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Después encontraron árboles que lo hacían mejor en cuanto a cumplir los requisitos precisos. Tenían algo de ciprés y un poco de sauce, y crecían en desordenadas marañas festoneadas por plantas trepadoras que pugnaban por abatirlos.

El panorama era extraño de un modo mucho más desagradable que el de las tierras altas. La jungla que habían dejado atrás no era demasiado distinta del Amazonas o el Congo. Ahí, nada parecía familiar, todo era deforme y amenazador.

Acampar resultaba imposible. Optaron por atar la embarcación a los árboles y dormir en ella. Pero llovía cada diez o doce horas. Montaron tiendas de tela de paracaídas sobre la proa, pero el agua siempre se filtraba e inundaba el fondo. El tiempo era cálido, mas la humedad era tan alta que no había cosa que se secara jamás.

Con el barro, el calor, la humedad y el sudor, todos se volvieron irritables. Iban escasos de sueño, a menudo apañándose con no más que una vacilante cabezada mientras no tenían tareas que cumplir, y la situación empeoraba cuando intentaban dormir los tres a la vez y acababan compitiendo por el limitado espacio del fondo inclinado del Titanic.

Cirocco despertó de una pesadilla de ser incapaz de respirar. Se sentó, y notó que la tela de su vestidura se desprendía de su piel. Se sintió pegajosa entre los dedos de pies y manos, bajo el cuello y en su regazo.

Gaby le hizo una seña con la cabeza al ver que se levantaba y después llamó su atención hacia el río.

—Rocky —dijo Bill—. Hay algo que desearás…

—No —dijo Cirocco, alzando las manos—. Maldito sea, quiero café. Estaría dispuesta a matar por café.

Gaby sonrió inciertamente, pero su gesto pareció encubrir un esfuerzo. Por entonces ya sabían que Cirocco empezaba muy lentamente.

—No es gracioso. De acuerdo —Cirocco miró fija, desoladamente, la tierra que parecía tan decaída y podrida como ella se sentía—. Dadme sólo un instante antes de que empecéis a preguntarme cosas —dijo. Se esforzó en sacarse las pegajosas ropas y saltó al río.

Era mejor, pero no demasiado.

Se movió de arriba abajo, chapoteando, sosteniéndose en el lateral de la embarcación y pensando en jabón hasta que su pie tocó algo viscoso. No esperó a descubrir de qué se trataba, sino que saltó sobre el borde y permaneció con el agua remojando sus pies.

—Ahora. ¿Qué queríais?

Bill señaló hacia la orilla norte.

—Hemos estado viendo humo en esa dirección. Ahora puedes verlo, justo a la izquierda de ese montón de árboles.

Cirocco se inclinó sobre el borde del barco y lo vio: una delgada línea de gris recortada sobre el fondo de la distante pared norte.

—Amarremos esto y echemos un vistazo.

* * *

Era una penosa y larga caminata entre lodo que llegaba a las rodillas y agua estancada. Bill iba a la cabeza. Empezaron a excitarse cuando llegaron al gran árbol de estiércol que les había oscurecido la visión. Cirocco percibió una fumarada con el hedor más intenso del árbol y se apresuró por el resbaladizo terreno.

Comenzó a llover en el mismo momento que llegaron al fuego. No era una lluvia molesta, pero tampoco el fuego era demasiado un fuego. Daba la impresión de que todo lo que iban a sacar de aquello sería tizne en las piernas.

El fuego era un humo denso e irregular que cubría un hectómetro cuadrado y humeaba sin llama en los bordes. Mientras lo contemplaban, el humo gris empezó a volverse blanco conforme caía la lluvia. Luego una lengua de llamas lamió la parte inferior de un arbusto a pocos metros de distancia.

—Buscad algo que esté seco —ordenó Cirocco—. Cualquier cosa. Un poco de esa hierba de pantano, y algunos palos. Deprisa, lo estamos perdiendo.

Bill y Gaby corrieron en diferentes direcciones mientras Cirocco se arrodillaba junto al arbusto y soplaba. Hizo caso omiso del humo en sus ojos y siguió soplando hasta notar mareos.

Enseguida se encontró apilando leña razonablemente seca. Por fin pudo sentarse y sentirse segura de que la hoguera continuaría ardiendo. Gaby gritó y lanzó un palo a tanta altura que fue casi invisible antes de que empezara a caer. Cirocco sonrió cuando Bill le dio una palmadita en la espalda. Se trataba de una pequeña victoria, pero tal vez fuera importante. Se sentía fabulosamente bien.

Al cesar la lluvia, la hoguera seguía ardiendo.

* * *

El problema consistía en cómo mantenerla encendida.

Lo discutieron varias horas, probaron y descartaron diversas soluciones.

Les llevó el resto del día y buena parte del siguiente lograr que el plan que trazaron funcionara. Hicieron dos cuencos con la arcilla del pantano, los cocieron con cuidado y después secaron una gran cantidad de leña más lenta de consumirse. Una vez hecho esto, dispusieron dos pequeños fuegos en ambos cuencos. Parecía sensato disponer de un repuesto. El plan requería de alguien que atendiera el fuego constantemente, pero estaban deseosos de hacerlo hasta encontrar una solución mejor.

Cuando hubieron terminado, era casi la hora de dormir. Cirocco quiso comprobar si podían dormir sobre tierra seca, desconfiando realmente en sus medidas respecto al fuego, pero Bill sugirió que antes hicieran una cacería.

—Estoy bastante aburrido de estos melones —dijo—. El último que probé sabía a rancio.

—Sí, pero no hay risueños. No he visto ninguno desde hace días.

—Entonces cazaremos otra cosa cualquiera. Necesitamos un poco de carne.

Ciertamente no habían estado comiendo bien. La marisma no tenía nada parecido a la profusión de plantas frutales que habían encontrado en el bosque. La única planta nativa que habían probado sabía a mango y les produjo diarrea. En el barco eso había sido como un círculo interno del infierno. Y desde entonces habían confiado en provisiones guardadas.

Se decidieron por la gran locha, que era la presa que más se hacía presente por allí. Igual que el resto de animales que habían encontrado, el pez les prestaba poca atención. Todo lo demás era demasiado pequeño y ligero o, como las anguilas gigantes, demasiado grande.

La locha gustaba de reposar en el fango con el hocico enterrado, moviéndose mediante el aleteo de su cola.

Cirocco, Gaby y Bill pronto cercaron una locha. Era la primera vez que la veían de cerca. Cirocco nunca había visto una criatura tan fea; tenía tres metros de largo, plana en la parte inferior y abultada en el centro desde el obtuso hocico hasta la aleta de la cola, horizontal y de aspecto perverso. A lo largo de su dorso había un largo saliente gris, blando y suelto como la cresta de un gallo, aunque viscoso. Se hinchaba y deshinchaba rítmicamente.

—¿Estáis seguros de que queréis comer eso?

—Siempre que se quede suficientemente quieto…

Cirocco estaba parada cuatro metros delante de la locha mientras Gaby y Bill se acercaban por los costados. Los tres llevaban espadas hechas de ramas rotas de árboles de navidad.

La locha tenía un ojo del tamaño de un plato de pastel. Un borde del ojo se elevó hasta mirar a Bill, que se quedó paralizado. El pez produjo un sonido de venteo.

—Bill, no me gusta esto.

—No te preocupes. Está parpadeando, ¿veis? —un chorro líquido brotó de un agujero por encima del ojo, y volvió a producir el venteo que Cirocco había oído—. Mantiene húmedo su ojo. Ningún párpado.

—Si tú lo dices…

Cirocco agitó los brazos y el pez, servicialmente, apartó la vista de Bill y la dirigió hacia la capitana. Cirocco no se convenció de que eso mejorara la situación y dio un paso adelante, los pies alerta.