cabeza hacia atrás para ver el cable hasta el resplandor del techo translúcido.
—Dios mío, vaya vista —dijo.
—Imagínate cómo habrán de verla los nativos —dijo Gaby—. Los cables del cielo que sostienen el mundo…
Cirocco entornó los ojos.
—No es de sorprenderse que piensen que Dios vive allá arriba —dijo—. Imaginaos al maestro titiritero que usaría estas cuerdas.
Al comienzo de la ascensión el terreno de la ladera era firme, pero a medida que subían se iba haciendo más y más resbaladizo. Ahí no crecía nada que mantuviera unida la tierra. Era arena, húmeda en la superficie pero seca debajo. Formaba una corteza que los pies de los terráqueos hacía inestable, desplazando placas que resbalaban hacia abajo tras ellos.
Cirocco avanzaba resueltamente, determinada a llegar hasta el mismo ramaclass="underline" pero enseguida se encontró resbalando tanto como pugnaba por subir, todavía a doscientos metros de la cima. Bill y Gaby quedaron rezagados y contemplaron cómo Cirocco trataba de encontrar un asidero en el inestable terreno. Fue inútil. Cayó de bruces y rodó hacia atrás, se sentó y observó iracunda el cable, tan exasperantemente cercano.
—¿Por qué yo? —preguntó, y golpeó el suelo con el puño.
Se quitó la arena de la boca. Se levantó, pero sus pies resbalaron de nuevo. Gaby extendió una mano para asirla por el brazo y Bill casi cayó encima de las dos al tratar de ayudarles. Habían perdido otro metro.
—Tanto para nada —dijo Cirocco, fatigadamente—. Todavía quiero echar un vistazo por aquí, pese a todo. ¿Alguien me acompañará?
Nadie mostró demasiado entusiasmo, pero la siguieron ladera abajo y se introdujeron en la selva de ramales de cable.
Todos los ramales tenían su montón de arena alrededor. Se vieron forzados a seguir una ruta tortuosa entre ellos. Una maleza tiesa y quebradiza crecía en el compacto terreno en las partes inferiores de las gigantescas toperas.
Se hizo oscuro conforme fueron abriéndose camino por el interior… Oscuridad y mucho más silencio del que había existido en las semanas pasadas en el río. Había un alarido lejano, como un viento que atravesara largos y abandonados corredores, y muy por encima, el tintineo de un carillón. Oían sus propias pisadas y el sonido de la respiración de los demás.
La sensación de estar en una catedral era imposible de rechazar. Cirocco había visto antes un lugar así, entre las secoyas gigantescas de California. Aquel era un lugar más verde y no tan silencioso, pero la tranquilidad y el sentimiento de estar perdido entre seres enormes e indiferentes era el mismo. En caso de ver una telaraña, Cirocco sabía que no pararía de correr hasta llegar a la luz del día.
Comenzaron a notar formas que colgaban sobre sus cabezas, algo semejante a tapices rasgados. Se encontraban inmóviles en el aire enrarecido, formas insustanciales en las sombras que había a gran altura. Un polvo muy fino flotaba a su alrededor, arremolinado por la más leve brisa.
Gaby tocó suavemente el brazo de Cirocco, que dio un brinco y miró hacia arriba, donde Gaby señalaba.
Algo pendía junto a uno de los ramales, quince metros por encima de la cima de la duna. A Cirocco le pareció que la cosa reposaba en un saliente antes de preguntarse si podría ser un brote de cierto tipo.
—Igual que un percebe —dijo Bill.
—O una colonia de percebes —musitó Gaby. que tosió nerviosamente y repitió lo mismo.
Cirocco sabía cómo se sentía Gaby. Daba la impresión de que todos deberían estar susurrando. Agitó la cabeza.
—He recordado a los indios moradores de los barrancos de Arizona —dijo.
En pocos momentos atisbaron más objetos, mucho más altos y menos definidos que el encontrado por Gaby. ¿Eran moradores de los barrancos o parásitos? No había forma de saberlo.
Cirocco dio una última mirada alrededor y creyó ver algo en la lejanía, justo al límite de la oscuridad total. Era una construcción. Poco después de advertirla, Cirocco supo que era una ruina. Hay una arena muy fina amontonada a su alrededor.
Fue casi refrescante encontrar algo construido a escala humana. La construcción era del tamaño de algunos de los pueblos indios más pequeños de Colorado, y bastante parecida a ellos. Había tres capas de cámaras hexagonales sin entradas patentes. Cada capa estaba formada por habitaciones algo más grandes que las inferiores. Cirocco se acercó más y tocó una pared. Era piedra fría, cortada, tallada y unida sin mortero, a la manera inca.
Mirando con más atención Cirocco distinguió que realmente había cinco estratos de cámaras, aunque las dos más bajas eran mucho más pequeñas que las tres que había visto desde lejos, y compuestas de piedras menores. Apartando la arena de la base del muro encontró una sexta capa, luego una séptima, cada una de ellas más menuda que la superior.
—¿Qué deduces de esto? —preguntó Bill, que se había arrodillado junto a ella mientras escarbaba.
—Es una forma curiosa de construir.
Cirocco excavó más profundamente pero enseguida se vio vencida por la arena que volvía a deslizarse con la misma rapidez con que ella la extraía. La capa inferior que había encontrado estaba formada por cámaras de no más de medio metro de altura y casi tan anchas, construidas con piedras del tamaño de ladrillos de albañilería. Circundaron la estructura y encontraron un lugar en que se había desmoronado. Piedras masivas de la parte superior habían aplastado la mayor parte de las rocas más pequeñas de abajo. Había una cámara intacta a no ser por una pared que faltaba. No vieron puertas interiores, y ningún punto para penetrar en la estructura desde el exterior.